No lo digas, cállate!!!!
¡NO LO
DIGAS, CÁLLATE!
José Luis
Elgueta Jegerlehner
Guatemala,
C. A.
© ¡No lo
digas, cállate!
José Luis
Elgueta Jegerlehner
Diseño de
Portada, Revisión y Edición: José Luis Elgueta Jegerlehner
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NO LO DIGAS, ¡CÁLLATE!
El popular barrio de...
...la colonia Nueva Monserrat, como nacimiento navideño
que ha sido construido a lo largo de los últimos 50 años a la periferia de la
ciudad de Guatemala, perdía paulatinamente el alegre y vivo colorido de sus flores
de bouganvilias y nazarenos conforme los postreros rayos del sol se desvanecían
sobre los tejados de lámina, las terrazas y las abundantes copas de árboles
diseminados aquí y allá entre parques, calles y patios traseros. El trino
alborotado de los cenzontles llamando a los suyos al nido se mezclaba con el
potente rugir de los motores de autobuses urbanos, el griterío de sus brochas y
el cansancio de sus pasajeros, muchos de ellos colgando aferrados apenas de las
puertas con sus manos, y de Dios, con sus oraciones, para no soltarse y caerse
y romperse la cara, y también el cuerpo, e incluso la madre misma, sobre el irregular
y áspero pavimento gris. Cientos de automóviles y motocicletas yendo y viniendo
terminaban de dar un caótico colorido a ese laberinto; a esa antinatural
naturaleza urbana del final de la jornada. Los vecinos, miles, tal cual los
cenzontles, también regresaban a sus nidos.
El ocaso despliega paulatinamente la oscuridad propia de
la noche, y el anhelado fresco que se esparce sobre el barrio, sobre el valle
de la Ermita completo, finalmente empieza a doblegar los caldeados ánimos que
la muchedumbre ha acarreado desde poco antes del mediodía sobre sus espaldas,
debido a las altas temperaturas de la época. Los relojes marcan las 18:54,
aunque como suele suceder en este país de horarios no restringidos e
irrestrictos, quizá otros marcarán las 18:59 y no pocos las 18:49. Minutos más,
minutos menos, en un país tropical, de verano e invierno solamente, nunca han
hecho una enorme diferencia. Mucho menos tragedia alguna.
Las miles de pequeñas y acogedoras casas otrora uniformes
y perfectamente alineadas, hoy día salpicadas de frondosos árboles, también de
Jacaranda, también en plena flor, aunque invisibles por la oscuridad que en
este momento prevalece, dan cobijo a gran parte de la masa humana de una ciudad
que a gritos mudos, vanos de por sí, clama por cosmopolitar. Por figurar. Por
ser en el mundo algo más que la violencia, la pobreza y el analfabetismo que
constantemente los titulares de los diarios enarbolan para mantenerlos frescos
en la memoria de sus habitantes. Pero bueno, precisamente ahí, en una de esas pequeñas
casas de la policroma colonia inicia este inicio que, como el lector leerá,
páginas adelante inicia nuevamente, aunque es preciso advertir también que sabiendo
que todo ha sido escrito, este no podrá decir algo nuevo, pues los pecados y
las virtudes que se revelan han sido vividos, sin duda, incontables veces por
incontables pecadores y virtuosos, por lo que no corresponden a alguien en
particular. De hecho, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
¡Diablos! Se acabó. ¡A la mierda todo!
—vociferaba evidentemente colérico y enfadado, sentado a
la mesa del humilde comedor de mesas y sillas de patas de hierro y tableros y
asientos de plástico, aún forrados con nylon, al tiempo que con su brazo
derecho esparcía hacia los aires y sobre el suelo mismo el tumulto de hojas de
papel, volantes, servilletas y pequeños y disformes pedazos de los mismos en
los que a lo largo de los últimos cinco años había garrapateado con tinta una
infinidad de frases y oraciones. De textos. Sus fumadas, les llamaba. Sus
elucubraciones de escritor. Muchas. Muchísimas escenas, guiones, sentimientos y
simples anotaciones estaban en ellos plasmados. Accidentalmente, en su
arrebato, arrojó también el penúltimo vaso con ron y coca cola que se había
servido y se había tomado y lo había terminado de encolerizar. De emputar.
