El animal
Luego de varias horas tras sus huellas y
haberlo visto a la distancia en dos ocasiones previas, por fin tengo el gozo de sentir
muy cerca a mi furtiva presa.
Lentamente, con el rifle veintidós
preparado en mis manos para disparar en el momento preciso, avanzo con sumo
sigilo en pos de ella por entre los mangales, plantillas de banano y
pomarrosales que, abundantes, se esfuerzan por sombrear y refrescar la calurosa
región de la boca costa.
Son cerca de las tres de la tarde. Es
decir que sin mucho sentirlo llevo ya varias horas de andar tras ella; justo
desde cuando el sol salió allá, por entre las cimas de los volcanes que se ven
desde el poblado de San Bernardino. A pesar de la hora, el sol aún arde. Quema.
En tanto sigo las huellas y avanzo
cauteloso por entre barrancos y veredas, a ratos a la sombra, a ratos bajo el
sol, cuido de no pisar alguna de las miles de ramas y hojas secas esparcidas,
dado que a mi paso seguramente crujirían con gran estruendo y ahuyentarían a la
codiciada presea en que mi furtiva presa se ha convertido.
Ya varias veces he tenido que secarme el
abundante sudor que de mi frente escurre a causa del clima candente de la
región y la emoción que me ocasiona sentirme tan seguro de mi inminente triunfo
como novel cazador. Además, mi cantimplora ya casi no tiene agua, por lo que
también anhelo llegar pronto a algún río.
Me obligo a avanzar sigiloso, quedo,
conteniendo mi agitada respiración, aunque con mis ojos vigilantes y oídos
atentos, prestos, dispuestos a ver o escuchar hasta el más leve resoplo,
esforzándome por identificar la ubicación precisa de aquel hermoso animal, o
cuando menos, para verlo nuevamente, aunque nuevamente sea a la distancia.
Sorpresivamente, árboles y matorrales
desaparecen frente a mí y llego a la orilla de un enorme descampado. Parece ser
un extenso potrero para ganado. Sí, en el aire flota ahora un aroma a tierra
seca, a polvo, y por momentos percibo oleadas de olor de excremento de vacas.
El sol me pega de lleno en la cara y en
el pecho, y la sed me atormenta, pero debo seguir. Retroceder ahora sería un
enorme descrédito a mi espíritu vencedor. Además, el último río lo atravesé
hace cerca de dos horas.
La tierra ya no es suave y húmeda como
lo era allá atrás. Ahora más bien parece una áspera torta de cemento térreo,
incapaz de dejarse marcar por pisada alguna. No hay huellas, y esto me hace
difícil seguir al animal.
Estoy desconcertado. No sé a ciencia
cierta por dónde se ha ido, aunque creo que debe haber seguido por este lado.
No veo otro sendero ni pastos doblados en los alrededores. ¡Sí! Aquí hay
excremento, y no es de vaca. Además, está fresco. Muy fresco. ¡Qué bien!
Probablemente no hace ni diez minutos que pasó por acá.
Levanto la vista y me hago sombra con la
palma de la mano para ubicarlo a la distancia, pero no. No lo veo. No está.
Seguramente llegó ya hasta aquella joya, allá, entre los árboles. Por las
gaviotas que plácidas vuelan sobre las frondosas copas pienso que también pasa
por ahí algún río.
En tanto me aproximo, escucho el alegre
alboroto y griterío de las pericas que ahora surcan el cielo, y apenas audible,
el suave y continuo shbr shbr shbr de aguas que corren entre piedras.
Gracias a Dios he llegado. Ya no
soportaba un minuto más bajo ese ardiente sol. Y la sed me atormenta.
El río, riachuelo mejor dicho, sereno,
serpenteante entre piedras y recovecos, brinda un agradable toque de frescura
al recóndito rincón del potrero en que me encuentro. Las copas de los árboles,
altas y frondosas, escuetamente dejan pasar algunos rayos del abrasador sol. Es
un verdadero oasis.
Las huellas de mi furtiva presa, ahora
en lodo, son muy frescas e impecables. Con claridad me indican que el venado se
encuentra ahí no más, muy cerca; quizá detrás del tarral que está río abajo.
