El mar...

El mar calmo y cenizo, extendiéndose como un espejo sin brillo hasta el infinito, rasgado apenas por el lento aleteo de algun delfin solitario me resultaba soso.

No mostraba encanto alguno, pues incluso las gaviotas se negaban a alzar vuelo alguno, manteniéndose ahí, a las orillas, agitando ocasionalmente sus alas pero sin decidirse a volar. Solo un par de viejos y alicaídos pelícanos se aventuraron a pasar en pasmoso y desganado vuelo muy cerca del delfín, ahora a más distancia. Hasta el mismo sol se negaba a recostarse en aquellas aguas, prefiriendo permanecer oculto detrás de las nubes.

Sin olas, el mar semejaba un lago. Un lago sin encanto, pues sus aguas pesadas y grumosas, como atol, y sin luces, ni brillos ni destellos, sin sol, sin vida, semejaba más bien en realidad un pantano moribundo que lago alguno.

Sí. El mar, la mar, debe ser brava, fuerte, dinámica. Osada y retadora. ¡Alegre e impetuosa! La mar tiene que ser vida, enjundia, reto. Debe imponerse con sus olas y con sus vientos, con sus tormentas, sus relámpagos y sus truenos. 

El mar, para ser como la vida, no puede ser calmo.



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