El Tren es una Fiesta: capítulo II
CAPITÚLO II
Luego de transitar a lo
largo de muchas calles desoladas y frías, apenas alumbrando el sol y sin más autos que
el camión en que íbamos, llegamos a la estación central del tren. Era las siete
menos cuarto de la mañana. Y aunque el sol se esforzaba por iluminar, una perenne
llovizna que caía de un cielo marmóreo daba un toque gris y frío a la mañana,
contrastando de sobremanera con mi corazón, que irradiaba ilusión, luces,
colores y felicidad. ¡Alegría total!
Papá vestía su pantalón
caqui de viaje, que era el mejor que tenía, y camisa blanca de manga corta y
sombrero. Aunque también llevaba saco, se lo había quitado y lo llevaba
colgando sobre su hombro. Se había rasurado la noche anterior. Mamá iba linda.
Con un vestido de ligero algodón, decían ellos, y que papá le regaló para su
cumpleaños. Era blanco con muchas florecitas color mandarina y sus hojas
verdes. Le llegaba debajo de las rodillas. Pero ella sentía frío aún, como yo, por
lo que no se había quitado su sweater azul ni yo mi chumpa roja. Se veía linda
mi mami. Ah, y Vicky, como aún dormía, seguía envuelta en chamarras y con la
gorra amarilla de lana en su cabeza. La de pollito.
Papá dijo que debíamos
apresurarnos, pues el tren partía a las 7:25. Me pidió sostener su saco en
tanto el mismo bajaba rápido desde el camión el baúl, que entonces yo ya sabía
así se llamaba, y la valija de cuero. Mamá, igual que antes, bajó la bolsa de
lona y la cajita de madera, en tanto sostenía a Vicky cargándola con su brazo
izquierdo.
—Má, dame la bolsa. Yo puedo
llevarla.
—Pesa mucho, mijito. No te
preocupes.
—No má, yo la llevo en la
espalda. —le insistí, en tanto Popin parecía estar de acuerdo conmigo, pues se
mantenía a mi lado, sujeto al cincho de mi pantalón con el lazo, ya que papá me
lo había amarrado ahí en cuanto lo bajó del camión.
Estábamos en esas cuando papá
apareció de regreso, que sin darnos cuenta ya había ido a dejar el baúl al
vagón de carga del tren. Tomó entonces la bolsa de lona azul y se la colgó al
hombro, la valija de cuero y la cajita de madera con su mano izquierda, y a mí con
su otra mano, y yo, en la otra mano, con su saco. Y junto a mamá, caminamos
hacia el andén. Ella con Vicky entre sus brazos, que aún dormía a moco tendido.
Popin, adelante un metro, con el lazo desde mi cintura atado a su cuello.
Gente iba y venía. Algunos
con sombrero negro de fieltro y paraguas, muy elegantes, y otros como papá y mamá;
pero niños, muy pocos. Yo no miraba más que dos o tres. Continuamos caminando y
finalmente entramos a una gran casa: La estación, explicó papá. Ahí sí había
más gente, mucha más, e incluso otros niños, pero sobre todos resaltaba imponente
y majestuoso, resplandeciente y mágico, aquella larga y enorme montaña de
hierro: el tren.
Yo no tenía ojos para ver
algo más. El tren me acaparó.
Viendo mi estado de éxtasis
y deleite con aquella enorme máquina del tiempo y para que yo pudiera acercarme
a verla y contemplarla, y si podía, tocarla, mamá me pidió le diera el saco de
papá y también dejara a Popin, amarrando su lazo a la baranda de la banca donde
ella esperaría. Así mismo, papá dejó ahí, al lado de aquella banca, las cosas
que cargaba.
En el ambiente flotaba un
olor a aceite quemado, a grasa, y en oleadas, a humo y carbón en llamas, a
hollín. Aunque por un instante se percibía a lo lejos también el de naranjas
que la señora que vendía jugo cortaba al otro lado de las ventanas, afuera, a
la orilla de calle, que sin duda se colaban por entre las puertas, ventanas y
rendijas de las paredes de la estación.
