EL DESEO NAVIDEÑO
EL DESEO DE NAVIDAD
¡Está bien, lo haremos! —respondió
finalmente, aunque muy quedo y con un enorme nudo en la garganta, conteniendo
apenas las lágrimas, don Juan, ante la insistencia e inocente algarabía de los
pequeños Javier y Elisa esa tarde del 24 de diciembre por apresurarse a hacer aún
el nacimiento, justo en el rincón de la sala de la casa, para recibir al Niño Jesús
durante la noche de Navidad, tal como antes lo habían hecho, cuando su mamá vivía.
Sin embargo, para él, esta
navidad era totalmente distinta.
Por mucho que se había esforzado
por animarse e infundir en sus hijos el espíritu navideño e ir al mercado y
conseguir algunas uvas y manzanas, así como un pollo y algunas papas que él
mismo cocinaría para sus pequeños hijos, en tanto también cuidaba de la apenas
bebé, María, la inminente llegada de la cohetería, las luces y la misa del
Gallo, pero sobre todo, de las marmóreas ausencias de la inquieta sonrisa y los
presurosos pasos de Ana así como de los aromas de las esquisitas viandas que
solía cocinar para la cena de navidad, se arremolinaban ahora en su mente, en
sus pensamientos, en ese nudo en su garganta, sin saber a ciencia cierta qué
hacer, menos aún, cómo ocultarlo a los niños.
Los pequeños, dada su corta edad,
y luego de cerca de seis meses de la pérdida de su madre en el momento del
parto de María, al parecer sentían más entusiasmo por revivir lo que recordaban
de la navidad con ella, quizá incluso que estaría de vuelta, a sentir tristeza
alguna por su ausencia. De cierto modo, don Juan, según él mismo creía, había
logrado que el enorme peso de dicha ausencia no fuera tan lacerante para ellos.
Sin embargo, en ese instante, se
debatía entre vivir la alegría de los niños o el tormento de la ausencia de
quien fuera su golondrina, como cariñosamente llamaba a Ana. Por fortuna, en
algún momento de luz, reflexionó: la navidad es para los niños. Con lo que recogió
los ánimos desperdigados sobre el piso y se predispuso para, otra vez, asumir su
responsabilidad de padre e intentar hacerlo con el rol de madre.
Con la pequeña María acurrucada
en sus brazos, se levantó de la silla en el cuarto donde descansaba y se asomó
a la sala, donde con cierto entusiasmo pidió a Javier, quien llegaba ya a los ocho años de edad, que sacará de
entre el armario el pequeño portabebé de mano; y a la pequeña, Elisa, quien
apenas cumplió 5 en octubre, algunas colchas. Pondrían a María envuelta entre
las chamarras en el portabebé de madera que él mismo había hecho desde cuando
Javier estaba por nacer, para tenerla a su lado en tanto ellos hacían el
nacimiento para el niño Jesús.
Javier, educado por su padre
desde muy pequeño en los oficios de la carpintería y la mecánica, era un niño
avezado y muy independiente. Elisa, en tanto, con largos rulos de cabellos dorados
cayendo sobre sus colorados cachetes, era toda una princesa que con sus ojitos
diáfanos aún pregunta por su mamá.
Él mismo llevó poco después hasta
la sala la enorme caja de cartón que contenía lo necesario para armar el
nacimiento. Pronto, las cajas pequeñas, que contenían aserrines y papeles de
distintos colores, musgo, trozos de vidrio, algunos cuantos pequeños muñecos y,
claro, el pesebre y los demás adornos, inundaban la sala rodeando a la pequeña
María, quien inocente, dormía plácida entre su diminuto aparejo.
El más activo era Javier, pues
una vez la caja grande estuvo vacía, él mismo, y solo, la volteó, la puso en la
esquina y le tendió encima el manto, tal como hacía su madre, para construir
sobre él, el nacimiento. Sin embargo, dado el avance de la tarde, noche casi, y
que aún no cocinaba el pollo y las papas para la cena, don Juan lo instó en ese
momento a hacer solo la mitad del nacimiento que hacían cuando ella dirigía, y
llevaba, la batuta.
Previendo que accidentalmente
podrían lastimar a María con algún movimiento, don Juan levantó el pequeño
portabebé y lo llevó hacia el otro rincón. A dos o tres metros de donde ellos empezaban
la faena.
A pesar que cada detalle que
construían del nacimiento les recordaba a Ana, fuera porque alguno de los dos
decía que así era como ella lo hacía, o no lo hacía, padre e hijo se
entretenían, aunque sin dejar de observar a Elisa y María, máxime porque según
la mayor, se dedicaba mejor ahora al cuidado de la bebé. Su hermanita. Aunque a
cada instante se levantaba de su lado, se acercaba a ellos, tomaba algo de
entre las cajas y el revoltijo de cosas y piezas, y se retiraba nuevamente a
cuidar a su hermanita.
El río y los dos lagos simulados
con aserrín de color azul, con sus vidrios encima, quedaron al lado derecho, y
el camino de los pastorcitos, trazado con pequeñas piedrecitas, subía desde
izquierda. El pesebre lo colocaron justo
en la parte más alta, donde mejor se apreciaba, rodeado de musgo. Un volcán
hacia izquierda y luego un puente. Dado
que en esta ocasión era de menor tamaño, empezaron a sobrar piezas, sin
embargo, cuando quisieron colocar al buey y la mula, no los encontraron.
Pero, sí me acuerdo que los
saqué, decía don Juan. En tanto Javier decía que él no se recordaba de haberlos
visto.
De pronto, al unísono, ambos
advirtieron que probablemente Elisa los había tomado, con lo que se levantaron
de sus lugares, pero al momento de voltear a verla, ella no estaba al lado de
María. La bebé estaba sola, tan profundamente dormida como la habían visto
minutos antes.
Don Juan y Javier se vieron
mutuamente, preguntándose a la vez dónde estaba María. En el mismo instante que
escucharon ruidos que salían desde la habitación principal. De inmediato se
dirigieron hacia ahí.
En la habitación, sobre la
cabecera de la cama, estaba puesta la estrella de Belén. El buey y la mula,
cada uno en una de las pequeñas mesas de noche a los costados de la cama, y
sobre el piso, uno detrás de otro, en camino desde la puerta hacia la cama, los
Tres reyes Magos. Todo dispuesto tal cual Ana, su mamá, lo hacía en el
nacimiento del niño Jesús.
—Yo quiero que mi mami nazca otra
vez. —Decía la pequeña niña entre sollozos.
FIN
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