La enorme morgue
Esta
mañana, que desde mi lecho percibía ya como lúgubre y fría, extraña, me llevó a
escuchar que también el habitual trino y jolgorio matinal de las aves era
distinto. Sonaba melancólico, lastimero. Como arrastrándose pesadamente,
lánguidamente, paulatinamente, hasta extinguirse por completo. Luego, otra ave
se dejaba escuchar apenas, hasta que poco a poco también su débil trino cesaba.
El
frío realmente se percibía en el ambiente. Al no más asomar la nariz fuera de
las chamarras se respiraba un aire seco y helado. Yo hubiera seguido metido
entre nuestra tibia cama, junto a Lucía, de no ser por aquel inusual canto de
los pájaros. Me obligaba a levantarme y ver qué sucedía.
Más
despierto y lúcido, aunque sumamente extrañado por el insólito fenómeno, sin
causar ruido para no despertarla, me acerqué a la ventana para ver qué ocurría
afuera. Sigiloso, corrí las cortinas y asomé mi cara por entre las viejas y
maltrechas persianas.
El
cielo se percibía muy nublado. Nublado como de puro invierno a las seis de la
tarde; sin embargo, apenas eran las seis y cuarto de la mañana de uno de los
tantos días de diciembre. Debería estar completamente despejado y soleado.
Los
cenzontles, los zanates, los clarineros, todos por igual, estaban acurrucados,
cabizbajos, sobre las pelonas ramas de la jacaranda que da a nuestra ventana.
Su trino era apenas perceptible, y muchos ya ni siquiera se movían. No pocos
yacían al pie del árbol, sobre la grama. Seguramente, muertos.
También
la jacaranda misma lucía distinta. Sus ramas se veían grises, tiesas, secas. De
no ser por el tenue viento que mecía su copa, daba la impresión de ser una
jacaranda inerte. Muerta. También.
Me
recordé entonces de mi chucho. Un brillante y fulgoroso dálmata. A esas horas
siempre ladraba y lloriqueaba por su urgencia de salir a remarcar su violado
territorio a las afueras de la casa, sin embargo, ahora, no se le escuchaba en
absoluto.
Aturdido
por el espectáculo de los pájaros bajé de inmediato al garaje donde el chucho
pasaba la noche. Ahí estaba. Dentro de su casa, echado, aunque temblando de
frío, sobre la vieja alfombra. No había plumas de pájaro cerca, por lo que
intuí que no se había comido alguno, aún.
Pero tampoco salió a encontrarme. Es más, ni siquiera se levantó, como
siempre lo hacía.
Una
sola pizca de viento no había ahí abajo. No se movían las azaleas ni el
nazareno. La palma enana estaba totalmente quieta. Completamente ajena a lo que
le rodeaba. El ambiente se percibía muy frío. Un frío inusual. Seco.
Sólo
los altísimos árboles de enfrente mecían sus copas suavemente ante un
misterioso y casi imperceptible viento que silbaba tenuemente en las alturas.
Los
muchos pájaros que siempre, cuando yo salía al zaguán, alzaban el vuelo
asustados, ahora permanecían ahí, inmóviles, indiferentes a mi presencia. Cerca
de diez de ellos habían caído sobre la grama.
Me
acerqué a verlos. Sí, estaban muertos. Bien muertos. ¿Qué era eso? ¿Qué estaba
pasando? Pero aún más, ¿qué podía yo hacer?
El
sombrío panorama y el gélido cierzo me obligaron finalmente a entrar rápidamente
a casa para prepararme de mejor manera con alguna vestimenta. A los pocos
minutos salí otra vez, aunque ahora con el traje deportivo que siempre he usado
para salir a caminar con mi chucho al lado. También una gruesa chumpa y varias
bolsas plásticas para meter en ellas a los pájaros muertos.
Al
acercarme a ellos y observarlos comprobé que aún no tenían gusanos. Recién han
muerto, pensé. ¿Por qué morirían?
Una
vez a media calle vi entonces hacia el cielo. Tenía la apariencia de una gran
morgue. Estaba completamente nublado. Un nublado liso, parejo, gris, gris
oscuro. Era lúgubre, amenazador. Del sol, ni hablar. No se le veía por ningún
lado. El viento continuaba silbando allá, en las alturas.
Tampoco
había alguien más en los alrededores. No miraba a la señora que a esa hora
pasaba por la calle con su elegante perro blanco que nunca le hizo caso.