¡Sí! hacia ahí van sus huellas. Seguramente está saciando su sed.
Aunque no lo veo, presiento que el
codiciado animal está ahí. Sé que está ahí. ¡Tiene que estar ahí¡
También ha de estar cansado — pienso
falsamente ilusionado.
Antes de ir por él, con sumo sigilo y en
cuclillas sobre la orilla del río, refresco mi cara y sacio mi seca garganta
con esa agua fresca y cristalina que seguramente brota pocos kilómetros arriba.
Lleno nuevamente mi cantimplora mientras pienso y observo cuidadosamente los
alrededores para identificar por dónde acercarme hasta aquel animal.
Si el compadre Salvador no se hubiera
dado por vencido tan pronto y me hubiera acompañado hasta acá, me ayudaría a
identificar mejor por dónde acechar, pues tiene mucha experiencia. ¡Cabrón que
es, me dejó solo! Pero bueno, le demostraré que también soy bueno para estos
menesteres. Siempre anda presumiendo de su puntería y todo lo que caza. Ya verá
cuando regrese con este animal al hombro. ¡Puta...! Ojalá que no pese tanto.
Un ruido entre los matorrales y las
hojas de las puntas de delgados tarros moviéndose me regresan al sitio e
instintivamente dejo de pensar, como temiendo que aquél escuche mis
pensamientos. Ahora solamente observo, trato de identificar con mayor precisión
por dónde está. Por dónde anda.
Despacio, me levanto nuevamente y
empiezo a avanzar con mucha cautela, centímetro a centímetro, palmo a palmo.
Intento bordear el tarral. Entre tanto, me pregunto si cuando finalmente tenga
al animal frente a mí será necesario hacer todo el movimiento de subir el rifle
desde la altura de mi cintura, donde cómodamente lo llevo sostenido, hasta mi
hombro, para apoyarlo y así apuntarle con mayor precisión; o si por el
contrario, me arriesgo a dispararle con el rifle desde ahí abajo. Me preocupa
que huya cuando perciba esos movimientos para subir el arma.
El sudor nuevamente chorrea abundante
sobre mi rostro, por lo que con mínimos y suaves movimientos apenas me seco, o
pienso que me seco, ya que mi pañuelo realmente se ha convertido desde mucho
atrás en un verdadero estropajo. ¡Cómo no lo lavé y exprimí en la poza! — me lamento, en tanto que lo vuelvo a meter a
medias entre la bolsa trasera de mi pantalón..
Seguramente ahora estoy mucho más cerca.
Las pericas y las urracas no alharaquean más, y el río parece haberse detenido.
Un absoluto silencio envuelve el paraje. Silencio que me permite escuchar
incluso, cual tambor de guerra, el latir palpitante y estrepitoso de mi
corazón.
Continúo. Casi que a medio pie por vez,
dado que no quiero arriesgarme luego de casi diez horas de andar como el gato y
el ratón a perder la oportunidad de finalmente darle caza. Avanzo quedo, casi
sin moverme, hacia el paraje detrás del tarral en que seguramente aquel se
encuentra.
Voy por la derecha, pues así no moveré
mucho el rifle ni mi cuerpo cuando sea preciso apuntarle. Estiro mi cuello, mis
ojos. Es en momentos como este en los que quisiera poder ver a través de las
paredes. Aunque en este caso, de los tarros.
Mis pasos continúan siendo firmemente
lentos para no ahuyentar a lo que pronto, anhelo, ansío, será mi presa.
Finalmente, luego de un par de eternos
minutos, me encuentro ante él. Está justo frente a mí. A pocos metros. Gracias
a Dios, no me he equivocado. Está aquí.
Es bello, imponente. De aterciopelada
piel color miel. Su lomo se alza poco más del metro y medio y en la cabeza
ostenta estupendas cornamentas. Como lo imaginé, está bebiendo. Está en
posición perfecta para acertarle sendo plomazo en su sien derecha. Esto, si
tuviera ya el rifle a la altura de mi ojo; pero no, aún lo tengo abajo, a la
cintura.