La locomotora era muy
grande, imponente, toda negra, de hierro y con el número 34, enorme, en color
blanco, pintado varias veces a sus costados. Se veía fuerte y pesada, como de
acero. Detrás de ella, una larga fila como de camionetas, aunque todas de
madera, cuyas ventanas a lo largo se perdían una detrás de otra hacia atrás. Y
el humo blanco que a chorros pequeños sacaba desde abajo cada poco, sin ser
mucho, le daba la impresión a aquella imponente montaña de hierro de ser un
monstruo viviente. Yo lo miraba desde mi pequeña estatura, pero no cabía todo él
en mis ojos. Debía verlo con la cabeza girando, para recorrerlo de adelante hacia
atrás y de abajo hacia arriba. En esas, papá me tomó de la mano y me llevó
caminando justo al lado de aquella enorme cosa.
—Esta es la locomotora, como
sabes, es el motor del tren, la que jala todos esos cuartos o casas que ves
atrás, que se llaman vagones —explicaba. —La locomotora es la que produce la fuerza
para jalar los vagones, pues esos que ves ahí atrás, los vagones, solo se dejan
llevar. La locomotora los jala, o los empuja, en caso de retroceder. Y no, no
usa gasolina ni diésel como los autos. Mira, usa carbón —dijo, en tanto
señalaba en la parte de atrás de la misma locomotora un enorme vagón sin techo,
como cajón, lleno de carbón. —y desde ahí lo van sacando y lo pasan hacia
adelante conforme se necesita. —agregó.
—Pá, ¿y así camina? ¡Qué
raro, verdad! Y mira sus ruedas, también son de hierro. No son de llanta.
—Así es, mijo. Ese carbón,
como te decía, se introduce en un fogón ahí adelante, adentro de la locomotora.
Es como un horno, donde arde y calienta mucho, hasta hervir el agua que lleva encima,
lo que produce vapor, el cual se usa para impulsar las partes del motor. Y sí,
todo el tren es de hierro, las ruedas también. Algunos llaman a los trenes: caballo
de acero. Pero no caminan, hijo. Los trenes se desplazan sobre rieles, con sus
ruedas. Mira, ven acá adelante, ese es su camino —agregó señalando las vías del
tren — Siempre sus ruedas van montadas encima de esas dos líneas, sin salirse
un solo momento. Y también son de hierro, puro hierro. Es la línea del tren o
las vías del tren —explicó, aunque pronto añadió —pero ven, vamos por mamá, Vicky
y Popin, que ya es hora de abordar.
—¿Hora de qué, pá…?
—De subirnos al tren, hijo.
Así se dice: abordar. Ya es hora.
—Ah, sí. Y eso del carbón y
el vapor de agua nos lo dijo la profesora Conchi en la clase. Tal vez sí es
cierto que ya subió uno.
Cuando llegamos donde mamá,
a la banca donde esperaban, vi que Vicky ya había despertado y, para mi
sorpresa, tomaba atol pero en pacha. Mamá, viendo mi sorpresa, pues Vicky ya no
era tan chiquita para eso, y tenía tiempo de no tomar en pacha, me explicó que lo
hacía así en ese momento porque no podía haber llevado el atol de otra forma.
Popin brincaba y me lamía
con su lengua las piernas para que lo desatara de la banca, pero justo cuando
lo iba a hacer, papá tomó la pequeña caja de madera, que yo no había visto
también tenía varios agujeros en sus lados, y desató a Popin, lo cargó y lo
metió en ella. Y el lazo lo uso para cargarse la cajita atravesada en su pecho.
Luego, ya con la mochila de lona azul sobre su hombro y la valija en su mano
izquierda, me tomó con su derecha para ir hacia el tren y abordar. ¡Yo no lo
podía creer!
Se detuvo un instante justo enfrente
de la puerta para que yo pudiera observar cómo se abordaba y luego entramos al
vagón. Papá, mamá, Vicky, Popin en su caja, la valija de cuero y la mochila de
lona azul finalmente estábamos a bordo, a punto de partir.
