Tita, la gotita!!!
Tita, la gotita.
¿Cuál es el propósito de los ríos?
Si habiendo nacido en la cima de la
montaña, tan pequeños e insignificantes cual trencito de gotas, deben
constantemente descender y recorrer lenta y serpenteantemente laderas,
barrancos y llanuras hasta convertirse en imponentes y caudalosos torrentes de
agua que inexorablemente desaparecerán al llegar a su destino.
¿Por qué?
¿Cuál es realmente el propósito de
tanto tiempo empleado y esfuerzo realizado?
¿Cuál es su meta al momento de nacer
allá en la cima?
¿Morir?
¿Extinguirse?
¿Desaparecer?
¿Cómo es que crecen, si van hacia
abajo todo el tiempo?
Resbalarse por sobre la piedra le
tomaba mucho tiempo, pero en cuanto se soltaba y caía a la poza, se esforzaba
por llegar a la parte menos oscura, subir rápidamente a la superficie y
permanecer ahí para calentarse con los rayos del sol, y así, evaporarse para
convertirse en nube; cuando ya era nube, se enfriaba hasta ser gota de lluvia y
caía en la cima de la montaña; se colaba entonces por entre la tierra, piedras
y hendiduras, y finalmente llegaba a la oscura cueva en donde estaba la piedra
por la que nuevamente resbalaba para otra vez dejarse caer en la poza donde,
apresuradamente, se iba a la parte tibia, subía a la superficie para volver a
calentarse, evaporarse, volverse nube, ser lluvia, filtrarse, resbalarse, poza,
superficie, calentarse y demás, hasta cerrar “n” millones de veces el círculo.
Así era el día a día de una gota que
vivía en las altas montañas de los Alpes, entre la nieve, el hielo, el agua y
las nubes.
Durante esa monótona y aburrida rutina
conoció muchísimas otras gotas como ella. A varias las volvía a ver: en la
nube, en la lluvia, en la nieve, en la piedra o en la poza; sin embargo,
también dejaba de ver a una gran cantidad de aquellas. La mayoría se iba en un
pequeño tren que ellas mismas formaban y que, conforme avanzaba serpenteando
entre areniscas y guijarros, desaparecía paulatinamente en el corto horizonte,
cuando empezaba a descender hacia lo desconocido. A pesar que las veía partir,
algunas de aquellas gotas volvían nuevamente, ya al día siguiente, a los dos
días o, máximo, a los tres; después de ese lapso, era rara la gota que
regresaba a la poza de la cima de la montaña.
Pero esta gota de agua nunca quería
irse en el tren que sus amigas formaban; por lo que en cuanto veía que
empezaban a formarlo, se calentaba rápidamente con los rayos del sol y subía al
cielo como nube. Creía ciegamente que ese era su lugar: la cima de la montaña.
Y es que así le habían inculcado —Debes ir siempre para arriba, nunca para
abajo. Y esta gota así lo aplicaba: permanecía en la poza o iba hacia arriba,
pero nunca bajaba.
¿Por qué habría de irme hacia abajo en
ese absurdo tren? —se preguntaba.
Sin embargo, con el paso del tiempo,
uno de tantos días, Tita, que así se llamaba esta gota, pensó que ya llevaba
demasiado tiempo en ese asunto de poza, calentamiento, vapor, nube, lluvia,
etc. Se estaba hastiando realmente. Sus amigas siempre, algún día, se iban, y
ella volvía a quedarse sola. Iniciaba una nueva amistad con otra gota y lo
mismo: algún día, tarde o temprano, esa nueva gota amiga se iba para siempre y
otra vez Tita se quedaba sola.
—Quizá no sea tan malo ir un poco
hacia abajo. Debe haber algo muy atractivo allá abajo. Quizás el sol sea más caliente
y me permita subir aún más alto como nube. Sí, así ha de ser, por eso es que
mis amigas se van. ¡Cuán ingratas han sido que no me lo han dicho! —cavilaba
Tita, imaginándose simplemente fantasías de lo que aquel misterioso y
desconocido recorrido podría presentar.
Así, en cuanto tuvo oportunidad de
estar nuevamente en la poza y vio que las demás empezaron a formarse, ella
también se metió en la fila y ayudó a formar, por vez primera, el trencito que
bajaba de la montaña.
—¡Uy! Tan incomodo, tantas gotas; y
aquélla, ¡qué horrible, cómo se maquilla!. Y ésta que está a la par, ufff,
seguramente no se baño —murmuraba Tita quedamente para sí misma.
