El Tren es una Fiesta. Capitulo III
Hola. Lo prometido es deuda, por lo que comparto ahora el que corresponde, luego de publicar los dos capítulos anteriores en su oportunidad. Recuerden, El Tren es una Fiesta.
CAPITULO III
Luego del accidentado
ingreso de aquellos, reaccioné, me levanté del sillón y me acerqué rápido a
papá y al otro señor que ya estaba ahí, hincado al lado de ellos, ayudándolos.
Uno de los niños se había golpeado la mano izquierda al caer dentro del vagón, y
el otro, aunque ileso, se lamentaba de que la segunda mochila se hubiera caído
y quedado en la estación. Ahí venía nuestra comida, decía con congoja.
De inmediato sacó su
teléfono celular y… no, nada que ver. Ni por asomo existían entonces. Solo es una
pequeña broma, amigo lector.
Pero papá sí sacó su pañuelo
de la bolsa trasera izquierda de su pantalón, que era el que nunca usaba sino únicamente
para emergencias, por lo que estaba totalmente limpio, sin mocos, y envolvió
con él la mano herida del niño.
Mamá dejó sentada a Vicky en
el asiento, ordenándole no moverse, y acercó con su brazo extendido una pacha
que llevaba con agua pura para los accidentados. El pequeño, el golpeado, de
inmediato la tomó y dio varios sorbos hasta cuando sació su sed por el susto, y
luego se la pasó al otro, que era su hermano.
En medio del atolondramiento
que aún teníamos por el incidente, y aunque mamá ya había regresado al lado de
Vicky, ellos se sentaron en la banca al lado de la nuestra. Mynor, el mayor de
ellos, logró explicar que su papá los había ido a dejar a la estación, para ellos
ir a Ayutla, donde su hermano aún más mayor, Mario, los esperaría. Se habían
puesto de acuerdo desde semanas atrás por medio de telegramas, por lo que ellos
debían llegar sí o sí, hasta Ayutla ese mismo día, en ese mismo tren. Así
estaba acordado. Sin embargo, el camino desde la Avellana, de donde ellos habían
salido a las 3 de la mañana, estaba tan en mal estado por las lluvias, que la
carreta y sus bueyes se quedaban atascados entre el lodo y el fango una y otra
vez, lo que cansó sobremanera a los animales, por lo que también debían
detenerse a cada poco para que aquellos descansaran. Razón por la cual llegaron
tan tarde a la estación de Escuintla.
—Pero llegamos —dijo el
pequeño, con su cara blanca llena de pecas, el pelo espinudo y la mano vendada
con el pañuelo de papá. Ya sonreía. Luis se llamaba.
—Sí, pero las tortillas, los
huevos y la botella con agua venían en esa otra mochila —se lamentaba el otro.
—Pero no tengo hambre.
—decía Luis, en tono despreocupado, y con la ilusión en sus ojos de la aventura
que vivía. En ese momento supe entonces también era su primera vez a bordo del
tren.
—Bueno, —dijo papá— no se
preocupen patojos, en Cocales veremos de comprar algo para comer, si es que el
tren se detiene algunos minutos y nos lo permite.
Cuando escuché cocales, pensé:
papá les va a comprar cocos. Ojalá me compre uno.
Pocos minutos después, una
vez superado el incidente del abordaje al tren, yo me pasé a sentar en la banca
donde ellos iban, y entonces finalmente los tres empezamos a construir una
nueva aventura ahí, en el vagón verde, del tren locomotora 34.
Sí, el tren jalaba siete
vagones, cada uno de distinto color. El primero era rojo; donde nosotros
íbamos, verde; el siguiente, celeste; luego, naranja, otro verde, pero más como
de limón tierno; el sexto, azul, y el último, amarillo. Pero la locomotora, como
ya dije, era negra, con el número 34 en blanco pintado en ella.
