lunes, 31 de enero de 2022

Tita, la gotita!!!

 

Tita, la gotita.

¿Cuál es el propósito de los ríos?

Si habiendo nacido en la cima de la montaña, tan pequeños e insignificantes cual trencito de gotas, deben constantemente descender y recorrer lenta y serpenteantemente laderas, barrancos y llanuras hasta convertirse en imponentes y caudalosos torrentes de agua que inexorablemente desaparecerán al llegar a su destino.

 

¿Por qué?

¿Cuál es realmente el propósito de tanto tiempo empleado y esfuerzo realizado?

¿Cuál es su meta al momento de nacer allá en la cima?

 

¿Morir?

¿Extinguirse?

¿Desaparecer?

 

¿Cómo es que crecen, si van hacia abajo todo el tiempo?


Resbalarse por sobre la piedra le tomaba mucho tiempo, pero en cuanto se soltaba y caía a la poza, se esforzaba por llegar a la parte menos oscura, subir rápidamente a la superficie y permanecer ahí para calentarse con los rayos del sol, y así, evaporarse para convertirse en nube; cuando ya era nube, se enfriaba hasta ser gota de lluvia y caía en la cima de la montaña; se colaba entonces por entre la tierra, piedras y hendiduras, y finalmente llegaba a la oscura cueva en donde estaba la piedra por la que nuevamente resbalaba para otra vez dejarse caer en la poza donde, apresuradamente, se iba a la parte tibia, subía a la superficie para volver a calentarse, evaporarse, volverse nube, ser lluvia, filtrarse, resbalarse, poza, superficie, calentarse y demás, hasta cerrar “n” millones de veces el círculo.

 

Así era el día a día de una gota que vivía en las altas montañas de los Alpes, entre la nieve, el hielo, el agua y las nubes.

 

Durante esa monótona y aburrida rutina conoció muchísimas otras gotas como ella. A varias las volvía a ver: en la nube, en la lluvia, en la nieve, en la piedra o en la poza; sin embargo, también dejaba de ver a una gran cantidad de aquellas. La mayoría se iba en un pequeño tren que ellas mismas formaban y que, conforme avanzaba serpenteando entre areniscas y guijarros, desaparecía paulatinamente en el corto horizonte, cuando empezaba a descender hacia lo desconocido. A pesar que las veía partir, algunas de aquellas gotas volvían nuevamente, ya al día siguiente, a los dos días o, máximo, a los tres; después de ese lapso, era rara la gota que regresaba a la poza de la cima de la montaña.

  

Pero esta gota de agua nunca quería irse en el tren que sus amigas formaban; por lo que en cuanto veía que empezaban a formarlo, se calentaba rápidamente con los rayos del sol y subía al cielo como nube. Creía ciegamente que ese era su lugar: la cima de la montaña. Y es que así le habían inculcado —Debes ir siempre para arriba, nunca para abajo. Y esta gota así lo aplicaba: permanecía en la poza o iba hacia arriba, pero nunca bajaba.

 

¿Por qué habría de irme hacia abajo en ese absurdo tren? —se preguntaba.

 

Sin embargo, con el paso del tiempo, uno de tantos días, Tita, que así se llamaba esta gota, pensó que ya llevaba demasiado tiempo en ese asunto de poza, calentamiento, vapor, nube, lluvia, etc. Se estaba hastiando realmente. Sus amigas siempre, algún día, se iban, y ella volvía a quedarse sola. Iniciaba una nueva amistad con otra gota y lo mismo: algún día, tarde o temprano, esa nueva gota amiga se iba para siempre y otra vez Tita se quedaba sola.

 

—Quizá no sea tan malo ir un poco hacia abajo. Debe haber algo muy atractivo allá abajo. Quizás el sol sea más caliente y me permita subir aún más alto como nube. Sí, así ha de ser, por eso es que mis amigas se van. ¡Cuán ingratas han sido que no me lo han dicho! —cavilaba Tita, imaginándose simplemente fantasías de lo que aquel misterioso y desconocido recorrido podría presentar.

 

Así, en cuanto tuvo oportunidad de estar nuevamente en la poza y vio que las demás empezaron a formarse, ella también se metió en la fila y ayudó a formar, por vez primera, el trencito que bajaba de la montaña.

 

—¡Uy! Tan incomodo, tantas gotas; y aquélla, ¡qué horrible, cómo se maquilla!. Y ésta que está a la par, ufff, seguramente no se baño —murmuraba Tita quedamente para sí misma.

 

—¿Por qué no nos separamos un poco? —reclamó gritando, al tiempo que se movía un tantito hacia la derecha y, ¡pum!, se cayó del trencito. Éste se le iba, y ella no lograba subirse nuevamente. No podía. Se quedaba atrapada en la poza. De inmediato intentó acercarse y subirse nuevamente al pequeño tren, sin embargo, el esfuerzo y los rayos del sol ya la habían calentado y se evaporó. —¡Caramba! Cómo es posible que no haya podido subirme y formarme —pensaba, lamentándose. Y es que Tita ya estaba ilusionada con hacer el viaje hacia abajo de la cima de la montaña en aquel trencito.