—¿Por qué no nos separamos un poco?
—reclamó gritando, al tiempo que se movía un tantito hacia la derecha y, ¡pum!,
se cayó del trencito. Éste se le iba, y ella no lograba subirse nuevamente. No
podía. Se quedaba atrapada en la poza. De inmediato intentó acercarse y subirse
nuevamente al pequeño tren, sin embargo, el esfuerzo y los rayos del sol ya la
habían calentado y se evaporó. —¡Caramba! Cómo es posible que no haya podido
subirme y formarme —pensaba, lamentándose. Y es que Tita ya estaba ilusionada
con hacer el viaje hacia abajo de la cima de la montaña en aquel trencito.
En cuanto cayó nuevamente desde la
nube como lluvia se apresuró por llegar a la poza y de inmediato nadó con
frenesí para llegar a las inmediaciones del tren y subirse en él. Ello a pesar
de sentirse sumamente molesta, pues estaba acostumbrada a nadar sola e
independiente; ahora le tocaba aguantar apretazones, malos olores, chismes,
gotas gritando, gotas llorando, etc. —¡Un desastre, pero bueno! ¡vámonos!
¡Quizá valga la pena! —pensaba, a la vez que se daba consuelo.
Para su buena suerte, esta vez sí
logró formar parte del trencito e inmediatamente empezó a viajar y a bajar
desde la cima de la montaña.
Durante su recorrido, rodeadas de
altos y verdes pinos al amparo de un límpido cielo azul, Tita, poco más
ilusionada, veía cómo se les unían nuevas gotitas, otras que se evaporaban y
algunas más se separaban y tomaban otro rumbo; era toda una nueva experiencia,
por completo. Conforme avanzaba, el trencito alcanzaba más y más velocidad.
De pronto, al salir de una de los
tantos recovecos por los que atravesaban, Tita vio con horror que desde una
pequeña ladera adyacente bajaba estrepitosamente otro enorme tren de gotas que
justo se uniría con ellas. —¡Uy! ¡No vamos a caber! —gritaba, a la vez que se
agarraba fuertemente de quienes iban a su lado.
El choque de los trencitos causó
conmoción total en todas las gotas. Sin embargo, una vez repuestas, se
percataron de que en aquel otro llegaban viejas conocidas e incluso familiares
que tenían mucho tiempo de no ver. La algarabía era tremenda. Tita se animó
muchísimo más cuando vio que también llegaba una vieja amiga, Laura. De
inmediato se pusieron a platicar.
Durante el trayecto, entre guijarros,
hojitas y ramitas, muchos otros trenes se habían unido a éste, y éste a otros,
y así las cosas, éste ya no era tan sólo trencito sino más bien un tren formal.
Muchas gotas decían que ya iban en riachuelo; otras, que aún no. En fin, lo que
sí era cierto es que iban más rápido y con más fuerza. —Siempre algo apretadas
—mascullaba Tita, aunque contenta de ir con Laura.
Después de dos días de descender entre
barrancos y laderas, por fin llegaron a una llanura en la que el río, entonces,
se hizo ancho y calmo. Ahí las gotas pudieron estar más cómodas. Había más
espacio. —¡Qué alivio! —dijo Tita, al tiempo que bostezaba y estiraba brazos y
piernas. Laura le sugirió que no se durmiera y que nadara hacia lo profundo.
Pero Tita, ignorando el consejo, se dedicó a nadar por ahí, cerca de la
superficie dado que tenía curiosidad por ver cómo era el lugar. Y así, cuando
menos se lo esperaba, ¡puffff!, se evaporó nuevamente.
—¡No! —gritaba desesperadamente—Otra
vez para arriba no. Yo quiero bajar, quiero bajar —se oía a lo lejos, sin
embargo, era demasiado tarde: Tita subía inexorablemente, como nube, al cielo.
Una vez en las alturas, en cuanto se
enfrió y volvió lluvia, se dejó caer nuevamente. Ya no cayó en la cima de la
montaña sino más bien cerca de la llanura donde recién se había evaporado. El
único inconveniente era que esto fue casi dos días después; Laura ya se había
adelantado y estaría muy lejos.
Sorprendida, vio que no había poza por
ningún lado; estaba completamente sola. Instintivamente se puso a rodar
despacio, dejándose llevar siempre para abajo.
—¿Qué contradicción?, tengo que ir
para arriba, pero ahora me gusta ir hacia abajo —pensaba. —¡Si me viera mi
madre! —suspiraba.