En ese momento yo miraba
desde ahí hacia afuera, sintiéndome todo un conquistador, un rey o qué sé yo,
pero lo que sí sabía era que estaba en lo más alto de mis sueños, de mis
ilusiones, en ese momento hechas realidad.
Pero pronto mamá me llamó
para ir a escoger la banca donde nos sentaríamos durante el viaje. Papá acercaba
a nosotros la valija de cuero, la mochila azul de lona y la caja con Popin
adentro.
Fue entonces cuando por fin
pude observar aquel enorme vagón. Vi que era como una camioneta, tal vez con
más espacio, aunque los asientos eran de madera al igual que el piso y las
paredes. Si, de tablas de madera. Pronto vi que en alguna de ellas en el piso había
un agujero a través del cual se miraban hierros y trozos de madera hasta abajo,
en el suelo.
—Pá, mira, hay unos trozos o
leños de madera debajo de las líneas del tren —le dije, señalando el agujero.
—Sí hijo, esos trozos se
llaman durmientes, y soportan y sujetan las líneas del tren que te enseñe, a
todo su largo. Si no, ¿qué crees que pasaría?
—Hmm, no sé. Pero si se
llaman durmientes es para que duerma algo. ¿O no?
—Ah, no, no son para eso,
hijo. Sirven para mantener las líneas del tren separadas, y a la vez unidas a
la misma distancia a todo lo largo de la línea, además, facilitan soportar el
peso de todo este hierro y el nuestro sobre ellas. ¿Comprendes?
—Sí, papá, gracias. Tú sabes
mucho —respondí, aunque en ese instante me preocupaba más que, aunque Popin era
pequeño, yo no sabía si cabría en ese agujero en el piso y podría quedarse tirado
en el camino. Para cerciorarme, fui al sillón donde lo pusieron en su caja.
Siempre se alegraba cuando me veía, pero ahora solo podía lamerme las manos y
los dedos. Y no, no cabría en ese agujero. ¡Uf, qué alivio!
Con Vicky recorríamos de
abajo a arriba y del frente hacia atras aquella enorme casa, como ella decía,
cuando de pronto se escuchó resoplar en el aire un fuerte tuuuuuu, tuuuu, tuu
con el que el maquinista anunciaba que partiríamos. Y así, despacio, muy, muy
despacio, todos los hierros que había visto en la locomotora y debajo del tren empezaron
a rechinar y a crujir entre sí, haciendo un ruido que me causó miedo por un
instante, y papá lo notó, pues me tranquilizó con su cara de buena gente y una
sonrisa de consuelo, decía mamá cuando lo veía que él la hacía.
El enorme vagón empezó a temblar
y estremecerse, y de a poco, a mecerse suavemente de un lado a otro y a avanzar
lento, muy lento. Tuuuu, tuuu, tuu se escuchó otra vez, a medida que el tren
alcanzaba alguna velocidad y la gente en la estación pasaba a través de las
ventanas quedándose atrás, aunque apareciendo inmediatamente otras nuevas,
hasta cuando finamente el tren salió de debajo del techo de la estación y un
sol aguado y alguna llovizna le cayeron encima y la gente de afuera se quedó en
definitiva atrás.
Yo iba de pie sobre la
banca, pero papá me dio confianza para que fuera de brazos cruzados sobre el
marco de la ventana y así ver pasar todo, aunque él siempre estaba al lado,
atento. Vicky también debe haberse asustado cuando el tren empezó a avanzar,
porque lloriqueó un poco y se aferró al cuello de mamá, aunque al poco rato ya
iba también de pie sobre la tabla del asiento viendo hacia afuera por la ventana.
En ese momento me percaté iba vestida con su vestido favorito. Un amarillo vibrante
que le decíamos era de pollito.
Luego supe que la chumpa
roja y ese vestido amarillo vibrante eran en caso nos extraviáramos, pues esos
colores eran fácil de verse a lo lejos entre las multitudes.
