El Tren es una fiesta: capítulo I
CAPÍTULO I
Ese 15 de septiembre papá me
despertó y sacó de la cama temprano, como a las seis y media de la mañana,
diciéndome me apurara y bañara rápido, pues aún teníamos que desayunar y luego salir corriendo para llegar
a tiempo para ver el desfile, allá, en el parque. Ya era tarde, decía él, pero yo
pensaba en silencio que no era mi culpa, pues ellos, pá y má, eran quienes se
habían levantado tarde.
Sí, la noche anterior él
había dicho que saldríamos de casa temprano, antes de las 7, tanto para llegar
a tiempo de ver desde su inicio el desfile como para evitar que más tarde nos
lloviera, como solía suceder en esos días.
Pronto, él me dijo que ya no
me bañara pues era tarde y que me vistiera a la carrera con la mudada que mamá
me había dejado en la mesita al lado de la cama. Lo más importante, la camisa
anaranjada, que no me gustaba para nada pues raspaba todavía por nueva, y la
chumpa roja. Él se puso su camisa elegante, la blanca de cuello que usaba para
ir a su oficia y una corbata azul, por el mes de la patria, dijo. Mi mamá, un
vestido verde que siempre usaba para las fiestas. Era flojo, decía ella, pero
se veía linda. Más cuando terminaba de ponerse su grueso cincho a la cintura. A
mi hermanita la vistieron con su vestido de cuando mucha gente, como le
llamaban al vestido amarillo, como de pollito, que se podía ver desde muy
lejos.
Al fin, a las 7:20 salimos
de casa. Corríamos para alcanzar la camioneta que vimos parada en la parada. Llevaba
bastante gente, pues como que todos iban a ver el desfile. Pero a mamá, como cargaba
en brazos a mi hermanita, le cedieron un asiento. Ah, pero cuando el trasbordo
a la siguiente camioneta, esta llevaba más gente, muchas mujeres. Mi pobre má
no pudo sentarse, pero Vicky ya iba despierta y podía ir de pie. Por fortuna.
Llegamos al parque pocos
minutos después de las 8 de la mañana, aún a tiempo para ver el inicio del
desfile pues, como él decía, siempre se atrasan. Nos explicó que el desfile lo
hacían para festejar la independencia del país, lo cual yo ya lo sabía, pues nos
lo había dicho la seño Conchi en la escuela, pero yo nunca había visto uno. Ese
sería mi primer desfile. Papá, cuidándonos, tenía también la ilusión, o la esperanza
quizá mejor, de que no nos lloviera, según habría dicho. Y por eso nos había
hecho llegar temprano. Aunque habían sido ellos quienes se despertaron tarde.
Cuando llegamos, el sol
brillaba con intensidad y el celeste cielo se veía límpido, sin ninguna nube, y
ya había bastante gente. Viejitos, señoras y otros niños como yo y ella: Vicky,
mi hermanita. Algunas personas vendían vejigas; otras, comida, tortillas con
chorizo, panes con frijol, granizadas, atol de elote, banderitas azul y blanco
y muchas más; otros solo paseaban, como nosotros, y otros, jovencitos todos
dijo mamá, vistiendo elegantes trajes de uniforme de colegios e institutos que corrían
inquietos entre la multitud, alzando la vista a cada poco, en su intento de
localizar a alguien o llegar a algún sitio, según se les veía.
La mayoría de gente estaba de
pie sobre las banquetas o a orillas del parque central para ver pasar desde ahí
el desfile que recién iniciaba, por lo que mi papá subió rápidamente a Vicky
sobre sus hombros y a mí, como ya era más alto que ella, me agarró fuerte de mi
mano izquierda; en mi otra mano, mi mamá. Estábamos en primera fila sobre la
banqueta, y según el desfile pasaba frente a nosotros, papá nos iba diciendo a
gritos —Ellos son los soldados del ejército; estos, cadetes de la Escuela Politécnica;
los de allá, de celeste, son del Hall. —y así, nos describió cada uno que
pasaba; también el Colegio de Infantes, Instituto Modelo, San Sebastián, Liceo
Guatemala, Belga, Sagrado Corazón y otros que no recuerdo ahora, pero eran
muchos.