El mantel de algodón a cuadros rojos y blancos absorbió
instantáneamente aquel brebaje derrochado, esparciéndolo sobre la superficie de
la mesa en una mancha oscura y pegajosa, todo lo cual le enfadó aún más,
máxime, aunque inexplicablemente, cuando algunos de aquellos trozos de papel
también empezaron a absorberlo.
Otro rechazo editorial disfrazado de agradecimiento a su
propuesta literaria, la postrer oportunidad a que se había aferrado luego de
cerca de 20 intentos previos y casi nueve meses de larga y tensa espera,
sepultaba definitivamente, lapidariamente, sus anhelos. Sus sueños por saberse
escritor. Escritor reconocido, a ciencia cierta, pues escritores lo somos
muchos, quizá todos, aunque algunos más y otros menos, pero ¡reconocido! Eso,
válgame la vida, sí que es harto difícil, máxime cuando lo que se pretende es
ser reconocido como buen escritor, pues cuando el reconocimiento se obtiene por
malo, o por soso e insípido incluso, como en no pocos casos, amén de fácil, ha
de ser triste. ¡Válgame entonces, Señor, la vida!
Así, colérico, aunque muchísimo más, frustrado y
desanimado, pues para colmo de sus males se encontraba solo dentro de las
paredes color celeste cielo de aquella pequeña casa de colonia, dado el
inesperado y tempranero incidente que lo dejó sin argumentos para continuar la
batalla de la vida en el campo, obligándolo a regresar al hogar más temprano
que de costumbre, se debatía así, a solas, entre la angustia que a todos angustia
y la tormenta que a todos atormenta cuando vemos cerrarse frente a nuestras
narices la última de las puertas que despiertos hemos soñado abierta, y cuando
dormimos dejamos de soñar, por lo que no pocas veces preferimos caer en los
brazos de Morfeo para olvidar. Para no pensar más. Para no angustiarnos más.
Para no soñar. O cuando menos, para soñar otros sueños, aunque quizá también
imposibles.
Momentos en los cuales sentimos que no habiendo más nada
qué hacer, después de tanto esfuerzo y dedicación, nos lamentamos, maldecimos y
proferimos toda clase de peroratas, sin razonar que el final no llega hasta
que, contundente, llega, y sin conceder solución alterna, ni siquiera maldecir,
por lo que este final para nuestro amigo, como tantos otros, sólo está
disfrazado como tal. Sabio quien lo descubre oportunamente y desecha tales
aparentes finales para continuar en pos de nuevos, con nuevos brillos, antes que
tornarse prisionero de alguno.
—¿Cómo putas se me ocurre pretender llevármela de
escritor, de cuentista, cuando nunca en mi vida he estado en los Florales de
Xela, mucho menos en París? ¡No puedo perder más tiempo en estas tontas
vanidades! —se reclamaba en una mezcla de frustración y melancolía, aunque
sobretodo, enfado, ante la traición de los vaivenes de la vida que en ese
momento sentía.
Según me contó él mismo algunos meses después, coincidentemente
en esos días había terminado de leer el libro que con la mejor intención del
mundo yo le había obsequiado, sin embargo, enterarse que leía otro autor más
que se ufanaba de haber estado en París, conocido a Faulk, tomar café en Le
Rotonde, tener amistad con Schmidt y tantas más, imposibles por completo para
él, ni siquiera imaginables en realidad, finalmente lo había cegado en una ira
y frustración que sólo pocos comprendíamos, una vez supimos su origen.