En su encierro, Popin se paró
sobre sus cuatro patas y aulló dos o tres veces, como intentando comprender qué
pasaba; finalmente se calmó, pero también veía a través de las ventanas todo lo
que a ellas llegaba y luego se iba.
Papá decía que el tren aún
no iba a su máxima velocidad, pero en esas vi que pasábamos sobre una calle con
algunos autos hasta abajo, más abajo que el piso de la estación, y que parecía
pasaban debajo del tren, por lo que le pregunté. Me indicó que ese era un
puente, el Puente de la Penitenciaria, cerca del Centro Cívico, y que sí, ahí
el tren pasaba bastante alto y los autos debajo de él. Toda una magnífica odisea.
El tren avanzaba cada vez
más rápido y ya no llovía. De hecho, misteriosamente el sol alumbraba con
fuerza. Tibio y radiante, bajo un cielo despampanante. A través de las ventanas veíamos algunas cuantas
casas a la distancia con sus chimeneas sacando humo; más cerca, gente que desde
las ventanas o a la orilla de la línea nos despedía con pañuelos en sus manos.
Pero a cada poco, escuchábamos aquel mágico tuuu, tuuu, tuuu. Según dijo papá,
cada vez que el tren se acercaba a alguna calle de mucho tránsito de vehículos,
hacía sonar su silbato para advertir a los pilotos de no atravesar la línea y evitar
algún accidente o choque con él.
Y así, entre que esto es
aquello y aquello es lo otro, y esto es así y aquello es asa, papá siempre me
enseñaba todo lo que sabía.
Luego de 30 minutos
descubriendo cada rincón dentro de aquel vagón y haber visto hasta la saciedad
las cercanías y las lejanías a través de sus ventanas, extensos y vastos campos
despoblados, con Vicky siempre detrás de mí, conocí a doña Teresa, con quien platiqué
un rato, ya que ella viajaba sin más compañía que la de un pequeño perrito que
dijo ella era de raza chihuahua, y aunque no era tan bonito como Popin,
fastidiaba ladrando chillonamente. Por fortuna, Popin no le ponía ninguna
mínima atención. Se llamaba Pancho, en honor a un tal Villa, dijo ella.
Explicándome que lo llamaba así por la relación entre la raza de su perrito
fastidioso, un pueblo en México y un señor de allá que era famoso. Pero la
señora era amable. Jugueteaba con Vicky. Y además vestía con ropa elegante, como
de jinete de caballo de desfile, es decir, con amplias naguas y blusa de manga
larga, de cuello alto bien cerrado, pero también llevaba sombrero y sombrilla.
Ella era fina, como les llamaba doña Teresa, la señora vecina de casa, a las
señoras que así vestían. No había duda.
Como los viajeros éramos
pocos, el vagón estaba vacío casi que por la mitad, por lo que con Vicky teníamos
suficiente espacio para ir y venir, ya fuera entre los diferentes asientos a
ambos lados o a lo largo del corredor. Aunque atrás, en el rincón, habían
algunas cajas que parecían misteriosas. A pesar de la amplitud del espacio, en
cierto momento empezó a quedarnos pequeño y tuve ganas de ir a los otros
vagones para investigar y conocer, pero papá me decía que no había puerta por
dónde pasar a ellos, pero que más adelante, cuando se detuviera el tren, me
subiría en otro para que lo viera. Entre tanto, ese vagón era todo mi mundo
mágico.
El tren pasaba en medio de una
alfombra de verdes y aterciopelados pastos que se extendía de a poco hasta las
distantes praderas, donde muchos árboles con flores rojas y anaranjadas las
salpicaban abundantemente; cerca, muy cerca y claramente distinguibles,
diversidad de pájaros de todo tipo y color, amarillos como los Bienteveo, clarineros
negros, zanates grises y urracas azules y blanco, huían estrepitosamente en
audaz vuelo seguramente despavoridos con el bramido y el traqueteo en tierra de
la locomotora y sus vagones. Ocasionalmente, algún cafetal a derecha o
izquierda, y como siguiéndonos siempre, un río a izquierda, que con sus vueltas
alejándose y acercándose a la línea férrea, parecía coquetear con el tren. Con Vicky
estábamos entonces nuevamente apostados de brazos cruzados sobre la ventana,
disfrutando la aventura y todo lo que podía estar sucediendo en aquellos
parajes, máxime cuando divisábamos alguna vieja casa solitaria en la llanura,
la cual má decía parecía estar habitada por enanitos y quizá Blanca Nieves, aunque
yo imaginaba más bien la habitaban brujas y fantasmas.