Rodó y rodó y rodó hasta que
finalmente cayó dentro de un agujero en la tierra del cual no podía salir.
Estaba presa; por más que se estiraba, no lograba alcanzar la orilla. Estaba a
punto de ponerse a llorar cuando de pronto ¡plush! le cayó otra gota encima.
—¡Caramba! ¿Qué sucede? —se preguntó. Aún no se reponía del tremendo golpe
cuando le cayó otra a su par y luego otra y otra y otra, hasta que el pequeño
agujero se llenó y rebasó de gotas. Así, pudo nuevamente nadar hasta la superficie
y organizar un nuevo trencito de gotas que, ahora, ella misma dirigiría. Había
aprendido a hacerlo cuando salió de la
poza, allá en la cima de la montaña.
Dirigiendo ahora su propio trencito
hacia abajo, siempre hacia abajo, rodaba y rodaba. Las demás gotas la seguían,
despacio pero constantemente. Se les unían otros trencitos y ellas a otros; y
así, paulatinamente, se convirtieron en riachuelo otra vez. Y conforme más
gotas se les unían, más rápido iban y más contentas estaban todas. Ella se preguntaba
cómo era posible que estuvieran tan contentas si no iban para arriba, pero
bueno, ya le estaba agradando ir hacia abajo, aun y que no sabía por qué sentía
tal agrado.
Para su enorme sorpresa, pronto vio
que llegaban a la misma poza en que se había evaporado la última vez. Entonces,
tomando en cuenta lo que antes le sucedió, y previéndolo, inmediatamente se fue
hasta el fondo.
Recordó, estando ahí acurrucada entre
las piedras y guijarros de la poza, que sus amigas le habían ayudado a salir
del agujero; y ahora, a evitar que se evaporara. Esto le hizo pensar que ya no
debía ser tan esquiva ni egoísta como solía. Procuró hacer amistad con algunas,
y cuando menos lo pensaba, ya estaba envuelta en una amena charla con seis u
ocho de ellas. Ya en confianza, Tita les preguntaba —¿Qué hay más abajo? ¿Por
qué quieren bajar más? —Las otras únicamente se reían y murmuraban entre sí. A
Tita no muy le gustaba tantos secretitos entre ellas, aunque pensando en
mejorar su relación, optó por reír de igual manera. No entendía nada de lo que
acontecía y optó por dejarse llevar. Ya vería qué sucedería más adelante.
Al final de esta enorme poza salía
también otro riachuelo. Éste ya estaba formado y no se detenía un solo
instante; así, si Tita y sus amigas querían continuar su viaje, tendrían que
subirse rápido y todas al mismo tiempo para no perderse unas de otras. —A la
una, a las dos y a las tres— dijo Tita, y todas brincaron al unísono subiéndose
al riachuelo.
Estaban felices. Nadie se evaporó y
todas iban juntas, afortunadamente.
El riachuelo, en su largo y rápido
curso entre nuevos recovecos, pequeñas cascadas y no pocas rocas, pronto llegó
a otra poza, aunque de muchísimo mayor tamaño que todas las antes conocidas.
Era de verdad inmensa.
—Estamos en la laguna. —decían unas,
—No —decían otras — aún falta. En fin, Tita no sabía en dónde estaban, pero
eran miles y miles de gotas reunidas. Ahí conoció a otras que, como ella misma
anteriormente, también se negaban a abandonar esta inmensa poza. Se veían
avejentadas, infelices. No se juntaban con nadie y vivían solitarias. Se
evaporaban, se volvían nube, llovían sobre esa laguna y nuevamente el ciclo de
nunca acabar. Jamás intentaron atravesar siquiera la laguna hasta el otro
extremo, mucho menos subir e irse en el enorme tren que ahí se formaba. Tita se
mostró sumamente sorprendida. Impresionada, en verdad. —Menos mal que no me
quedé allá arriba. ¡Qué horror! Pobres gotas, se les nota que no son nada
felices —se decía.
Cautivó poderosamente su atención y se
emocionó muchísimo cuando sus amigas le contaron precisamente que al otro
extremo de la poza se formaba otro enorme tren. Mil veces más grande que los
que hasta ese momento ella conocía. Le resultó inimaginable por completo, pues
ni por asomo había viajado en uno así, tan grande y poderoso. A este tren ya le
llamaban rió, por completo. Y debían nadar hasta el otro extremo de la laguna
para llegar a donde se formaba. Una vez todas juntas, emprendieron la travesía.