El brrrm, brrrm, brrrin de
brillantes redoblantes, el bom, bom, bom de sendos bombos, el plin, plun, plin
de las teclas de muchas liras, el tuu, tuuut, tututu de trompetas, el silbido
de los pífanos, el plan, plas, plan, de los platillos y las dulces notas de las
flautas de las distintas bandas de guerra se escuchaban a plenitud ahí, en el
parque, frente al palacio, mezclándose con el puuum, puuum, puum del estallido
de cohetes y el psssss booooom, psssss bommmm de las bombas lanzadas al aíre
que la gente, estudiantes principalmente, llevaba para festejar y conmemorar el
día de la independencia. Las palomas con su cucucu, cugugu salían volando
frenéticas con cada estallido de bombas de cohete para regresar una milésima
antes que otra estallara. Entre todos los sonidos se mezclaba también el de las
teclas de hormigo de alguna melancólica marimba blim, blim, blam, blum, ubicada
allende los jardines, en la esquina de la catedral.
Estaba alegre.
Los estudiantes abanderados,
sus escoltas y gastadores que abrían camino a cada instituto o colegio, mostraban
su gallardía y elegancia en cada paso de redoble que sus bandas de guerra les marcaban,
aunque no pocos se confundían con el redoble que la banda de adelante, de otro
establecimiento educativo, marcaba para los suyos. Pero el 15, decía papá, era principalmente
la oportunidad del año para que establecimientos y estudiantes se lucieran ante
sus familias y la sociedad citadina, con lo que brillantes espadines, gorros,
roses de infantería, lustrosos chapetones dorados, bandas cruzadas sobre el
pecho y demás en los uniformes, así como la hilera de batonistas, las
jovencitas más guapas de cada establecimiento, danzando al compás de su banda
con sendos batones que con agilidad movían entre sus manos y en el aíre, completaban
la escena marcial de la juventud patriota ese día.
Y a los lados, sobre las
banquetas, los cientos de mamás, papás y hermanos pequeños ovacionándoles.
Algunos hasta llevaban cajitas de madera para tomar fotos. Mi padrino tenía
una, pero no quiso prestarla ese día, porque la iba a usar un su amigo.
Adentro del parque se veían carretas
jaladas por cabras o pequeños caballos dando la vuelta al mismo, ventas de
incienso, algún cantante o poeta declamando en una esquina, la marimba allá, en
la esquina, no pocos merolicos ofreciendo ungüentos, pastillas y hasta la
salvación divina. Y de vez en cuando, otro joven vestido elegante con uniforme
pero con el gorro en la mano y su mirada triste. Seguro vino tarde y ya no lo
dejaron desfilar, decía papá.
Pero nosotros, felices, pues
cerca de una hora después, en las postrimerías del desfile, niños de todas
edades corrían de un lado a otro, algunos corriendo y jalando con hilo un
barrilete intentando volarlo, otros, jugando trompo; otras, jugando jacks; y no
pocos a la pelota. Yo quería ir con ellos, pero mamá no me dio permiso. El día soleado
y brillante, vibrante, empezaba de apoco a tornarse opaco y gris, así como de
mármol decía mi mamá, presagiando alguna lluvia en determinado momento. A pesar
de eso, la bandera azul y blanco ondeaba aún libre al viento en lo alto de su
mástil en el palacio.
Papá, señalando con su dedo
hacia una ventana ahí arriba, dijo —Ahí están el presidente y sus amigos y
ministros.
De pronto el cielo se tornó
gris y empezó a pringar muy suave. Una levísima llovizna de pequeñísimas partículas
de gotas de agua que se mecían danzando hacia allá y hacia acá, flotando con el
viento; mamá nos puso chumpa, y a Vicky también una gorra de lana, igual que su
vestido, amarilla pollito, en la cabeza. El desfile finalmente terminaba de
pasar por la calle, y aunque la mayoría de gente se iba detrás de él, algunos
nos quedamos ahí, en el parque, con la esperanza de que no lloviera. Sin
embargo, a medida que el parque empezaba a quedarse vacío, fue que al fin podíamos
disfrutar de la libertad que tanto escuchábamos se celebraba y de inmediato
dimos rienda suelta a nuestra ilusión de correr y jugar por el parque.