Y es que, para colmo, todo coincidía contra él en ese
momento. Aunado al enésimo rechazo y su lectura de aquel libro y la soledad que
entonces sentía, desde las chillonas bocinas del aparato de radio cuando
sintonizó la primera emisora que el azar le permitió, surgió inesperadamente y
sin misericordia alguna del destino, aquella que dice: “Dicen que soy un payaso,
que…”. A pesar que inmediatamente cambió la estación, aquellas duras palabras
continuaron resonando y repitiéndose una a una, una y otra vez en su cerebro. Dicen
que soy un payaso, que...
—Sí, yo también soy un payaso. —empezó a lamentarse, cantando y sonriendo
como loco, aturdido, aunque a ratos como niño. Como niño pensante —Todos a
quienes leo, han estado en París. Y yo, ¿qué? Cuando acaso si he tenido dinero
para viajar a conocer el Palacio Maya y la basílica de Esquípulas. ¿Cómo
entonces voy a ser escritor? No conozco a nadie del círculo ni tengo el
carácter mierda de ser rastrero para conectarme con los del París de porquería.
—agregaba realmente furibundo.
—Menos mal que tengo a Juana. Sí, mi mujer que es mujer y
media. —se dijo al tiempo que pensó en buscarla en algún rincón de entre
aquellas paredes que ellos mismos habían pintado meses atrás con ese color de
cielo celeste que le relajaba, según ambos creían, aunque pronto recordó que
estaba solo. A pesar que también sabemos que se rumora que la providencia no
deja solo a quien está solo, máxime cuando nosotros somos quienes decidimos
acompañamos de la soledad. Así, por casualidad o por la providencia, justo en
ese instante escuchó el rechinido que la puerta de la verja del jardín, hasta
allá afuera, a la orilla de la calle, producía cuando se abría, a pesar de las
tantas veces que con empeño y suma diligencia él le había puesto aceite de
máquina en sus bisagras y el pasador.
—¿Juanita? ¿Cielo? —murmuró preguntando en dirección a la
puerta. El silencio fue su única respuesta. Esperó 20 segundos. Un minuto.
Nada. —¿Y ahora? —pensó. —¿Cielo? —gritó entonces a plena voz, dudando que
quizá el aire le había jugado una como tantas nos ha hecho. ¿O no? Claro.
Cuántas veces hemos creído que tal o cual va o viene, y luego comprobamos que
simplemente ha sido el viento y no quien pensamos que era. O cuando menos,
damos preferencia a pensar en el viento como actor principal, para evitar
entrar y quedar atrapados en el mundo de las sombras blancas y los espíritus que,
socarrones, se esfuman y escurren entre recovecos, incluso de nuestra imaginación.
Finalmente, a los pocos segundos, la puerta de madera, la
principal, dejaba escapar el tenue sonido de una llave deslizándose entre su
cerradura. Sin duda Juanita, su Cielo, llegaba.
Él, de nombre Alberto, apodado...
... “el vago” desde nuestra juventud, principalmente por
su contundente negativa a hacer algo más que escribir, y ella, Juana, quizá la
más embelesada lectora de libros viejos, generalmente obtenidos a través de
préstamos u obsequios que los vecinos le hacían, se conocieron así como así.
Así como sin querer conocerse, pues de antemano se conocían mutuamente sus
supuestas mañas tanto como sus aparentes gustos, aunque todos ellos por lenguas
de terceros. De tal suerte, cuando se les presentó la oportunidad de conocerse
personalmente, ambos la rechazaron. De inmediato.
—¿Yo, con ese vago? Para nada. —Habría sentenciado Juana
aquel uno de diciembre allá, en las inmediaciones de la escuela pública de El
Tumbador, donde ella impartía clases a los chiquillos del tercer grado de
primaria, aunque en ese momento se encontraba solamente de paseo, en compañía
de Mirtala, disfrutando de las ansiadas vacaciones escolares que recién habían iniciado
durante el mes anterior. Anterior a ese diciembre, no a este, cuando
simplemente hago una remembranza de los hechos.
