Las sombras
Cuando finalmente aquella reunión de astros terminó, el Sol estaba totalmente decidido a emprender temprano del siguiente día la búsqueda de una sombra.
¡Me levantaré muy temprano e iré en pos
de alguna de ellas! —se decía a sí mismo mientras, en realidad fastidiado, se
dirigía a su espacio. Y es que durante aquella reunión, entre tazas de café,
té, mate y champurradas, la conversación que los planetas sostuvieron con sus
satélites y el astro rey, inesperadamente había girado hacia el tema de las
sutiles sombras.
¡Claro! —habría reclamado quejosamente
la Luna — ya que tú, Tierra, te colocas frente al Sol a cada poco, pues ni
modo, todos los días tengo que soportar tu enooorme y oscuuura sombra sobre mí!
¡De ninguna manera! —protestó la Tierra
— ¡tú eres quien siempre anda rondándome para ver qué me sacas, y de paso,
también me echas encima toooda tu sombra!
¡Ah!, ¿y qué dicen de mí? —interrumpió
Plutón, también en tono molesto — Todos ustedes siempre están poniéndose frente
al Sol, en mis mismas narices; así que yo sí que tengo que soportar estar
viendo las sombras de tooodos ustedes, tooodo el tiempo. ¡Dichosa tú, Luna, que
solamente las miras una vez al día!
Pero, ¿cómo es eso de las sombras? ¿Por
qué yo nunca he visto una? —preguntó el Sol un tanto desconcertado por no saber
a ciencia cierta de qué hablaban sus pequeños amigos.
Pues escucha, —dijo Saturno llamando la
atención del Sol — las sombras están siempre por ahí. Yo las veo todo el
tiempo, particularmente cuando éstos se interponen entre tú y yo —dijo, en
tanto señalaba con su dedo a la Tierra, Venus, Mercurio, Marte y varios
satélites. — Además, harto me tienen ya esas sombras, pues siempre me dan por
toda la cara y, lo más importante, me impiden recibir tu sabroso calorcito,
señor Sol.
¡Es imposible que algo así exista! Con
los años que tengo, yo ya las hubiera visto —vociferaba el Sol bastante
incómodo por desconocer absolutamente acerca del tema.
Surgió entonces de Mercurio, uno de los
más pequeños de sus amigos, la idea de ayudarle en la búsqueda de una sombra
para que él, el formidable Sol, las conociera.
¡Oye! —le dijo — no te preocupes, las
sombras no son nada del otro mundo. No les des tanta importancia. Yo puedo
ayudarte a encontrar una para que las conozcas, ¿te parece?
¡Ah sí, yo también puedo acompañarte a
buscar alguna! —agregó inmediatamente la Tierra.
¡Sólo eso me faltaba, ayudar a este
fanfarrón presumido! —dijo en voz baja Plutón, quien en realidad luchaba denodadamente
por salir del dominio que el astro rey ejercía sobre él, allá en el rincón más
lejano del sistema. Habiéndolo escuchado el Sol, le dirigió una discreta mirada
que aunque se esforzó porque fuera fría, sólo pudo llegar a ser tibia.
Así las cosas, cuando aquélla reunión
terminó, todos, incluso el rebelde Plutón, se habían ofrecido para acompañar al
sol temprano por la mañana del próximo día, para encontrar una sombra que le
permitiera a aquél conocerlas de una vez por todas.
La emoción del próximo encuentro con
algo completamente desconocido, máxime después de miles y miles de años de
existencia, perturbó la paz del pobre Sol. Se le dificultaba conciliar el
sueño. Vuelta y vuelta, observaba cómo las manecillas del reloj avanzaban. Tic
Tac Tic Tac Tic Tac. Finalmente,
y no sin haberse esforzado de sobremanera en tranquilizarse, logró cerrar sus
ojos y dormir.
Se encontraba en el séptimo sueño cuando
el jolgorio que sus amigos planetas y satélites armaban a las afueras de su
espacio le despertó.
¡Cómo no saliste un par de minutos
antes? —le reclamó Neptuno cuando el rey asomó a la puerta —¡Todo esto estaba
lleno de sombras, pero sólo saliste tú y desaparecieron! Y lo peor de todo es
que no sabemos ni qué se hicieron ni a dónde se fueron.