Caminamos sobre la orilla de
la enorme fuente luminosa, sobre su cerco, guardando con sumo cuidado el
equilibrio, aunque Vicky solo pudo hacerlo un pequeño trecho pues tenía miedo
de caer al agua. Luego, corrimos detrás de las palomas… cu, cucu, alrededor de
esa fuente, entre los corredores, los jardines y el patio grande, y al final
les dimos maicillo que papá compró. Corríamos por ahí, esquivando las ramas y
las flores de las azaleas y las rosas, que había muchas y sobresalían de sus
arriates; Vicky trataba de alcanzarme, pero yo no lo permitía. En eso escuché a
mis espaldas que ella gritó muy fuerte ¡Ayyy! Y lloraba. Rápido paré, volteé a
ver y corrí hacia ella. Se había caído y tenía un raspón bien feo y rojo en su
rodilla. Y es que el piso era de piedras con arrugas. Muy duro. Y ella lloraba
mucho. Papá llegó al instante, aunque yo ya la cuidaba y consolaba diciéndole:
—Todavía estás chiquita, Vicky. En ese momento, mamá decidió que ya era
suficiente de juegos y carreras y que mejor iríamos a comer. ¡Yupi, sí, qué
alegre. Vamos a comer. Sí, sí, si! De camino hacia la carreta, ella cortó
varias flores de lavanda de los jardines del parque, que le gustaba su aroma.
Las pondría en un florero en casa cuando llegáramos, dijo, al tiempo que las
envolvía entre una hoja de papel de la prensa que había llevado entre su bosa
de mano, por cualquier emergencia.
La carreta de comida estaba
ahí cerca, a pocos pasos. Era de madera que alguna vez fue pintada de color
amarillo, en ese momento ya solo la parte de atrás estaba completamente
pintada, y tenía una pequeña tapadera de lámina para que los canastos y la
comida no se mojaran en caso lloviera. La jalaba un burro que el señor que
vendía me dijo se llamaba asno, explicándome que era más elegante decirle asno
y no burro. La carreta era bonita, y era la primera que yo veía una así, con
tapadera para la comida. Pero el señor que vendía también era diferente; era bastante
pequeño, así bajito, como de mi alto. Mi papá me dijo en voz baja que era un
enanito. Yo nunca había visto uno, pero era buena gente. Bromeaba conmigo
acerca de nuestras estaturas. Al poco tiempo ya era mi amigo. Y creo que yo, de
él.
Papá indicó nos sentáramos en
una de las bancas del arriate de jardín ahí cercano. El señor bajito, mi amigo,
nos llevaba de a poco la comida que le habíamos pedido. Yo comí un chuchito con
salsa, una enchilada y un atol de masa; mi mamá, como 4 tostadas entre que de
frijol, de guacamol y de salsa, dos buñuelos, aunque yo le di una mordida a uno
y Vicky otra, y se tomó una taza grande de atol de elote caliente; Vicky, que
come mucho, pidió elote cocido, chuchito también, una tostada de salsa roja y
un vaso de limonada, pero también le dio una mordida al buñuelo de mi mamá,
como dije. Papá no tenía hambre, y solo comió un chuchito y le dio algunos
tragos al atol de mamá y a la limonada de Vicky.
A los pocos minutos, y por
más que papá no quería y vigilaba constantemente el cielo, la pringa empezó a
hacerse tupida, más tupida y más tupida, hasta cuando finalmente empezó a
llover, si bien no a cántaros ya que nos dio tiempo a huir, llovía. Menos mal
habíamos terminado de comer, porque tuvimos que salir corriendo para
guarecernos bajo el techo de una enorme casa muy grande enfrente del parque, el
Portal del Comercio, según supe con los años.
Nos refugiamos ahí hasta cuando
la lluvia aminoró lo suficiente. Rápido, fuimos corriendo a la parada o
estación de la camioneta para tomar la que nos llevaría a la 18 calle. Vicky se durmió en cuanto mi
mamá la cargó, una vez sentada en el asiento de la camioneta, que ahora iba
bastante vacía. Yo me fui al lado de papá. Él siempre me enseñaba de todo, y conforme
la camioneta avanzaba por la sexta avenida me decía: —Mira, esta pequeña es la
iglesia de Santa Clara, y esta grande, la de San Francisco, este es el parque
Concordia. —y cuando llegamos a la 18, me volvió a enseñar que esa era la 18
calle. Yo ya lo sabía, pero a él se le olvidaba, creo yo. Ahí nos bajamos para
tomar la otra camioneta que nos llevaba finalmente a la colonia. Yo creo que me
dormí en ese trayecto, porque solo recuerdo cuando papá me despertó cuando ya
casi bajábamos de la camioneta. Yo estaba aturdido, atolondrado por la dormida,
pero pronto me percaté que estábamos cerca de casa. Él me llevaba tomado de la
mano y mamá caminaba al otro lado, con Vicky bien dormida entre sus brazos. No
quería dársela a papá para no despertarla. Y por suerte, tampoco llovía. De
hecho papá me dijo que si el día seguía así, a la noche me enseñaría algunas
estrellas titilando en el cielo.