Tampoco estaba mi gata. A lo largo de toda la calle no se veía un alma. Insté a mi chucho a salir. Ni se movió. Agitando
y mostrándole la cadena con que siempre lo sacaba a pasear, insistí, pero nada.
Sólo miré que me miraba. Me veía, sí, pero con una gran tristeza en sus ojos.
Como de alguien que se aleja. Que se va. Una mirada baja, sin rencor, pero
también sin ilusión. Como diciéndome que me perdonaba por lo que algún día pude
haberle hecho, aunque a la vez sentí que pedía mi perdón.
¡Extraño!
— fue lo único que atiné a pensar.
Ingresé
nuevamente a casa para encender la radio. No había electricidad. Diablos — me
dije. Pasé viendo, uno a uno, a la seca y a los niños. Dormían aún. Todos bien
cobijados, enroscados entre sus chamarras.
Salí
nuevamente al jardín para buscar el diario, pues tampoco lo había encontrado
cuando estuve ahí minutos antes. Finalmente lo vi. Estaba completamente alejado
de donde acostumbraba caer cuando el repartidor lo lanzaba desde su moto. Al
levantarlo de entre las plantas, aún entre la bolsa plástica, de inmediato lo
sentí muy delgado. Con muy pocas páginas. Me extraño también.
Por
lo demás, todo estaba igual ahí afuera. El chucho, los pájaros, salvo porque
ahora eran menos los vivos y más los muertos,
el nazareno, las azaleas, todo. Todo igual. El cielo, más liso aún.
Parecía una infinita plancha de mármol gris oscuro, muy oscuro. Casi negro.
Intenté
encender las luces del comedor. Aún no había electricidad. Saqué entonces el
diario. En ese momento me percaté de que en realidad era sólo una hoja.
Únicamente una hoja doblada por la mitad. Me acerqué entonces a la ventana para
poder ver mejor y leerla. En lo que se suponía la portada, el titular erizó mi
piel: el sol se hiela.
“El
sol se hiela”, y a continuación, una enorme fotografía del astro rey. —¡Puta!
¿cómo así? — me pregunté.
Rápidamente,
abrí esa única hoja buscando la noticia en el interior. Ahí, en ella, en letra
un poco más grande, decía: “Hoy, cuando usted se encuentre leyendo estas
líneas, que han sido las últimas que escribimos, el sol habrá iniciado su
autodestrucción y, por ende, un drástico descenso de su temperatura” Luego, en
letra normal, continuaba la noticia. “Efectivamente, anoche, a última hora, el
señor Presidente de la República informó que en la Reunión Mundial Urgente a
que asistió días atrás en la ciudad de Washington, Estados Unidos, se le hizo
saber, al igual que al resto de gobernantes del mundo, por parte del mismo
Presidente de los Estados Unidos, que: según las últimas observaciones y
mediciones efectuadas por diversos observatorios terrestres y espaciales, hoy,
a las 02:35 hora local (10:35 GMT), aproximadamente, la estrella que durante
siglos permitió la vida en este planeta, el sol, ha iniciado su propia
destrucción masiva. Los científicos aún no se explican qué sucedió, sin
embargo, es un hecho que la temperatura está en estos momentos descendiendo
paulatinamente. Tal descenso de temperatura está provocando, desde las 02:45
aproximadamente, una reducción considerable del calor que el planeta Tierra
recibe. En el transcurso de las próximas 48 horas la temperatura ya no será
suficiente para mantener la vida tal y como la conocemos…”
Sólo
eso pude leer. El entendimiento se me nubló. Me aturdí. Tomé nuevamente aquella
hoja y la leí otra vez. Quería pensar que no era cierto, pero sí, ahí, entre
mis manos, aquel diario me revelaba una inesperada realidad.
En
uno de los pocos comentarios adicionales a la noticia, había toda una serie de
explicaciones y “recomendaciones” para los últimos momentos.
Aconsejaban,
principalmente y sobre todo, no tratar de escapar. No había lugar alguno a
dónde ir. Sería mejor permanecer en casa, así se sufriría menos. Se tendría más
calor, el calor de la familia, hasta el último momento. Además, en caso la
tendencia a la baja temperatura se revirtiera, lo cual era casi imposible,
advertía la misma nota, siempre sería más seguro permanecer en casa. Se
insistía particularmente en que no había ningún sitio en la Tierra que fuera
capaz de mantener temperaturas adecuadas para la vida ante la ausencia de los
rayos del sol.