De pronto, papá nos llamó y nos
pidió sentarnos y permanecer sin movernos a su lado, sin ver hacia afuera. A los pocos
minutos nos indicó que ya podíamos mirar a través de las ventanas, y ¡oh, gran
sorpresa! Una enorme poza de agua, pero muy, muy enorme y cristalina, límpida, se extendía hasta
allá, a lo lejos; pero él nos indicó ver rápido hacia el otro lado, donde vimos
que la poza de agua se extendía también hasta allá, al otro lado. Pasábamos
sobre un inmenso mar de agua. Había muchos patos verdes y cisnes blancos, algunos
volando cerca del agua y otros nadando o estacionados quietos sobre el agua, sin
inmutarse con el paso del tren, aunque otros sí, huían; muchos peces se veían también yendo y viniendo asustados entre aquellas aguas; a lo lejos, algunos flacos y elegantes flamencos rosados parados en una de sus patas y, cerca de ellos, alguna mamá pato, pues se veía un hilo de polluelos detrás de ella, siguiéndola. También
había muchos señores pescando desde sus lanchas. Otros tiraban la atarraya poco adentro de las orillas, con su cuerpo a media agua.
Papá nos explicó ese era el
lago de Amatitlán, el cual atravesábamos sobre un relleno y puente hechos años
atrás precisamente para que por él pasara el tren y atravesara el lago. Fue un
momento de mucha magia, pues nunca imaginé el tren pasaría sobre tanta agua.
Casi no se alcanzaba a ver hasta dónde estaban sus orillas, pues era grande,
grande, con sus aguas muy limpias y rodeado de muchas montañas bastante altas, con muchos árboles verdes y frondosos cubriéndolas.
Cuando el tren finalmente se
aproximaba sobre el puente a la otra orilla del lago, vi que había muchos
señores pescando con varillas de bambú, y a su lado, muchos peces colgando de
pitas. Entre el agua, niños y señores nadaban y otros jugaban a la pelota, y
allá, a lo lejos, alcance a ver otros que iban como de pie sobre el agua,
estirando sus brazos, en tanto una lancha con lazos las jalaba. Esquiaban, me
explicó papá. Me sorprendió muchísimo esa actividad. Me gustó, y pensé que
algún día lo haría.
Una vez terminamos el periplo de pasar sobre el lago, pá nos dio permiso para seguir hurgando y descubriendo en el vagón. Jugábamos entonces en el rincón, atrás, sobre las cajas de madera, intentado meternos debajo de ellas, sin embargo, estando en esas, doce o quince minutos después los hierros del tren empezaron a crujir y las ruedas de hierro a rechinar nuevamente, y desde la ventana vi que también echaba chispas desde abajo. El tren empezó a bajar velocidad y finalmente se detuvo.
Algunas personas se
levantaron de sus asientos y salieron del tren, en tanto otras entraban y se
sentaban. Afuera, al lado, gente iba y venía a ambos lados del tren, aunque más
del lado de la estación, que tenía una rampa en el piso que hacía más fácil
subir o bajar de los vagones. Algunas lo hacían despacio, otras, corriendo, sin
embargo, en ese instante, cinco o seis minutos después de haberse detenido, el
tren resopló nuevamente con su mágico tuuuu, tuuu, tuu y empezó a rechinar, a
crujir y a avanzar otra vez, bamboleándose pesadamente sobre las vías.
Despacio, muy despacio, como cuando salimos de Guatemala, pero cada vez más
rápido, tal como también cuando salimos de Guatemala. Algunas de las personas
afuera corrieron entonces con más apremio y prisa, y desde la ventana pude ver
cómo se lanzaban desde la rampa ya casi a flor de piso para ingresar al vagón.