Cuando finalmente llegamos y
entramos a casa, ella fue directo al cuarto con Vicky entre sus brazos para
acostarla en la cama. Luego fue a la cocina a calentar café, frijoles y
tortillas, y a poner las lavandas en el florero, en la esquina de la sala. Yo
fui a ver a Popin, mi pequeño cachorro, aunque ya tenía como un año. Lo
habíamos dejado amarrado en el patio, al lado de la pila, abajo del techo. Ahí estaba
su casa que papá le hizo con unas tablas viejas. Pero Popin ya había presentido
o sabía que nosotros habíamos llegado y estábamos en casa, porque cuando me
asomé a la puerta, a través del vidrio pude ver que estaba parado justo
enfrente meneando su cola y con la cara alegre esperando que yo me asomara. Al
abrir la puerta y acercarme a él, empezó a lamerme la cara y a querer
abrazarme. Yo quería desatarlo pero me costaba por ese su loco frenesí de alegría
al verme. A fin pude desatarlo. Lo acaricié y rápido salimos corriendo, el
detrás de mí, hacia el comedor. Ahí estaban ya ellos, papá y mamá. Pero olía
bien rico, lo que me sorprendió. Mamá me dijo que eran las lavandas, que
estaban al lado. Finalmente, nos sentamos los tres a la mesa, con Popin a mi
lado, sobre el piso, aunque brinco y brinco.
—Cómo estuviste, mijo. ¿Te
gustó el paseo? —preguntó él.
—Sí… Carlitos, cuéntanos, ¿te
gustó el desfile? —agregó mamá.
—Sí, estuvo bien alegre. Bien
bonito el desfile. Solo que los soldados bien serios, verdad pá, como enojados.
Ah, pero lo mejor, ese chuchito estaba bien rico, má. Solo Vicky pobrecita que
se cayó.
—Ah, pero ella ya está bien
mijo, no te preocupes. Ya mañana ni se acuerda. Lo que sí es que tenemos algo
que contarte.
—Si mijo, te tenemos una
sorpresa. ¡Una gran sorpresa! —dijo mamá con su cara dulce, de ángel, sonriéndome
en tanto me tomaba la cara y alborotaba con sus tibias manos mis pelos sobre mi
cabeza.
—¡Qué alegre! ¿Qué es? ¡Cuenten,
cuenten, por favor! —me invadía la curiosidad, porque ellos siempre me
sorprendían con sus sorpresas, y yo ya había visto cosas raras en casa. Mi mamá
llegó días atrás con una gran caja de madera que se llamaba Raúl, según
escuché. Se la había dado en alquiler doña Catalina, la señora de la tienda.
Pero yo no supe para qué o por qué, pero de que había algún misterio en la casa
desde hacía algunos días, lo había.
—Iremos a visitar a tus
abuelos. Al abuelo Goyo y la abuelita María, allá en el pueblo mágico, que él
siempre te dice. ¿Qué te parece?
—De verdad, ¿vamos a ir
allá, donde las mariposas juegan yoyo y los murciélagos vuelan rapidísimo sin
ver?
—Sí, pronto iremos a pasar
algunos días con tus abuelitos. Pedí vacaciones en el trabajo, y ya es hora de
que los lleve a conocer donde yo nací. Allá pasaremos navidad y año nuevo, y
algunos días de su feria.
—¡Qué alegre! ¡Yupi, yupi…
soy feliz! ¿Y vamos a ir a los ríos? Y si hay feria, va a haber rueda de
caballitos, estoy seguro. Y carretas de helados. Pero, ¿nos llevaremos a Popin,
verdad?