Sí señor Sol, —agregó la Luna — con un
minuto que usted se hubiera apresurado, las hubiera conocido, pero ni modo...
—inmediatamente aquella se volteó y preguntó a todos los otros planetas y
satélites ya reunidos ahí —Bueno, ustedes ¿a dónde vamos a buscar sombras? —
Ninguno de ellos tenía la más mínima
idea de a dónde acudir para que aquel importante astro las conociera, por lo
que fue la Luna misma quien agregó —Sol, yo creo que el mejor punto para que tú
veas una sombra es sobre la Tierra, ya que en ella hay una montaña enorme que
le llaman monte Everest, y vieras qué sombra tan grande la que proyecta sobre
ella —
¡Oh!, sí, la Luna tiene razón, Sol. Ese
es el mejor punto. ¿Vamos? —dijo uno de los planetas. Inmediatamente los otros
secundaron apoyando la idea.
A los pocos minutos, el Sol y varios de
los planetas y satélites se dirigían hacia la Tierra para que aquél pudiera
conocer las sombras. En particular, la sombra del monte Éverest.
Llegaron poco antes de las cinco de la
mañana; sin embargo, los planetas, Marte principalmente, quien era de los más
conocedores, aconsejó al Sol para que se acercara despacio, lentamente, pues si
se apresuraba, las sombras podrían asustarse, salir corriendo y desaparecer de
inmediato.
Así, habiendo escuchado los consejos que
todos le dieron, el Sol se acercó muy despacio por sobre el horizonte de la
tierra, en dirección hacia el monte Everest. Y cuando apenas empezaba a salir
allá, en el lejano Este, los planetas, que se habían adelantado, vieron con
asombro el gran tamaño que alcanzaba la sombra de aquel majestuoso monte. Era
increíble. Una sombra de muchos, muchísimos kilómetros de largo: tantos que
incluso se perdía en el otro extremo del planeta.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Mira la gran
sombra! —gritaban con algarabía los planetas y los satélites.
¡Justo atrás de la gran montaña!
—gritaban otros, animando al astro doranjado.
Él, el Sol, se acercaba despacio, muy
despacio; con suma cautela y sigilo en pos de su presa. Poco a poco, escalaba
por la sinuosa montaña hacia su cima para sorprender desde allá arriba, desde
lo más alto, a la sombra desparramada por sobre el valle en que, según le
gritaban sus amigos, en ese instante aquella se encontraba.
Sin embargo, a cada centímetro que él
subía, del otro lado la sombra se desvanecía hacia la montaña misma, como
escondiéndose, y haciéndole con ello imposible al astro contemplar siquiera
miga alguna de su oscura naturaleza.
El Sol subía un tantito más, y la sombra
retrocedía justo lo necesario, impidiéndole con ello la oportunidad de verla
De no ser por los muchos años de vida y
experiencia que el Sol acumulaba no hubiera tenido la paciencia de soportar
aquella humillación. De tal suerte, continuó sereno en su esfuerzo por lograr
finalmente deleitarse observando a tan siquiera una de aquellas fantásticas
sombras. Tan sólo una.
—¡Daré un pequeño salto y la
sorprenderé! —se dijo a sí mismo. Disponiéndose de inmediato, dio el pequeño
salto: ¡fluuushhh! Sin embargo, instantáneamente la sombra se escurrió otra vez
tras la inmensa montaña.
—¡Pero cuán quisquillosa es esa sombra!
¿Por qué tanto problema con que yo la vea? —empezaba a reclamar para sus
adentros.
Ya casi iban a ser las diez de la mañana
y él continuaba intentando denodadamente observarla; sin embargo, a cada
milímetro que subía por sobre la empinada cumbre, la escurridiza sombra, llena
de escrúpulos ante el astro rey, se guarecía inmediatamente al pie de la
montaña, al otro lado, haciendo con ello imposible que aquél consiguiera su
caro objetivo.
—¡Hum!, en cuánto llegue allá arriba,
justo sobre la cima de la montaña, estará perdida. ¡No podrá esconderse más de
mí! —se decía a sí mismo el astro rey con aires anticipados de victoria, en
tanto arqueaba reiteradamente sus cejas y esbozaba una suspicaz sonrisa.