Iniciamos entonces nuestra plática
en esa banca, que pronto descubrimos era toda para solo nosotros, los hombres. Aunque
Vicky llegaba a cada poco, nosotros hablábamos cosas importantes, de hombres, y
no queríamos que ella participara mucho. Pero ha como daba lugar, ella se metía
e intervenía en nuestros asuntos. Sobre todo cuando Luis contaba acerca de cómo
montaban caballos allá en la Avellana y se metían entre las aguas de un canal,
hasta cuando el caballo se hundía, y entonces ellos se tiraban al agua y
nadaban con el caballo al lado, hasta salir a la orilla del otro lado del canal.
Era increíble. Yo quería hacerlo. Parecía fantástico.
Pronto descubrí que mis
nuevos compañeros de viaje eran poco más pequeños que yo, pero que viviendo en
el campo tenían muchas habilidades distintas a las mías. Ellos sabían montar a
caballo y nadaban muy bien, cazaban conejos y sabían pescar, en tanto lo mío
era la bici, la pelota y clases de piano, que mi mamá me obligaba a tomar pero
nunca me gustaban. Pero eso no se los conté, porque qué vergüenza. Además,
ellos no tenían una hermanita como yo, y esa sí que era gran diferencia. Pensé,
aunque tampoco lo dije. ¡Pequeños detalles, eh!
Sin embargo, —¿Cómo cuánto
falta para llegar a Cocales? —preguntaba Mynor a cada pocos minutos. Sin duda, el
hambre le atormentaba. Según contó en ese momento, habían comido tortillas con
frijol y atol de maíz a las 5 de la mañana, cuando atravesaban con la carreta
el río Michatoya. Y desde esa hora, ni un bocado más.
Pero cuando Mynor mencionó Michatoya,
como yo ya sabía que habíamos estado al lado de un río con ese nombre, le
pregunté a papá. Me dijo que era el mismo río. Que era muy largo, y que si bien
nacía en el lago de Amatitlán, también llegaba hasta el mar, ahí cerca de donde
estábamos, al océano pacífico. Me recordé que yo ya sabía eso, lo del pacífico
y del atlántico, porque la maestra nos lo había enseñado allá en la escuela.
De a poco, la incertidumbre
de Mynor y Luis se desvanecía, salvo por el hambre; pero nos ocupamos más en continuar contando
nuestras historias, nuestros juegos, del trompo, el yoyo, el capirucho, los
trenes que yo hacía en casa con cajitas de cartón y tantas maravillas más,
incluso de subir árboles, pasear en bici y montar a caballo, entre tantas otras
con las que nos entreteníamos entonces, hasta cuando a Luis se le ocurrió que jugáramos
a las tipachas. ¡Oh no, yo no llevaba mi cera! No podía jugar. Solo llevaba mis
canicas, entre la bolsa, pero en el tren, no se podrían jugar. Sin embargo, mamá,
que nos escuchaba haciendo como que no nos escuchaba, dijo — ¡Carlitos, ven!
—cuando me acerqué, ella hurgaba en la bolsa de lona, de donde sacó un banano y,
envuelto en un papel, mi molote de cera de abeja. —Dale este banano a tu
amiguito y acá está tu cera —dijo.
Mi mamá era un ángel. De la
guarda, creo yo, como ella nos decía en las noches cuando nos contaba cuentos,
existían para los niños.
Mi cera era de la mesha, la
mejor que había para jugar tipachas, pues pegaba bien sobre la otra, y la
levantaba y volteaba fácil. Luis mismo lo reconoció cuando dijo — ¡ah, lujo de
cera que tienes, amigo! — Pero cuando di el banano a Mynor, él también quiso,
por lo que su hermano mayor le compartió la mitad.
Papá fue entonces por una escoba
que estaba detrás de las cajas, en el rincón atrás, y barrió un pedazo del
piso. —Bien, acá pueden jugar, dijo.