Durante el largo trayecto, las otras gotas intentaban de una y mil maneras
explicarle en qué consistía el tal río, sin embargo, ella no podía ni siquiera
imaginárselo.
Con la curiosidad propia de las gotas,
nadó frenéticamente para llegar antes que sus amigas al mencionado nacimiento.
Y a pesar de que las otras le gritaban —¡Ey Tita, no tan rápido, espéranos!.
—Ella se reía sin prestarles atención.
Por fin, sus amigas la alcanzaron y
nadaron a su lado sin decir palabra alguna. Se reían y se hacían ojitos entre
sí. —¡Shhh! cállate —le decía Luisa a Fabiola —que no te vaya a oír—. Tita iba
muy confiada; nunca se imaginó la enorme sorpresa que pronto se llevaría.
Adelantito, a los pocos metros, sintió
primero una extraña sensación como un jalón hacia algún lado, pero no le dio
importancia. Luego, sintió como que iba hacia donde no quería. Se extrañó poco
más, pero rápido pensó que era su imaginación. Sin embargo, pocos segundos
después, sintió totalmente que ya no podía nadar. Sus brazos no la llevaban a
ningún lado. Ella quería ir para allá, pero era arrastrada al contrario. Se
asustó. Sus amigas, a su lado, a la vez que se burlaban de ella, trataban de
tranquilizarla. Sabían que nada le sucedería.
Un fortísimo —¡AAAAAY!— se escuchó en
toda la laguna cuando fue arrastrada junto con millones de gotas hacia lo que parecía
un enorme túnel: un gran tobogán. Habían llegado al nacimiento del río. Tita
sintió que las pupilas se le salían. La fuerza con que ese enorme tren la
jalaba le parecía la aventura más extrema que había tenido. La adrenalina le
brotaba por los poros.
Intentando denodadamente incorporarse,
sólo lo conseguía a medias, pues continuaba siendo aún arrastrada por esa
fuerza. Finalmente, con mucho esfuerzo y habilidad, logró acercarse a sus
amigas —¿Recáspita muchachas, y eso qué es? ¿cómo se llama! ¿Podríamos
regresar! — Ella estaba fascinada. Se comenta que de ese evento nacieron los
deportes extremos para las gotas.
Se asomaba intencionalmente a la
superficie para tratar de evaporarse y así regresar a la laguna en busca de un
nuevo paseo por el tobogán, pero la fuerza era tremenda y no lo lograba. El río
la envolvía y jalaba a las profundidades. No lograría evaporarse nuevamente; al
menos no ahí, en ese instante.
El grupo de amigas debía gritarse
entre sí para escucharse, pues el ruido del río era ensordecedor. Se desplazaba
con fuerza e ímpetu desde la laguna misma, como procurando llegar lo más rápido
posible a su destino.
A pesar del enorme aturdimiento que le
produjo la tremenda arrastrada del río, finalmente se tranquilizó.
Paulatinamente, la fuerza de aquel torrente también menguó, y con ella, su
velocidad. Sin duda llegaban nuevamente a alguna llanura; Tita se asomaba a la
superficie esperando evaporarse para regresar al fantástico tobogán.
Recordaba cuando inició el trencito,
allá, en la cima de la montaña. En aquel momento, por más que empujaban todas,
no siempre lograban quitar ni siquiera una pequeña hoja del camino; sin embargo
ahora, con cientos de miles de gotas más a sus lados, cargaban tremendos
troncos, rodaban enormes y pesadas rocas y gran cantidad de otras cosas. —¿Cómo
es posible! —se preguntaba. —Seguramente porque somos miles y estamos unidas
—concluía.
Meditaba en sus nuevas y
extraordinarias experiencias a la vez que en su antigua manera de vivir cuando,
repentinamente, sintió que flotaba en el aire —¡AAAAY! —gritó nuevamente. Caía
desde una gran altura. Sentía que flotaba, pero no se había evaporado; sabía
que no era lluvia. Caía y no sabía por qué. —¿Qué sucede? —preguntaba a las
demás. Sin embargo, en ese momento, sus incontables amigas y muchas otras gotas
se habían separado bastante y, ¡pufff!, Tita volvía a evaporarse junto con
millares de gotitas como ella; sin embargo, esto le provocaba ahora inmensa
felicidad, pues podría volver a pasar por el nacimiento del río que parecía
tobogán.