Finalmente,
advertía la nota, al filo de las doce del inmediato mediodía, empezaría a ser
imposible la vida para muchísimos de los habitantes del planeta, principalmente
para aquellos que viven en las regiones polares. La agonía sería más larga en
los pueblos ubicados sobre el Trópico. En ellos la vida sería posible hasta las
catorce o quince horas de este mismo día, aproximadamente.
—¿Cómo
va a ser posible? —Me pregunté.
Vi
detenidamente el diario otra vez para comprobar que no se trataba de alguna
broma de mal gusto u otro pésimo truco publicitario, pero no. Nada de eso. El
diario, la noticia, eran reales. De una sola hoja, pero real.
—¿Qué
hago? —Intente pensar. ¿Despierto a los niños? ¡No!. ¿A mi mujer? No, para qué.
No, Dios mío, esto no puede ser. Nunca me preparé para un momento así. Siempre
he pensado en mi muerte y en la de alguno de mis familiares, pero nunca en la
muerte de todos juntos. Mucho menos en la extinción del planeta así por así.
Jamás.
Siempre
pensé que cualquier acontecimiento de esta naturaleza, como en las películas,
sería descubierto por los gringos o quién sabe por quién, con años de
antelación. No podría suceder durante los próximos cincuenta años. No durante
mi vida acá en la Tierra. Ese sería un problema de las muy lejanas generaciones
venideras. Nunca uno mío.
Los
viajes a la Luna, los intentos por ir a Marte, el transbordador, las estaciones
espaciales y demás, todo, todo eso era una farsa. No habían servido para nada.
— Justificaba, tratando de culpar a alguien.
El
no estar enterados con suficiente tiempo de antelación a un evento de tal
naturaleza, de vida y muerte, era una tremenda demostración de que los avances
científicos del hombre, particularmente los del espacio y el cosmos, habían
fallado. No era posible entonces la noticia. Tenía que haber algún error.
Pero,
¿y el día? Sí, el día presentaba un aspecto desolador. Además, los pájaros. Era
cierta. Sí, la noticia efectivamente era cierta. No había dudas. ¿O sería una
coincidencia?
Intenté
llamar por teléfono a mi hermana. La línea estaba muerta. No podría hablar con
mis padres tampoco ni corroborar la noticia con alguien más.
Salí
nuevamente a la calle. Igual. No había nadie. Nada. Las calles estaban
totalmente vacías.
Desde
media calle volteé para ver hacia la casa. El chucho se había levantado pero no
se movía. Se volvió a echar cuando me vio entrar nuevamente.
Recién
entraba a casa cuando alguien llamó a la puerta. Presuroso salí. Era don
Alfonso, mi vecino de enfrente. —¿Ya supo la noticia? —me preguntó.
—¡Sí,
don Alfonso! Pero, ¿cómo va a ser eso posible? —pregunté.
—Pues
sí Guayo. Ya nada se puede hacer. —Sólo eso dijo. Sus ojos se inundaron de
lágrimas y dio vuelta atrás, hacia su casa. Se marchó. Con un nudo en la
garganta y un torrente por cubrir mis ojos, rápidamente di la vuelta para
entrar yo también a mi casa. Pero antes vi que los carros de los hijos de don
Alfonso estaban ya a las afueras de la casa. Seguramente se habían reunido para
morir juntos.
Mareado,
aturdido, entré nuevamente a la casa. La noticia estaba totalmente confirmada
por mi vecino de enfrente.
—Seca,
seca…! —Dije quedamente a mi mujer. —Despierta, mi amor. —Dándose media vuelta
sobre la cama, y aún sin abrir los ojos, ella
—¡Qué frío hay! ¿por qué no te recostas otro ratito acá conmigo?
—No
seca. No se puede. ¡Óyeme! Mejor levántate. Tenemos que hablar. Hay un problema
serio. Muy serio.
El
reloj marcaba entonces las seis de la mañana con catorce minutos.
Percibiendo
mi angustia, brincó desde la cama prácticamente.
—¿Qué
pasa? ¿Por qué estás llorando?
—Mi
amor, —dije entre lágrimas, —Se acaba. Todo se acaba.
—¿Qué?
¿Qué estás diciendo? ¿Qué te sucede? ¿De qué hablas? —Pregunto adormitada, extrañada,
asustada, al tiempo que presurosa se levantaba y ponía una bata.
—Seca
divina, no puedo. No puedo. Ven, vamos abajo y te enseñaré.