De inmediato, los tres nos
sentamos ahí con las piernas cruzadas, aunque no pasó mucho tiempo para que Vicky
se acercara y sentara a nuestro lado. Quería jugar, pero no era posible, porque
ella no tenía cera y tampoco sabía cómo se jugaba. Empezó a lloriquear y a
molestarnos. A hacer berrinche, y aunque mamá insistía llamándola, la bribona
no le hacía caso. Doña Teresa, que nos veía haciéndose como que no nos veía, la
llamó. —Nena, chiquita, ven — Vicky se le quedó viendo, como dudando, pero má
la animó. —Anda, mijita. Anda con la señora. —cuando se acercó a ella,
tambaleándose de manera simpática por el movimiento del tren en marcha según vi,
ella puso en manos de Vicky una pelota, como del tamaño de un huevo, pero tenía
atada una pita que le salía de adentro de la pelota. —Para que juegues. —dijo
ella. Amarrando entre tanto el otro extremo de la pita a la muñeca del brazo de
Vicky.
A mi hermanita se le
iluminaron los ojos y, alejándose de nosotros, empezó a jugar tirando la pelota
contra la pared del vagón, que luego le rebotaba a ella. Nunca la atrapaba de
regreso, pero con la pita entre ella y la pelota, no se le perdía ni caía del
mismo tren o se iba entre el hoyo en el piso.
Mynor, Luis y yo finalmente pudimos
empezar a jugar a las tipachas, como verdaderos expertos que éramos.
En algún momento, vi que doña
Teresa nos veía y me guiñaba un ojo con una dulce sonrisa en su rostro. Era su
señal de victoria con Vicky, imagino.
Al final del juego, cuando
nos aburrimos, la verdad, ninguno de los tres había ganado mucho más que los
otros; quizá hasta quedamos igual que cuando empezamos, pero estuvo alegre. Y
aunque de mi molote de mesha perdí un poco, Luis llevaba de una negra que
también estaba muy buena, y fue con la que me repuse. Era de costa, decía él. Pero
en caso volviéramos a jugar, guardé mi molote de cera mesha, ahora con un
peculiar parche negro, envuelta en papel, adentro de mi bolsa del pantalón.
Sin hacer mayor cosa ni
entretenernos, el calor empezó a dejarse sentir con fuerza otra vez, pero
cuando el tren se detuvo nuevamente para echar agua en su tanque, por suerte vimos
a un señor con su carretilla de madera vendiendo raspas de hielo ahí cerca de
la puerta. Cuando se acercó, dijo tener de piña, de fresa y de mango. Pá nos
compró una a cada uno. Los 3 pedimos de la roja, de fresa; solo Vicky pidió la
amarilla, de mango, dijo el señor. Má le dio un chupón a la mía. Y como ella era
buena conmigo, yo estaba feliz de compartirle. Las jícamas se sentía frías con
ese hielo.
De a poco, el encanto, la
magia y la alegría empezaban a escasear, seguramente se escapaban por las
rendijas y el hoyo en el suelo, y nosotros empezábamos a aburrirnos, por lo que
mamá nos reunió a los 4 y nos propuso contarnos un cuento. Mynor quería contara
uno de miedo, pero nosotros con Luis no queríamos eso. Finalmente, nos contaba
el del caballo blanco que iba al río a tomar agua y no recuerdo qué más, porque
justo cuando estaba en lo más emocionante, llegamos a Cocales y má tuvo que
interrumpir.
Pá, a la carrera, pues ahí el
tren solo se detenía para cargar agua otra vez, cinco o siete minutos a lo
sumo, bajó del vagón y fue a buscar algo de comida. Entre las tres señoras que
vio vendían, encontró a la de los huevos duros con tortilla. Compró para Mynor
y Luis y regresó al tren. Los llevaba medio envueltos en hoja de maxán, como se
hacía. El calor se sentía muy fuerte. Ah, y no, no había cocos, según había
dicho papá cuando regresó corriendo al tren que ya partía otra vez. Tuuuu,
tuuuu, tuuu!!! Sin embargo, llevaba refrescos de piña con melón, bien fríos,
para todos. También jícamas.