Ya como nube, observando desde allá en
lo alto, buscó inmediatamente la laguna donde nacía el río y, al verla, se dejó
caer. Rápidamente nadó hasta donde antes sintió que era arrastrada y se dejó ir
nuevamente. Disfrutó todos y cada uno de los vaivenes, estirones y zarandeos
que pasó en el nacimiento del río, tanto como si fuera la última vez que lo
haría.
Cuando finalmente pasó la algarabía
del momento, sintió tristeza por las amigas que se habían adelantado y que
probablemente no volvería a ver nunca. —Bueno, debo hacer nuevas amistades.
Debo ser más social—se dijo. Así, en cuanto llegó al remanso, previo a la
cascada donde se había evaporado la última vez, se puso a platicar con todas
aquellas que se le atravesaban.
Al aproximarse otra vez a la cascada,
se situó entonces en medio del enorme caudal de agua para no volver a flotar y
evaporarse. Sus amigas le explicaron que esa era una de las muchas cataratas
que el río formaba para acortar camino y llegar más rápido. Tita estaba
boquiabierta: era una experiencia sensacional. —De lo que me habría perdido si
nunca hubiera intentado salir de la poza de la cima —pensaba, irradiando vivaz
alegría en sus redondos ojos azules.
El impetuoso río descendía
majestuosamente a la vez que recibía con agrado a otros riachuelos que bajaban
de las laderas y montañas por las que atravesaba. Crecía más a cada instante;
se hacía más poderoso.
De pronto, Tita se percató de que ya
no se desplazaban con tanto ímpetu. A pesar de que eran miles y cientos de
miles de gotitas, iban más despacio y ya no debían gritarse entre sí para
escucharse. El río casi se detenía.
—¿Otra laguna? —preguntó
—No —respondieron sus amigas —ahora
tendremos que esforzarnos y luchar para continuar nuestro viaje.
—¿Cómo así?— preguntó nuevamente
—Verás —dijo Fabiola —ahí adelantito
el hombre construyó una enorme pared de piedra que impide que nosotros
avancemos libremente; únicamente dejó un pequeño agujero en el que hay unas
ruedas de hierro que debemos empujar para pasar al otro lado. Una vez la
pasemos, continuaremos nuestro alegre camino sin más interrupciones.
—¿Y por qué no nos unimos todas y
votamos esa gran pared? —propuso Tita —. Lo hemos intentado varias veces, todo
el tiempo, pero es mucho más fuerte que nosotros. Ya verás como llegas cansada
y fatigada al otro lado —le contestaron.
Conforme avanzaban, la situación era
más y más incómoda. Nuevamente eran miles y miles de gotas, pero ahora no
lograban avanzar más allá de un metro o menos en cada intento que realizaban;
la estrechez y el congestionamiento eran tremendos. Con los rayos del sol justo
encima de ellas, muchas se evaporaban. Tita tenía tanta curiosidad por ver
aquellas extrañas ruedas de hierro que para evitar cualquier evaporación se fue
al fondo del inmenso remanso de agua.
Ahí, trataba de rodar con fuerza, pero
era tan difícil que debía incluso asirse fuertemente de las otras gotas. Todas
ellas, juntas, tanto para los lados como para arriba y hacia abajo, al igual
que para adelante y hacia atrás, empujaban. Empujaban con todas sus fuerzas.
Estaban mucho más apretadas. Nunca antes Tita se había sentido así. Estaba a
punto de subir a la superficie y evaporarse cuando otras gotas le suplicaron
que las ayudara y jalara, pues ya no soportaban. Tita se percató de que sus amigas
la necesitaban, tal como ella las necesitó antes. Decidió continuar haciendo
ese gran esfuerzo por avanzar. Empujaba, sudaba, gemía. Era un ajetreo
tremendo. Estaban juntas nariz con nariz y hombro con hombro todas, amigas y
desconocidas. Era imposible que ahí cupiera una gota más.
De pronto, una vertiginosa fuerza las
arrastró a gran velocidad. Ésta era muy superior a la del río. Las jalaba con
intensidad y las estrellaba contra paredes, hierros, otras amigas y,
finalmente, ¡poshh!, las aventaba desde aquellas máquinas en un chorro
fuertísimo. Tita daba paradillas al igual que todas las demás gotas; no sabía
en dónde estaban sus brazos ni sus piernas ni su cabeza. Esa fuerza era mil
veces más poderosa que el río.