¡Cuidado! Seguramente ha sentido mi
presencia ya que levanta su cabeza de entre las aguas. Si, seguro se ha
percatado de que estoy aquí pues hasta voltea a verme. ¡Uf...! ¿Qué hago...?
¡Calma! Debo permanecer quieto. Quietísimo para no ahuyentarlo. Aunque no lo
veo inquieto. Ni siquiera intenta escapar. Permanece quieto, al igual que yo.
Aunque lo noto más bien impávido. Despreocupado. Será ciego, pienso falsamente
por un instante. Seguramente el aire está a mi favor. No me huele. No me
detecta.
Sin embargo, para mi sorpresa e intriga,
ahora miro que me mira. Nos miramos. Sí; y a pesar de ello, no se mueve un solo
centímetro. No nos movemos. Aunque yo en realidad me siento tensamente
estático, paralizado; veo que él simplemente luce tranquilamente impávido.
Aún dudo en dispararle con el rifle
abajo, a la altura de mi cintura. ¿Lo subo y le apunto tal y como el manual del
cazador indica?. Vacilo. ¡No sé qué hacer!. Él, en tanto, ni siquiera se
inmuta. Es más, vuelve a agacharse y mete reiteradamente su lengua entre el
agua del río.
¡Qué bruto es este animal! —pienso.
Lentamente, muy lentamente, voy subiendo
el arma hacia mi hombro. Él levanta nuevamente su cabeza desde la poza y me ve
de reojo. Me detengo un instante con el veintidós a medias. Él baja otra vez su
cabeza y continúa bebiendo. Nuevamente intento subir el veintidós. Él sigue
bebiendo. Finalmente, logro apoyar el rifle en mi hombro. El venado no ha
volteado más a verme. Continúa impávido, bebiendo sin prestarme la más mínima
atención.
Bebe totalmente ajeno a mi rifle, al
dolor, a la muerte, al instante. A mí. A todo lo que en este momento mi
presencia ahí debería significar para él.
Lo tengo justo en el centro de la mira y
la yema de mi índice acaricia suavemente el gatillo. Un leve jalón de mi dedo y
¡pum...!, inmediatamente lo veré abatido. Quizás se revuelque y gima de dolor
durante algunos instantes, pero nada más. Sin embargo, como no dándome
importancia alguna, como si mi presencia ahí en realidad no significara nada
para él, el majestuoso animal levanta su cabeza de entre las aguas por enésima
vez y se voltea completamente sobre sus cuatro patas para verme directo a la
cara. Osa enfrentarme, aunque percibo claramente que sin ninguna intención de atacarme.
Aunque tampoco de huir.
¡Pero qué bruto es este animal! —pienso
otra vez.
Con absoluta precisión distingo ahora,
totalmente en el centro de la mira de mi rifle, la mancha blanca que de entre
el miel de su piel resalta poco arriba del medio de sus ojos: justo la frente.
Nos separan no más de seis o siete
metros.
Inesperadamente siento que sudo. Que
sudo aún más. Sí... tiemblo, vacilo. Él, en tanto, permanece igual. Totalmente
impávido. Simplemente, como queriendo saber qué es aquello que frente a sí
tiene.
Sus ojos reflejan curiosidad, y a la vez
son extrañamente ingenuos. Pienso que ha de ser la primera vez que se encuentra
frente a frente con un ser humano. Incluso veo que inclina su cabeza levemente
hacia la derecha, como intentando
descifrar desde ese otro ángulo quién o qué soy.
Súbitamente, justo ahora que no hay más
nada ni nadie entre él y yo; cuando el silencio es total, absoluto, percibo que
con su ingenuo mirar y despreocupado estar, el venado me dice abiertamente que
aunque él es la presa, el animal soy yo, ya que él, tranquilo, en paz, en
armonía con la naturaleza, nada me hace, en tanto yo...
Sin saber a ciencia cierta si estuve a
punto de ser un animal más... o un humano menos, sonrío, bajo el rifle, lo
contemplo durante otro par de minutos y luego me doy media vuelta y emprendo el
largo camino de regreso a casa.
De reojo veo que continúa bebiendo.
FIN
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