Solo uno nos dio en envase
de vidrio, pero debíamos cuidarlo y dejarlo dentro del mismo tren, pues a su
regreso sobre esa misma vía, quienes vendían tales refrescos, entraban a los
vagones a recoger tales envases, muy codiciados, los lavaban y usaban
nuevamente para envasar y vender otra vez sus deliciosos refrescos. Como eran
tiempos de cuando los chuchos se amarraban con longanizas, no había ladrones —decía
papá. ¿O sería al revés? Pero a nosotros nos gustaba más el refresco en jícama
Mynor y Luis devoraron sus huevos
duros con tortilla. También tenían salsa de tomate. Y a mí se me hizo agua la
boca, pero ya no podría comer alguno. Aunque mi papá ya había dicho que en
Mazate almorzaríamos, pero faltaban todavía como 2 horas para llegar. Y como
mamá se durmió, pues ya no siguió contándonos el cuento. Papá nos cuidaba a los
4.
Pero él era un papá genial,
aunque en ese tiempo decíamos: “era topado”, y sin que alguno de nosotros viera
cuando lo hizo, sacó de la bolsa de lona su radio de transistores. Uno de marca
Crown, de 2 bandas, con su estuche de cuero bien bonito, y que había comprado un
par de meses atrás. De inmediato sintonizó la radio Nahuala, creo recordar que
decían, y los sonidos de marimba se esparcieron inmediatamente en aquel vagón,
inundándolo de alegría y fiesta para sus ocupantes. Al extremo que quienes
dormían, incluyendo a mi mamá, despertaron.
Al poco rato, una pareja de
señores se puso a bailar en medio del corredor del tren, y mi papá no dudo en
seguirlos e invitó a mi mamá. Nosotros, con Vicky y doña Teresa, también
hicimos lo nuestro. Un círculo, tomados de la mano los cinco, y girábamos al
ritmo de las notas de la marimba. Era muy gracioso, pues el bamboleo del tren
nos agregaba movimientos extras, inesperados, tanto a los danzantes como a
quienes jugábamos. Cuando se escuchó Lagrimas de Telma, no quedó nadie sentado
en aquellas bancas.
Doña Teresa decía era una
pena no tuviéramos hojas de pacaya para decorar las paredes y pino para regar sobre
el piso, pues hubiera sido el complemente perfecto para la fiesta en el
tren.
De hecho, cuando nos
detuvimos nuevamente en la estación de bandera de Nahualate para cargar agua
otra vez, el señor maquinista, escuchando que sonaba música en nuestro vagón,
llegó y se subió, y de primas a primeras invitó a bailar a doña Teresa. Yo creí
que no iba a aceptar, pero ella se veía feliz y complacida, y bailó con él. Según
dijo él en tanto bailaba, era la primera vez que algo así le sucedía en el
tren, en los casi 40 años que llevaba de trabajar en el monstruo de hierro, y
que era una gran idea. Promovería llevar radio en los vagones para deleite de
los pasajeros. Y así, por primera vez en su historia, aquel enorme y viejo
caballo de acero estuvo detenido poco más de todos los minutos y segundos que
dura la canción de El Ferrocarril de Los Altos, la cual casualmente había
empezado a sonar a los pocos segundos de cuando él abordó nuestro vagón e
invitó a bailar a doña Teresa. Cuando finalizó la canción, lamentándose, tuvo
que volver a su trabajo y echar a rodar el tren otra vez, siempre rumbo a
Mazate, nuestra próxima parada.
Distábamos aún algún tiempo de
aquella estación, quizá 45 minutos o una hora, pero entre bailes y canciones, el
tiempo pasó volando, pues luego de atravesar extensos cañaverales, bosques y
varios puentes sobre caudalosos ríos de la costa, nos aproximamos y llegamos.
Me encantó ... leer este cuento fue como haber vivido esos momentos. Bello relato de tiempos lejanos. Gracias ...muy entretenedor.
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