Popin, desde el suelo, donde
ya permanecía echado, levantó sus orejas en ese instante y volteó a ver a papá,
como sabiendo que de él debía surgir la respuesta.
—Hmmm, ¿será que lo
llevamos? ¿No crees que se pierda allá? Y además, ¿quién cuidará la casa?
—Pá, pero si no lo llevamos,
¿quién la va a dar de comer? Y él solo, acá, pobrecito. Llevémoslo, por favor.
Además, jugará conmigo en el río.
Popin, como que entendiera,
nos volteaba a ver a cada quien que hablaba y a cada quien le correspondía
contestar, hasta cuando mamá dijo:
—No te preocupes, Carlitos.
Por supuesto que lo llevaremos. Iremos todos en el tren.
—¿Qué… en tren? No lo puedo
creer. ¡Qué alegre! ¿En el que vemos cuando vamos allá, pá?
—Sí, mijo. En ese grandotote
que hemos visto, que hace tuuuu, tu, tu… y que a ti tanto te gusta.
—Qué lindo. Gracias, pá,
gracias, má. Eso si no conozco, nunca me he subido en uno. Y en la clase,
ninguno de mis amigos lo conoce, solo la profesora Conchi, pero a saber si será
cierto, porque ya nos dimos cuenta que a veces nos dice cosas solo para presumir
engañándonos de que sabe o ha hecho algo.
—Jajajaja… cómo son ustedes.
Jajaja. Pero bueno, entonces, ya sabes mijo, allá pasaremos la navidad y el año
nuevo. Nos iremos entre el 18 y el 22 de diciembre, ya veremos bien cuándo.
Recuerdo haberme levantado y
agacharme hacia Popin, abrazándolo y diciéndole —Ya escuchaste, Popin, vamos a
ir en tren. ¡Qué alegría! No lo puedo creer. Yupi, yupi!!! Por respuesta, Popin
me lamía y relamía la cara, retozando a
mi lado.
Esos días, hasta cuando
llegó el 21 de diciembre, cuando finalmente papá pudo salir de vacaciones, han
sido sin duda los más largos de mi vida. Y en la escuela, cuando le conté a mis
compañeros, todos querían que les contara acerca del tren, del viaje, del
pueblo mágico, como si yo ya hubiera viajado y conocido, pero no, esa gran aventura empezaría
cuando terminaran las clases y hasta en tres meses después, según había dicho papá.
Pero ellos, mis amigos, estaban tan emocionados con mi emoción e ilusionados
con mi ilusión, como yo. Hasta la maestra Conchi me preguntaba.
Solo Vicky no me ponía mayor
atención cuando le contaba, pues como era chiquita, no sabía del tren ni del
pueblo mágico ni de nada. O no le interesaba, pero era buena hermana, pues me
regalaba de sus dulces cuando nos invitaban a alguna piñata. Popin, en cambio,
se veía feliz cuando yo le contaba de la inminente aventura. Daba brincos y
hacía volteretas en el aire.
El 21 de diciembre, día de
mis sueños, del tren, de la magia y de lo más maravilloso de mi vida, empezó
temprano, como a las 5 de la mañana, creo, cuando papá y mamá me despertaron de
la cama. No sé si ellos ya estaban felices o se pusieron felices cuando me
vieron tan feliz, pero los 3 estábamos felices.
A toda prisa me vestí con
las ropas que mamá me había dejado ahí, sobre la mesita al lado. Calzoncillo,
pantalón corto, camiseta y una camisa de mangas cortas también, pero además, la
chumpa roja y las botas. Popín debe haber presentido algo maravilloso, pues luego
de ir por él a su casita, ya dentro de casa corría del cuarto a la cocina y
luego al comedor, para regresar al cuarto, desde donde otra vez salía corriendo
para hacer el mismo recorrido.
Nunca me había levantado a
esa hora. Y creo que Popin tampoco. Las luces de casa estaban encendidas porque
todo estaba oscuro. Lloviznaba. Quizá llovería más tarde, pues era temporada de
lluvias, decía papá. Aunque este viaje lo
haríamos a través de la estación seca y la estación lluviosa, además de las
propias del tren, aunque en solo ocho o nueve horas.