Esa estación en Amatitlán era de bandera, donde el tren se detenía apenas pocos
minutos para subir y bajar pasajeros y abastecer de agua su tanque para luego hacerla
vapor. Para echar como que gasolina, dijo mamá, que era muy práctica y no se
complicaba mucho con sus explicaciones. Y yo le entendía.
Al poco rato el tren avanzaba
casi en línea recta en medio de dos altas montañas, el cañón de Palín, dijo mi
papá. Como por fortuna seguía sin llover, pudimos ver muchos árboles de flores
moradas, jacarandas dijo mamá, que se hilvanaban uno detrás de otro a lo largo,
formando una impresionante valla de ese color para el paso del tren. Pero la
montaña a nuestra izquierda, atrás de aquellas jacarandas, era sin duda una
enorme y tupida jungla verde, muy verde, como las de Tarzán. En ellas,
imaginaba yo, seguramente había elefantes y leones y monos, y muchas serpientes,
tal vez anacondas, pues se veía muchísimo monte e infinidad de árboles, gruesos
y altísimos. Enormes. Otro río corría a nuestro lado, en la misma dirección,
aunque ahora a derecha. Se había unido a nuestro recorrido recién cuando
salimos de Amatitlán. Michatoya se llama, dijo mi papá. Él se las sabía todas. De
todas.
Al poco rato, aquellas
montañas a ambos lados del tren se fueron cerrando de a poco, hasta dejarnos solos
entre ellas, en un estrechísimo callejón de altos paredones de montaña y selva
a ambos lados. La mañana se puso oscura y hasta fría, pues al mismo sol que
aunque no brillaba y nos había acompañado minutos antes, sin duda se le
dificultaba entrar ahí, hasta ese recóndito lugar del mundo. Sin embargo, de a
poco empezamos a escuchar un estruendo y a sentir cómo pequeñas gotas de agua
flotaban en nuestro rededor, sobre nuestra cara y se pegaban a los vidrios de
las ventanas, y un segundo adelante apenas, viendo por la ventana sentí como
que el tren saltaba por los aíres y volaba. Sí, íbamos como volando, pues al
salir de aquel callejón nos encontramos de pronto a gran altura, y el tren como
en vuelta, virando a izquierda sobre un altísimo puente. Hasta me asusté y me agarré
del cuello de papá, y Vicky del mío, pero él nos tranquilizó diciendo que ahí era
donde iniciaba el cañón de Palín, o finalizaba, según se viera, pero que el
tren ahí iba sobre un puente muy alto, como no habíamos pasado por ningún otro
lugar antes. Sin embargo, era seguro. No había de qué preocuparse.
¡Caramba! Íbamos hasta
arriba, entre nubes de agua. Sin embargo, una vez escuché a papá, me atreví a acercarme
a la ventana y ver hasta allá abajo, en el fondo. Ahí, el río que nos acompañaba
se dejaba caer en cascada, estrellándose contra una enorme poza. Sí, el
Michatoya, justo cuando iniciaba la curva que recorríamos en ese momento, se
dejaba caer desde lo alto, formando una grande y hermosa catarata que a su vez
producía senda nube de agua que envolvía de blanco el paraje y sin duda al tren,
dándole un aspecto extraño y también mágico. Papá dijo que ahí se llamaba la Curva
del Diablo. —¡Uy, qué feo el diablo! —pensé, aunque el lugar en realidad no era
feo sino más bien, misterioso. De hecho, tenía cierto encanto. Y en la poza,
gran cantidad de gente que disfrutaba de la cascada y de las aguas frescas. De
la vida. De un retazo de la vida.
Una vez terminamos de pasar
la Curva del Diablo, volteé a ver hacia adelante, hasta donde me alcanzaba la
vista.