Cayó, finalmente, junto a otras muchas
gotas que de inmediato y a gran velocidad formaban nuevamente el río. Al rato,
Tita pudo componerse el vestido y las medias; había perdido un zapato y estaba
despeinada y despintada. ¡Caramba! —se decía, aún entre alguna turbulencia que
persistía.
Continuaron su recorrido descendiendo
a través de las montañas. Nuevas cascadas, lagos, presas y lagunas cursaron
durante varios días. El sol era ya un compañero más constante y se observaban
menos nubes, a pesar de que miles de gotitas se evaporaban a cada instante.
Fue en una de esas nuevas cascadas
donde Tita finalmente pudo formar parte de un paisaje que anteriormente
únicamente había apreciado desde lejos.
Al caer desde las alturas de una
catarata, junto con miles de gotas amigas, flotaban casi como que fueran nube,
aunque sin haberse evaporado. El sol las atravesaba entonces con sus rayos de
luz y, como por arte de magia, unas se teñían de rojo, otras de amarillo, otras
azul, naranja, verde, violeta y añil. Formaban, todas juntas nuevamente, un
precioso arco iris que se extendía de orilla a orilla de aquel poderoso río.
Ser parte de ese paisaje propició que
se sintiera sumamente emocionada y orgullosa de ser gota y formar parte de ese
gran equipo. Nunca, jamás, ella sola podría haber formado tan espectacular arco
iris. A la vez, continuaba pensando en cómo estaría si se hubiera quedado allá,
en la cima de la montaña.
El río, poco a poco, se fue haciendo
más ancho y menos profundo; era más cómodo y relajante. La velocidad e ímpetu
aminoraban; atravesaban grandes ciudades y pequeños pueblos. Pasaban bajo
estrechos y antiguos puentes de piedra y también bajo enormes construcciones
modernas de hierro. El desplazamiento del río era bastante pausado,
probablemente estaba cansado de tantos kilómetros y kilómetros de recorrido.
Notó Tita que cargaban pequeños y
grandes objetos en la superficie; algunos de ellos iban en silencio,
suavemente; otros, se desplazaban velozmente, revolviendo las aguas tras ellos,
con hélices que alborotaban a sus amigas gotas y a ella misma si se descuidaba.
En uno de los remansos, Tita escuchó
el rumor de que pronto llegarían al mar. ¿Qué será eso? — se preguntaba, en
tanto observaba a unas gotas acicalándose y arreglándose los vestidos y otras,
las blusas y los jeans. Sin demora, Tita también empezó a arreglarse. Se pintó
las uñas, hasta las de los pies; usó un colochero para el pelo y en fin, se
puso fenomenal, aunque tampoco sabía a ciencia cierta por qué o para quién.
El desplazamiento del río era aún más
lento ahora. Parecía que costaba más avanzar; sin embargo, ahí seguían todas,
contentas, sin prisas ni aturdimiento alguno, y muy bien vestidas. Parecía que
iban a una fiesta.
Un débil murmullo en la distancia
llamó la atención de Tita, aunque rápido vio que las otras gotas continuaban en
calma, tranquilas. —No vuelvo a caer de tonta —se dijo a sí misma, preparándose
para lo peor.
El río seguía lentamente su curso y el
murmullo principiaba a ser ensordecedor, aunque se percibía distante. Era como
un retumbo; a veces constante, y a veces espaciado.
A los pocos minutos, todas las gotitas
empezaron a aplaudir y algunas a chiflar. ¿Qué sucede? ¿Se han vuelto locas?
—preguntó Tita. —¡No! —gritaba Fabiola desde muy atrás. —¡Estamos llegando al
mar!. Ahora ya no seremos simplemente un río, ¡ahora seremos todo un mar!
—gritaba festejando.
Eran ahora millones, miles de millones
de gotas las que veía Tita. Había gotas de todos los colores y formas. A
algunas no se les entendía lo que decían. Otras iban con unos vestidos raros y
algunas otras casi sin ropa. Tita estaba impresionadísima, nunca se imaginó,
cuando vivía allá en la cima de la montaña, que existieran tantas clases de
gotas en un solo lugar. Pero eso sí, la mayoría de ellas eran saladas, según
percibía cuando pasaban a su lado.
¡Qué lindo es el mar! —gritó Tita
emocionada.
¡No! —le corrigió Miriam que había
aparecido por ahí. —¡Nosotras somos las lindas, pues nosotras somos el mar!
El río baja, crece y se esfuerza para
ser más. Ya no simplemente río, sino mar. Toda una espléndida mar.
FIN
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