Ya el reloj iba a marcar las once de la
mañana y el Sol empezaba a dar muestras de impacientarse; se encontraba
inquieto, anhelante porque pronto sonaran las doce campanadas del mediodía pues
ansiaba sobremanera encontrarse justo encima de la montaña para contemplar
detenidamente, desde ahí, en lo alto, aquella enigmática sombra.
El sólo hecho de imaginar el gozo de que
algo sumamente novedoso, totalmente fuera de su milenaria rutina, le iba a
suceder en breve, le hacía más ardiente y brillante. En realidad, se encontraba
más radiante y lleno de vida que de costumbre.
¡Ey, la sombra se está haciendo mucho
más pequeña... muy pequeñita! —empezaron a gritarle los planetas que le
acompañaban en aquella faena.
¡Sí! ¡sube más despacio! Es mejor
—gritaban otros por ahí.
El Sol casi llegaba entonces a la cima.
Solamente faltaban quince o catorce minutos para estar justo sobre la parte más
alta de la mencionada montaña. La curiosidad y la angustia, a la vez que cierta
inquietud y mucha emoción, le invadían. Eran minutos y segundos de muchísima
algarabía. De gran nerviosismo. A cada minuto se aproximaba más y más.
A pesar que él aparentaba cierta
serenidad, sus amigos notaban que en realidad anhelaba ir más aprisa, y que
habría de estar realizando muchísimo esfuerzo para contener lo que
paulatinamente se le habría convertido ya en una vergonzosa obsesión que le
carcomía intensamente de arriba a abajo.
Finalmente, faltando sólo treinta
segundos para las doce, el Sol se deleitaba iracundamente intranquilo ante lo que se imaginaba podría
observar ese día, luego de años, siglos, miles de años realmente, durante los
que las sombras habían pasado totalmente inadvertidas para él.
En punto a las doce, justo sobre la cima
de aquella montaña, abrió aún más sus enormes ojos y empezó a escudriñar la
inmensa planicie del valle. Veía cerca del bosque, por el riachuelo, por entre
las pequeñas laderas y nada. La sombra no estaba. Pero, ¿qué se ha hecho? ¿a dónde se ha
ido?—se preguntaba.
¡Ahora se pasó para el otro lado! ¡Para
adelante! —le gritaron sus pequeños amigos.
¡Sí, allá está, señor Sol, del otro
lado! —le gritaban.
Pero el Sol, a pesar que podía voltear a
ver, no podía retroceder un solo milímetro para echar nuevamente un vistazo.
Irremediablemente, avanzaba despacio hacia el otro lado del majestuoso monte.
Hacia el atardecer sobre el horizonte.
La algarabía y el entusiasmo desbordante
que tanto disfrutaba apenas unos cuantos minutos antes se tornaron por completo
en una gran tristeza y profunda desilusión. Incluso, sentía también cierta
cólera e indignación, pues no concebía ni aceptaba cómo era posible que él, el
astro rey, no pudiera ver cumplido su caro anhelo.
A alguno de sus acompañantes se le
ocurrió entonces proponerle que intentara conocer la noche, la cual era muy
similar a las sombras. De hecho, la madre de todas las sombras.
¿Pero... y dónde está la noche?
—preguntó el Sol.
Ahí, adelantito de ti —le contestó
Venus.
¡Si te apuras un tanto, la alcanzarás y
podrás verla! Es prácticamente igual que las sombras —agregó la Luna
El Sol inmediatamente se puso en pos de
la noche y principió a perseguirla alrededor de la Tierra con el propósito de
alcanzarla y así finalmente conocerla. Y es que sí, sólo la humilde y diminuta
Tierra se interponía entre ellos.
¡Va justo a la vuelta de la Tierra! —le
gritaba también Mercurio.
El Sol empezó entonces a correr tras la
noche; sin embargo, aquella se comportaba tal cual las sombras. Era
escurridiza, y por más que él se esforzaba, la noche se le escapaba. Cuando
corría tan sólo un tantito, la noche justo también lo hacía, alejándose de él.
Así, el rey Sol, el astro adorado y
admirado, omnipresente y omnipotente, nunca ha visto una simple sombra. ¿La
verá algún día?
FIN
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