Allá, al frente, el paisaje era
completamente distinto a lo que hasta ese momento habíamos visto durante el
viaje. De hecho era sorprendente y maravilloso, pues se miraba hasta allá, bastante
lejos. Y más allá, muy, muy lejos, yo veía cómo las montañas se hacían más y
más chiquitas, hasta que se desvanecían por completo, extendiéndose de a poco
sobre una inmensa planicie que se alejaba y alejaba, dejando su verde y
llegando al gris, hasta una línea brillante que emitía destellos celestes,
plateados y dorados en el horizonte. Antes de que yo preguntara —Es el mar —dijo
él, que siempre estaba presto a lo que hacíamos, decíamos y hasta pensábamos,
creo, pues adivinaba y respondía mis pensamientos y mis dudas solo con verme.
—¡Ah la, qué emoción! ¡Qué
bonito, pá!. El mar. Ahí hay muchos tiburones y ballenas, dice mi maestra.
—Sin duda, hijo. Y grandes
barcos. Más grandes que este tren.
Yo solo podía imaginarme todo
eso del mar, pues nunca había ido; pero en la escuela estaba dibujado en una de
sus paredes un mar de cuando vinieron los españoles, decía mi maestra. Se veía
a un señor de barba, con casco de hierro en su cabeza y una espada en su cincho,
de pie sobre una playa, y a su lado, otro señor enseñando una cruz como de oro,
hincado sobre la misma playa; atrás de ellos, a lo lejos, entre el agua del mar,
tres grandes barcos de madera estacionados.
Luego pensaba que los
tiburones nadaban ahí cerca, en la orilla, merodeando y viendo quién se
descuidaba para comérselo entero. Solo de pensarlo se me enchinaba el pellejo.
La piel, perdón.
Sin embargo, de a poco: el
sol y el viaje, las emociones y haberme despertado tan temprano ese día por la
mañana, terminaron por doblegarme, y sin duda me dormí, pues no recuerdo sino
hasta cuando los hierros del tren empezaron a rechinar y crujir nuevamente y la
enorme máquina se detenía por completo. Estábamos en Escuintla, la Ciudad de
las Palmeras, y hacía mucho calor, aunque también habían muchísimas palmeras,
flacas y altas, muy altas, y llenas de cocos; para nuestra alegría, papá dijo
que tomaríamos el desayuno, pues el tren ahí se detendría bastante tiempo.
Lo primero que vi afuera, a
través de las ventanas, fueron las ventas de frutas. De mangos amarillos,
anaranjados y rojos, pero también verdes. Papayas de tonos naranja, cocos,
zapotes, pero bien grandotes. También había nances, naranjas, piñas, mandarinas
y paternas y cushines en abundancia, que a la vez embellecían el lugar, que se
veía muy bonito, pues el colorido de las frutas producía todo un arcoíris.
Pronto se acercaron a las
ventanas del tren señoras con canastos en su cabeza gritando ¡pacayas con
huevo! ¡Huevos duros, tortillas…! ¡Gallina! ¿Qué va querer joven? Mi reina,
¿qué le doy? Otras anunciaban tortillas con frijol, con queso, bananos, piñas,
naranjas y esto y aquello. Se veía alegre, pero más que alegre, olía delicioso.
A frutas y a comida calientita, recién hecha. Y Vicky y yo ya moríamos de
hambre. Mamá también, según confesó; y finalmente, papá también lo aceptó. Pero
dijo, para no complicarnos, todos comeríamos un huevo duro y una pacaya
envuelta en huevo, con su salsa de tomate y cebolla refritos, la cual nos
encantaba y mamá nos hacía en casa los domingos. De complemento, comeríamos un
banano cada uno.
Una señora bajó de su cabeza
el enorme canasto que llevaba y lo puso sobre una mesa de tres palos que armó
ahí mismo, sobre el suelo, al lado del tren, y ahí fuimos con papá a comprar.
Mamá y Vicky se quedaron en el vagón pues había mucha gente entrando y
saliendo, ya que algunos cambiaban de tren en esa estación para continuar su
viaje hacia el puerto de San José o llegaban de ahí y se unían a nuestro tren rumbo
a Ayutla, en la frontera con México.