—Pero
dime, —decía aturdida en tanto se levantaba, —¿Qué pasó? ¿Los niños? ¿Están
bien los niños? ¿En dónde están?
—Sí,
mi amor, los niños están bien. No te preocupes. Ven, vamos abajo, al comedor, y
platicamos.
—¿Mi
mamá? ¿Qué le pasó a mi mamá?
Finalmente
logré que llegara conmigo a la sala, donde tranquilizándola, se sentó
finalmente. Llevé el diario y le enseñé el encabezado. La abracé.
Principió
a leer. —¿Qué? ¡Ah la gran diabla!
—Espetó. No lo creía. Me veía con su característica expresión de incredulidad.
Yo ya lloraba. Ella, aturdida, conmocionada, mordiéndose los labios, también
empezó a llorar.
—Sí,
mi amor, no sé qué hacer! ¿Qué piensas? ¿Despertamos a los niños?
—No.
Espérame. No, no sé qué podemos hacer. Dame un vaso con agua, por favor. Y
vamos a ver a los niños.
—Sí,
pero en silencio. Es mejor que no se despierten aún.
—No.
Mejor vamos afuera. Salgamos. —Dijo, dirigiéndose inmediatamente hacia la
puerta.
—Escucha,
mi amor, hay mucho frío. Ponte este sweater y la chumpa, —le advertí al tiempo
que le daba las dos prendas.
—Sí,
gracias. Me pondré unos pants también.
—Ahorita
te los traigo.
Afuera,
en el jardín, con el chucho al lado y los pájaros muertos sobre la grama, que
ya eran como veinte, nos abrazamos. Nos fundimos en un abrazo que en silencio
decía te protejo, te cuido, te quiero. Un silencioso abrazo, a la vez, de
despedida.
Quiso
también salir a ver a la calle. Lo hicimos. No había nadie. Estaba
completamente desierta. De pronto recordó a su anciana madre y a su abuela.
Estalló en un llanto triste. Muy triste. De inmediato intentó llamarlas por
teléfono, pero no había comunicación. Me suplico con sus ojos porque fuéramos a
verlas. Pero bien sabía ella que no era posible. No llevaríamos a los niños, y
mucho menos los dejaríamos solos.
El
frío era cada vez más intenso, y el viento arriba, por sobre las copas de los
árboles, se escuchaba ulular aún más fuerte.
Ingresamos
lentamente a casa. Cabizbajos. Llevábamos ahora con nosotros al chucho, quien
finalmente se incorporó y se nos pegaba constantemente a nuestras piernas en
busca de calor.
Ella
insistió en que viéramos cuánto gas propano teníamos aún en la cocina. Para no
crearle falsas esperanzas, le dije que ya casi nada.
Nos
preparamos sendas tazas de café y nos sentamos a la mesa, en el comedor.
Debíamos aclarar nuestras ideas. Nuestros pensamientos. ¿Qué haríamos?
La
fantasía y la ficción nos traicionaban, aunque también nuestro instinto de
sobrevivencia. Así, surgió la idea de irnos hacia el volcán de Pacaya. Con su
ardiente lava tendríamos calor suficiente. La convencí de que no era factible,
pues los gases nos matarían. Moriríamos de peor modo, seguramente.
Pensamos
en encender mucho fuego, en abrigarnos bien, permanecer juntos, darnos calor
mutuamente; sin embargo, finalmente, todo resultaba siendo vano. Optamos por
continuar con normalidad, como que nada fuera a suceder. Procuraríamos no
transmitir a los niños nuestro pánico, nuestra miseria, nuestra desgracia ante
la inevitable realidad.
El
cielo, lejos de aclarar, paulatinamente había ido adquiriendo un tono cenizo,
oscuro, muy oscuro, a pesar que mi reloj apenas marcaba las 7:34 de la mañana.
Las pequeñas velas que recién encendíamos y que brillaban tenuemente serían
extinguidas en pocas horas por algo contra lo que no podíamos luchar. No íbamos
a contribuir haciéndolo más difícil. Simplemente, nos propusimos permanecer
todos reunidos. Juntos. Darle a nuestros hijos calor, alimento, y sobre todo,
amor. Mucho amor. El sol se extinguía y nada más podíamos hacer.
Era
una dimensión totalmente desconocida. Una dimensión a la que nunca, nunca,
imaginamos enfrentaríamos.
Ya
no tendríamos más el mechón de pelos de José en nuestras manos y tampoco las
tiernas manitas de María, apenas recién de siete meses de edad. Eso se acabaría
en pocas horas para siempre.
