El café de la mañana
El reloj sobre la pared indica las 6:55, por lo que debería
darme prisa; sin embargo, el de la vida marca las 23:30 aproximadamente, por lo
que la calma debe prevalecer.
En la cocina aún flotan destellos de la fragancia de las
naranjas que recién exprimí. Se mezclan en un ir y venir con el aroma de los
ajos, las cebollas, la pimienta, el tomillo y las hojas de laurel que, como
fantasma, empieza a levantarse en torbellinos de vapor de entre la cazuela
donde pronto pondré el trozo de carne de cerdo que preparo para el almuerzo
festivo del sábado. El sol atraviesa las ventanas. A pesar del viento gélido de
la época que estremece y doblega los árboles allá afuera, haciéndolos crujir
ocasionalmente, acá dentro se percibe la tibieza de la lumbre, alguna paz,
alguna armonía, quizá las mismas que han de sentirse en el vientre de la madre.
Las mismas que sin duda habremos sentido alguna vez sobre el vientre de la
amada.
Diminutos restos de naranja pululan aún dentro de mi boca.
Mantienen en un estado casi eufórico mis papilas. A pesar que tan solo son los estertores
de aquel jugo de frescas y aromáticas frutas que corté del árbol, allá afuera,
poco después del alba. El café inicia apenas a gotear sobre la taza.
Viejos y hasta deshilachados retazos de mi vida se esfuerzan
por cobrar vida de manera inusitada cuando cocino. Esta mañana de octubre, de
contrastes de clima y de aromas y sabores, en jueves, no es la excepción. Son retazos
de memoria que una y otra vez, y cientos de veces más, he intentado guardar de
manera ordenada dentro del añejo cajón de madera y arrojarlo en el desván, con
la esperanza de dejarlos ahí hasta después de cuando el reloj de la vida indique
las 23:59:59, pero mi esfuerzo ha sido vano, pues se resisten, y regresan.
Aunque solo durante la faena culinaria.
Quizá, al fin de cuentas, por fortuna; pues de no regresar,
me dejarían acá, aunque disfrutando del torbellino de aromas que mana desde la
olla, a solas. Bueno, casi a solas, pues en la ventana, ahora que observo, está
Penélope. La gata que cuando Carolina me la obsequió era gata, y cuando la
llevé a operar, luego del bautizo, resultó ser gato. Pero como Penélope me
parece ambiguo, se lo dejé. Además, Carolina era feliz con ese nombre. Aunque
confieso, algunas veces no puedo resistirme, y también le hago vasectomía al
tal Penélope. Pero bueno, estaba con lo de mis recuerdos. Que por fortuna no me
abandonan. Y entonces, he yo acá, en la cocina, pletórico de recuerdos y aromas,
y con Pene en la ventana.
El reloj sobre la pared marca las 7:10, y recién he puesto dentro
de la olla el trozo de carne. Estimo que tres horas serán suficientes. El otro
reloj parece no mover sus agujas. Parece detenido en el tiempo; aunque con él
nunca nadie sabe. En un minuto puede recorrer la media hora que falta.
El café finalmente está preparado. Lo sé porque el sonido
del chorrito que caía en la jarrilla se ha apagado. Y la máquina ha dejado de
estremecerse y echar vapor. Convergió con lo único que podía converger. Con su
destino, justo en el momento. Como todos los días, cuando las agujas del reloj
pasean encima del 7 y el 12.
Toca ahora, una vez con la taza de café en mano y dando los
primeros sorbos, en tanto saco de la gaveta los huevos y del estante el cuenco y
el tenedor para batirlos, rescatar los colores de los retazos y otorgarles el
colorido que quizá cuando el reloj de la vida marcaba las 13:00 o las 14:00 horas, y que entonces les hacían lucir como lo que en realidad eran, más que recuerdos,
vida.
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