—¿Con Juana? —fue lo único que dijo el vago, mi compadre,
más recatado, pensando y dudando cuando se la propusimos como compañera para el
viaje que entonces planeábamos realizar durante el 25 de diciembre, a la playa.
12 o 14 años atrás, cuando la vida aún nos permitía aquellos chapuzones en las
magníficas y recónditas playas de Ocós, a donde íbamos a bordo de la palangana
del camión de don Carlos, entre zangoloteos y vaivenes, sol y polvo, y no pocas
veces, lluvia y frío, ya de ida, ya de vuelta.
Aún hoy no me explico a ciencia cierta qué sucedió allá,
en aquella playa aquel 25 de diciembre, pero desde ahí, desde aquel momento
surgió todo. Como una verdadera natividad. Todo, para ellos como pareja, aunque
seguramente, como todos, ellos también han de tener otros todos, adicional al
de pareja. Sí, como todos. De hecho, siempre construimos nuevos momentos o
nuevos futuros que luego, inexorablemente, también serán otros todos. Es la
razón por la cual escuchamos frecuentemente lamentos tales como: era todo para
mí, cuando algún todo fallece, aunque luego la persona se percate que su nieto,
quien apenas inicia en la vida, es entonces nuevamente otro todo para ella,
también. O el trabajo, tanto como un gato o un chucho, dependiendo de las
circunstancias, que también llegan en ciertos casos a ser eso: un todo.
Tampoco sé, menos aún ustedes quienes recién empiezan a
conocer esta historia, cómo ni cuántos ni de qué clase fueron los chismes y los
dimes y los diretes que fueron y vinieron en aquellos días de fin de año en el
pueblo, pero lo cierto es que para el 31 de diciembre, el vago, mi compadre, se
presentó en casa de Juana con un envase de un litro de guaro entre el pantalón
y la panza, la mitad dentro del envase y la otra dentro de él, y sin que
aquella lo supiera, el vago, atrevida y precipitadamente, o más bien
atolondradamente, le pidió a don Macario la mano de su hijastra.
Regordete e hinchado y con los cachetes colorados a causa
de su cotidiana y constante borrachera, don Macario, como acostumbraba con la
mayoría de personas en el pueblo, no le puso atención a aquella petición en
absoluto sino al envase de pulmón de guaro que, como no queriendo dejarse ver,
se veía apenas sobresaliendo de entre el cinturón del pantalón en la panza del
vago, quien de pie, frente al añejamente alcoholizado y potencial suegro,
esperaba una respuesta.
—Juana —gritó don Macario, siendo lo único que salió de
su boca en ese momento. La hijastra llegó de inmediato, sonriente y feliz, pues
ahora sabía que el vago, mi compadre, recién había llegado y conversaba con su
padrastro en la puerta de la casa, aunque no sabía por qué, y ni por asomo, de
qué.
—Mija, trae por favor dos vasos, hielo, unos limones y
dos bolsitas de chicharrones o tor trix de allá de la tienda. Dile a tu mamá
que después se lo pago. ¡Ah, y una coca! — Dicho esto, estiró su cuello y
volteó a ver un par de veces hacia afuera, a ambos lados de la calle,
cerciorándose quizá de la inexistencia de algún testigo. Evidentemente
ilusionado o satisfecho con lo que vio, o no vio, se frotó las manos e invitó finalmente
al vago a entrar en la casa, llevándolo par de pasos tras de sí hacia un
pequeño salón que seguramente las hacía de bar personal. Sí. Situado justo al
lado de la tienda, ese pequeño salón era sin duda el ambiente propicio de don
Macario para celebrar sus momentos. Tanto los de reír como los de llorar. Una
pena que nunca lo haya utilizado para pensar. Pero bueno, una vez ahí, él jaló
su silla y se sentó, indicando a su vez a mi compadre que sacara de debajo de
la mesa un banco plástico, color blanco, y por ende harto vista la suciedad que
se le había impregnado con el paso de los años, para que se sentara. Aquel,
esperando aún algún atisbo de respuesta a su pregunta, se limitó a obedecer.