Ya
no habrían más mañanas frías en las que me cobijara con el tibio cuerpo de mi
mujer, ni alegres sonrisas de ¡Buenos días! Tampoco la taza de café y trocitos
de mazapán en cama los domingos por la mañana, como tampoco sacudidas de María,
nuestra bebé, cuando dormía entre nosotros.
No
volvería a disfrutar de la sonrisa sincera y cariñosa de mi viejo y tampoco de
las manos gruesas y blandas de mi madre.
No
habrán ya más caídas de sol en lontananza ni veranos calurosos e inviernos
copiosos. Tampoco rosas, que tanto nos gustaban, mucho menos un día soleado
como el que apenas ayer tuvimos.
Todo,
todo se acababa.
—¿Cómo
es posible?
—¿Qué
reclamas? —Me dijo Lucía, mi seca, con los anegados de lágrimas.
—¿Pues
cómo que qué reclamo?
—Pues
sí —me dijo, y agregó— algún día tenía que suceder. Lo dice la Biblia, el
Corán, el Talmud y todas esas grandes guías de la humanidad. Además, acuérdate,
siempre hemos sabido que las estrellas se acaban. Se extinguen. Nos lo
enseñaron desde la primaria.
—Pues
sí, pero no así, mi amor. Sin que lo supiéramos con más tiempo.
—Hmm,
¿ya pensaste en que pasaría si nos lo hubieran dicho ayer? ¿O anteayer? ¿O seis
meses antes? ¿Te imaginas cómo hubiéramos pasado todo este tiempo? ¿Hubieras
ido a trabajar? ¿Habrías ido a misa los domingos? ¿Qué hubiéramos hecho
realmente?
—Bueno,
pero es que así al menos...
—¿Al
menos qué...? No mi amor. Nada de nada. Nos hubiéramos muerto de desesperación
y angustia. Sería mil veces peor. Gracias a Dios no nos avisaron. Así tenía que
ser. Ellos ya lo sabían. ¿Cómo vas a creer que no? Lo que sucede es que no se
puede hacer nada en contra. Es exactamente igual a lo que nosotros estamos
haciendo con los bebés. Por qué los vamos a martirizar las pocas horas que
quedan. No mi amor, ya lo sabíamos, pero nunca quisimos aceptarlo. Es
irremediable. Se acabó.
A
las afueras la oscuridad era profunda. La temperatura había descendido
bruscamente y el ambiente era cada vez más frío. Mucho más frío. El viento
ululaba trepidante y poderoso, ya sobre el techo de la casa, arrastraba mil
plegarias y mil perdones, mil súplicas y mil arrepentimientos.
Nos
refugiamos en nuestra habitación. Entre las cobijas de la cama. A José Y María
los pusimos en medio, justo entre nosotros. A nuestro lado, en el suelo,
dejamos al chucho. La gata no apareció.
Teníamos
de todo en esa habitación, y en nuestros corazones, pero afuera, no había ya
absolutamente nada.
Me
preparé con algunas candelas y velas, latas de comida, agua, algunas sopas y
demás en la habitación, aunque no sabía si tendríamos tiempo aún para
consumirlas. Tapé las ventanas con tablas y chamarras para no dejar escapar el
calor; sin embargo, para observar hacia fuera, dejé una pequeña rendija que
podría cerrar rápidamente ante cualquier emergencia.
Eran
las diez con doce minutos de la mañana.
Desde
ahí dentro, a la tenue luz de las velas, escuchábamos cómo afuera los árboles
crujían y se desgarraban por el viento. Trozos o pedazos de no sé qué se
estrellaban contra la casa. Escuché algunos vidrios quebrarse. Seguramente era
ya un huracán. Por la rendija no se miraba ya absolutamente nada. Todo afuera
estaba totalmente a oscuras. Era un sonido ensordecedor, horrible, como nunca
antes había escuchado. Cerré la rendija.
Dos
velas languidecían iluminando nuestro aposento. Una frente a la imagen de la
virgen María y otra al lado de nuestro niño Dios. El que siempre poníamos en el
nacimiento para navidad y que bajé a traer del mismo justo al último momento.
Esperábamos.
Esperábamos
orando y dándonos calor. Mi seca rezaba el Rosario. Lo tenía entre sus manos.
Yo procuraba abrigarlos. Esperábamos nuestro último hálito de vida en lo que
pronto sería una gran morgue.
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