El tren se detenía en
Escuintla cerca de 30 minutos, pues también bajaban y subían mucha carga,
intercambiándola con el otro tren seguramente, pero además se abastecía otra
vez de carbón y agua, sus combustibles, para continuar la travesía hacia la
frontera con México.
El agua era fácil de
abastecer entre el tanque, pues el maquinista simplemente colocaba la entrada o
boca del tanque debajo de la salida de la bomba de agua, levantaba la pichacha
y el tanque se llenaba por gravedad en dos o tres minutos, pero el carbón se
subía a costales o a pala o a carreta, y se tardaban como 25 o 30 minutos en
hacerlo.
Lo que sí es que ese
desayuno, mi primer desayuno en tren, en mi vida, es inolvidable, más que papá,
para festejarnos, pues nos quería mucho, compró también piña para complemento
de los bananos, y así, con la magia del tren y la barriga llena, el corazón más
contento. Tanto que hasta el calor se hacía pasajero, soportable.
Papá había terminado de
comer antes para poder sacar a Popin por ahí cerca. Cuando lo sacó de su caja,
con la correa al cuello y lo bajaba del tren, no pude resistir, y engullendo a
prisa lo que me quedaba del desayuno, de inmediato me levanté, me le acerqué y
fui con él. Popin estaba feliz. Lo primero que hizo fue levantar la pata y
orinar justo en un poste viejo de hierro oxidado que estaba en la esquina del
andén. Luego, bebió agua que papá sacó abriendo un chorro a la vuelta de la
estación. Y después creo que hasta lo vi sonreír cuando comía un poco de lo
poco que habíamos dejado. Las pacayas envueltas en huevo le encantaron. Pero justo
en esas, el tren tuuuu, tuuu, tuu, anunciaba su partida, por lo que los tres
corrimos a toda prisa, él incluso cargando a Popin entre sus brazos, y nos
subimos al tren. En segundos, aquel empezó a rechinar sus hierros y sus ruedas,
a crujir las vías y a avanzar. Papá puso a Popin en su caja y le dejó otro
resto de comida dentro de ella.
Justo quince o veinte
segundos después, cuando el tren había recorrido apenas dos o cuatro metros, no
sé, y empezaba a tomar impulso y alguna leve velocidad, entraron por la puerta
a toda prisa y de bruces casi, dos niños más o menos de mi edad. Parecía más
bien los habían lanzado o empujado desde afuera. Detrás de ellos entró también
una mochila que alguien les lanzó desde afuera; cayó a sus pies. Dos o tres
segundos después, otros dos o tres metros más adelante, con el tren yendo poco
más rápido, vimos a un señor corriendo con gran esfuerzo al lado del tren, pero
que irremediablemente no lograba alcanzarlo. Jadeaba en realidad, sin embargo,
logramos escuchar que a gritos le decía a aquellos niños: —Recuerden, no se bajen hasta cuando vean a Mario; no se vayan a bajar
solos. Fue lo último que le escuchamos decir antes de que el tren alcanzara
velocidad y él desapareciera detrás de las ventanas, sin embargo, aún vimos cómo
otra mochila similar a la primera, seguramente lanzada por aquel mismo señor, intentó
entrar al vagón, pero para mala fortuna golpeó y rebotó justo en la esquina de
la puerta, arriba de la última grada abajo, y se quedó tirada, quizá al lado de
las vías o debajo del mismo tren. Tuuu, tuuu, tuu!!!
Los niños, aún desde el suelo, asustados, levantaron su vista y vieron a su alrededor . Nos vimos. Sí, yo vi que ellos me vieron. ¿O ellos vieron que yo los vi? Pero mi papá se levantó de su asiento de inmediato y acudió en su auxilio. Tuuuu, tuuu, tuu.
FIN
Nos vemos en un par o trío de meses, o antes, si el mundo lo reclama. 😉
Qué maravilla! 🚂🚂🚂
ResponderEliminarUn colorido y hermoso cuento que esperamos,que continue....Gracias,por ese bello relato ...
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