Por fortuna, por esos días aquel era tan flaco como Toño,
el flaco del pueblo, quien a pesar de ser sólo seis meses mayor, le había
ganado por esos pocos meses el apodo. Así, el banco blanco, aunque sucio y de
endebles patas, lo soportaba en peso.
El irregular piso de cemento con ondulados desniveles
desde cuando seguramente un aprendiz de albañil lo fundió, mostraba una larga
grieta a todo su largo, consecuencia sin duda de los temblores que aún hoy
azotan aquella región. Seguramente la grieta continuaba hasta la habitación
contigua, por debajo de la pared de color amanecer rosa, pero ahí, en ese
salón, parecía ser la línea divisoria que alineaba de manera casi perfecta la
mesa color turquesa encendido del centro, la silla de madera de don Macario, con
el fragor de los años encima, las otras dos, de plástico, y el banco blanco de
endebles patas que ofreció al vago. Todo esto quedaba hacia el lado de adentro
de la casa, a la derecha de aquélla larga grieta.
Al otro lado, hacia la calle, al lado izquierdo de la
grieta, una ventana cubierta con raído dacrón blanco con pequeñas flores que
evidentemente algún lejano día fueron amarillas, haciendo las de cortina,
permitía airear la habitación. Debajo de esta, una mesita con un florero de
vidrio con frescas flores del día sobre un añejo y descolorido tapete. Hacia el
lado izquierdo, por donde pasaba la grieta sobre el piso, una vieja refrigeradora
de adornos todavía cromados y que evidentemente no funcionaba. Dos cromos, uno
de la virgen de Guadalupe y otro de un expresidente dizque revolucionario,
ambos colgando de la pared, al igual que dos calendarios, uno del año que en
ese entonces se aproximaba, y otro de 1968, que seguramente guardaba su lugar
por la estampa que entonces presumía, aunque ahora la luce pálida, decolorada
por el sol. Un foco desnudo pendiente del techo con un pedazo de pita de cáñamo
agregado para encenderlo o apagarlo y un par de tiras de plástico pegajoso
colgando en dos de las esquinas del techo, para atrapar a las moscas,
terminaban de componer aquel espacio. En el dintel de la puerta que conducía
hacia la tienda, a la derecha, un par de lienzos del mismo dacrón de la
ventana, aunque con las flores amarillas más coloridas, también la hacían de
cortina. Todo el salón, eso sí, con la pulcritud y el esmero que doña Chila
procuraba denodada y estoicamente brindarle día a día a su hogar. —Pobres, pero
limpios —como pregonaba a sus clientes.
Don Macario, acomodado en su silla, la de madera, la que
posee el fragor de los años encima, de inmediato extendió sus brazos sobre la
mesa, evidentemente impaciente porque llegara el momento de servirse un trago.
El vago, mi compadre, tímido y sorprendido, no se decidía a sacar el envase de
litro de guaro de entre su cintura hasta que mismo don Macario espetó: —y
bueno, acaso piensa tenerlo guardado ahí toda la tarde. Sáquelo pues. Pero
antes, hágame el favor, ponga esta tapadera de botella debajo de esa pata,
porque la mesa se tambalea. —al tiempo que señalaba la pata derecha de la mesa.
Es decir, a la izquierda de aquel.
Mi compadre, el vago, ilusionado porque percibía que don
Macario empezaba finalmente a propiciar un ambiente de confianza y fiesta para
dar su respuesta, una vez incorporado luego de haber puesto la tapadera de
botella de agua gaseosa debajo de la pata de la mesa, acomodó su banco, y antes
de sentarse, sacó de entre su cintura el enorme envase de vidrio, lo puso sobre
la mesa y se sentó, a medias, en el endeble banco blanco cuyas patas, sentía él
ahora, también se esforzaban por ajustarse al desnivel del piso, por lo que lo
reacomodó un par de centímetros hacia derecha.