Mamá me llamó desde el cuarto
del comedor. Cuando llegué, me dio un vaso con atol caliente, un pan de manteca
y un banano. Vicky dormía sobre el sofá, cubierta con chamarras y su gorra amarilla
de lana en la cabeza. Toda preparada para el viaje.
Luego, papá me llamó desde
la puerta a la calle. Ahí, cuando acudí a su llamado, vi en el pasillo la caja
que se llamaba Raúl, la valija de cuero de papá y una bolsa de lona azul. Él me
pidió fuera a traer su linterna a baterías que estaba en su mesa de noche.
Cuando volví con ella, abrió la caja y la metió ahí. Ya no cabía casi nada en
ella. —Ya se llenó el Raúl. —le dije. Y él, riéndose a carcajadas, dijo. —Baúl,
mijito. B a ú l, con b. —me corrigió. Luego me dijo que esperaba a don Joaquín,
el señor de los fletes, a quien le había hablado desde dos días antes para que
nos hiciera el viaje desde casa hacia la estación del tren, allá por la 18
calle, esa mañana.
En ese momento, papá me dijo
que fuera al baño a hacer pipi, y si podía, popis, pues en el tren no había baños
ni había otro lugar dónde hacerlo.
Luego de ir al baño, fui
entonces al patio de atrás, para ver que la chamarra y la pelota de Popin
estuvieran entre la carga. Pero no, ahí estaban todavía. La chamarra doblada
sobre el techo de su casa y la pelota adentro. Cuando le pregunté a mamá por
qué no las llevábamos, me dijo que el abuelo Goyo tenía de todo eso allá, en el
pueblito mágico, que no me preocupara. En
esas estábamos cuando feeet, feet, feet… sonó la bocina del camión de don
Joaquín. Salí corriendo a la puerta. Papá en ese momento colocaba atrás del
camión, entre la carrocería, el baúl y la valija de cuero; y mamá, que venía
conmigo, tomó la bolsa de lona azul y una cajita de madera que yo no había
visto antes, y las subió también ahí atrás, en la carrocería. Luego, él cargó a
Popin, lo puso al lado del baúl y lo amarró con un lazo ahí atrás. Don Joaquín
cerró la compuerta del camión ahí atrás y mamá fue por Vicky, que aún dormía.
Yo quería irme atrás también, con Popin, pero no me dieron permiso. Así, don
Joaquín se sentó al volante, bien cercano a su puerta, y luego por la otra
puerta entró papá, luego yo y de último mamá, con Vicky en sus brazos, y luego
la acostamos a lo largo sobre nuestras piernas.
Don Joaquín arrancó el motor, movió la tiesa palanca para poner primera, y tronó mucho, y emprendió camino hacia la Estación Central del tren. Así empezó aquel día memorable para mí, 21 de diciembre, en la ciudad de Guatemala. Cuando pronto cumpliría los 9 años. ¡Ah!, mi cumpleaños es en pocos días, me percaté en ese momento.
Amigo lector, muchas gracias por acompañarme en el periplo. Espero haberlo entretenido.
Cuando esta entrada alcance las 2 mil vistas, compartire el 2do capítulo. Y entonces nos iremos a bordo del tren.
Hasta pronto.
Excelente narración de un día de independencia.
ResponderEliminarQue excelente lectura me llevo a recorrer el antaño. Junto a esta linda y sencilla familia y dus costumbres. Espero el segundo capitulo para recorrer en tren el camino al puebñito mágico. Gracias
ResponderEliminarMe encantó la historia y me transportó en el tiempo. Pero sobre todo me hizo recordar la Familia tan especial que conocí desde niña. Cuando mi papá trabajaba con ustedes. Espero conansias el siguiente capítulo.
ResponderEliminarMe encanta la forma en que nos haces partícipes de tan gratas memorias de desfiles, comidas, viajes, y sobre todo de vida en familia. Gracias por tan entretenida y descriptiva lectura. Saludos!
ResponderEliminarRecordar es vivir, dirían los abuelitos. Mucho de lo narrado me hace recordar, no solo los desfiles, sino también el primer desfile en el que participé estando en el último año de primaria. Así como las salidas con mi madre, y mi hermana para ver estos desfiles. Interesante narración, espero el segundo capítulo.
ResponderEliminarHola. Muchas gracias por sus comentarios y apoyo. Viajemos, váaamonos montados en la lectura.
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