Yo no estuve ahí. Lo que he contado y seguiré contando me
lo contó él después. Todo. Pero para no hacérselos largo como a mí me lo hizo
mi compadre, el vago, intentaré finalizar entonces contándoles que don Macario,
una vez Juana llevó lo que su papá que no lo era le había encomendado, se metió
entre pecho y espalda el medio litro entero casi, pues un solo trago le dejó
servirse al vago. A mi compadre. Sin embargo, luego, cuando ese se acabó,
pidió, a través de la puerta con la cortina de flores amarillas más coloridas,
otro, pero completo, a doña Chila, su mujer. La que sí era mera mamá de Juana,
y que totalmente al contrario de don Macario, elevaba sus manos y sus plegarias
de agradecimiento al cielo con una sonrisa que iluminaba la pequeña tienda que
atendía, pues con el disimulo que le era propio, pero también con la intuición
que en general les es propia, había escuchado cuando, aún en la puerta de la
casa, el vago había pedido a don Macario la mano de Juana.
El reloj finalmente debe haber marcado las 10 o las 10
con 5 de la noche, aunque también pudieron haber sido las 9 con 55, pues como
ahora sabemos, en un país tropical tales minutos no hacen diferencia, pero lo
importante es que doña Chila cerró su tienda. Y luego de servir un par de
platos con tiras de carne de cochino fritas en aceite y con cebolla, apio y
chile pimiento a los negociadores que nada negociaban, se retiró a su
habitación, dejándolos solos, regocijándose él, el mayor, de todo, y el menor,
lamentándose, aunque también de todo, pues como se ha dicho, nada negociaban,
mucho menos hablaban acerca de la mano que aquel pedía, aunque bien sabemos que
toda, completa, la quería.
Una vez ella en su habitación, asumió el vago, mi
compadre, cuando me lo contó, ella debe haber llamado quedamente a Juana, y
seguramente le contó la buena nueva, pues la doncella, aunque rozaba ya los 28,
apareció de pronto tras la otra puerta, la que daba al patio y luego a las
habitaciones, con una sonrisa de ángel enamorado, y desde las espaldas de don
Macario, le lanzó un beso en el aíre, soplándolo desde la palma de su mano.
Acto seguido, ella dio media vuelta y desapareció, como flotando, por la misma
puerta. El vago intuye que ella en ese momento ya sabía lo de la mano, tanto
como lo del resto del cuerpo.
Al final, don Macario se tomó 3 medios litros y medio de
otro medio, y mi cuate, el vago, el cuarto que ni por asomo pensemos que sobró,
sino que logro más bien aprovechar, aunque sin haber obtenido ni siquiera indicio
y mucho menos aún respuesta alguna a su petición. Aquella se quedó en el aire,
flotando en la borrachera de don Macario. Lo único que el vago, mi compadre,
descubrió esa noche, era que don Macario tenía entre la refrigeradora vieja y
abandonada, adentro de la gaveta de abajo, hasta el fondo, todo un arsenal de
litros de guaro, pues cuando el segundo se acabó, le pidió sacar de ahí un
tercero, aunque del mismo ya no bebieron más que un postrer trago.
Las miradas que mi cuate y Juana se habían cruzado a lo
largo de aquella tarde noche y los sutiles roces de aquella con él, así como
sin querer queriendo, cuando llevaba y traía los hielos y los limones, y con
don Macario en cierto momento tendido, totalmente anestesiado, y doña Chila
confiada, o anticipando todo y pensando en la conveniencia de que su Mija, como
llamaba a Juana, se casará con mi compadre, quizá simplemente optó por fingir alguna confianza
y se hizo la dormida, y entonces, desentendidos ambos mayores, ella y aquel
finalmente consumaron la ardiente seducción que durante 6 largos días y 5
noches habían alimentado como caldera de tren en cuesta.
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