 

En cuanto cayó nuevamente desde la nube como lluvia se apresuró por llegar a la poza y de inmediato nadó con frenesí para llegar a las inmediaciones del tren y subirse en él. Ello a pesar de sentirse sumamente molesta, pues estaba acostumbrada a nadar sola e independiente; ahora le tocaba aguantar apretazones, malos olores, chismes, gotas gritando, gotas llorando, etc. —¡Un desastre, pero bueno! ¡vámonos! ¡Quizá valga la pena! —pensaba, a la vez que se daba consuelo.

 

Para su buena suerte, esta vez sí logró formar parte del trencito e inmediatamente empezó a viajar y a bajar desde la cima de la montaña.

 

Durante su recorrido, rodeadas de altos y verdes pinos al amparo de un límpido cielo azul, Tita, poco más ilusionada, veía cómo se les unían nuevas gotitas, otras que se evaporaban y algunas más se separaban y tomaban otro rumbo; era toda una nueva experiencia, por completo. Conforme avanzaba, el trencito alcanzaba más y más velocidad.

 

De pronto, al salir de una de los tantos recovecos por los que atravesaban, Tita vio con horror que desde una pequeña ladera adyacente bajaba estrepitosamente otro enorme tren de gotas que justo se uniría con ellas. —¡Uy! ¡No vamos a caber! —gritaba, a la vez que se agarraba fuertemente de quienes iban a su lado.

 

El choque de los trencitos causó conmoción total en todas las gotas. Sin embargo, una vez repuestas, se percataron de que en aquel otro llegaban viejas conocidas e incluso familiares que tenían mucho tiempo de no ver. La algarabía era tremenda. Tita se animó muchísimo más cuando vio que también llegaba una vieja amiga, Laura. De inmediato se pusieron a platicar.

 

Durante el trayecto, entre guijarros, hojitas y ramitas, muchos otros trenes se habían unido a éste, y éste a otros, y así las cosas, éste ya no era tan sólo trencito sino más bien un tren formal. Muchas gotas decían que ya iban en riachuelo; otras, que aún no. En fin, lo que sí era cierto es que iban más rápido y con más fuerza. —Siempre algo apretadas —mascullaba Tita, aunque contenta de ir con Laura.

 

Después de dos días de descender entre barrancos y laderas, por fin llegaron a una llanura en la que el río, entonces, se hizo ancho y calmo. Ahí las gotas pudieron estar más cómodas. Había más espacio. —¡Qué alivio! —dijo Tita, al tiempo que bostezaba y estiraba brazos y piernas. Laura le sugirió que no se durmiera y que nadara hacia lo profundo. Pero Tita, ignorando el consejo, se dedicó a nadar por ahí, cerca de la superficie dado que tenía curiosidad por ver cómo era el lugar. Y así, cuando menos se lo esperaba, ¡puffff!, se evaporó nuevamente.

 

—¡No! —gritaba desesperadamente—Otra vez para arriba no. Yo quiero bajar, quiero bajar —se oía a lo lejos, sin embargo, era demasiado tarde: Tita subía inexorablemente, como nube, al cielo.

 

Una vez en las alturas, en cuanto se enfrió y volvió lluvia, se dejó caer nuevamente. Ya no cayó en la cima de la montaña sino más bien cerca de la llanura donde recién se había evaporado. El único inconveniente era que esto fue casi dos días después; Laura ya se había adelantado y estaría muy lejos.

 

Sorprendida, vio que no había poza por ningún lado; estaba completamente sola. Instintivamente se puso a rodar despacio, dejándose llevar siempre para abajo.

 

—¿Qué contradicción?, tengo que ir para arriba, pero ahora me gusta ir hacia abajo —pensaba. —¡Si me viera mi madre! —suspiraba.

 

Rodó y rodó y rodó hasta que finalmente cayó dentro de un agujero en la tierra del cual no podía salir. Estaba presa; por más que se estiraba, no lograba alcanzar la orilla. Estaba a punto de ponerse a llorar cuando de pronto ¡plush! le cayó otra gota encima. —¡Caramba! ¿Qué sucede? —se preguntó. Aún no se reponía del tremendo golpe cuando le cayó otra a su par y luego otra y otra y otra, hasta que el pequeño agujero se llenó y rebasó de gotas. Así, pudo nuevamente nadar hasta la superficie y organizar un nuevo trencito de gotas que, ahora, ella misma dirigiría. Había aprendido a  hacerlo cuando salió de la poza, allá en la cima de la montaña.

 

Dirigiendo ahora su propio trencito hacia abajo, siempre hacia abajo, rodaba y rodaba. Las demás gotas la seguían, despacio pero constantemente. Se les unían otros trencitos y ellas a otros; y así, paulatinamente, se convirtieron en riachuelo otra vez. Y conforme más gotas se les unían, más rápido iban y más contentas estaban todas. Ella se preguntaba cómo era posible que estuvieran tan contentas si no iban para arriba, pero bueno, ya le estaba agradando ir hacia abajo, aun y que no sabía por qué sentía tal agrado.

 

Para su enorme sorpresa, pronto vio que llegaban a la misma poza en que se había evaporado la última vez. Entonces, tomando en cuenta lo que antes le sucedió, y previéndolo, inmediatamente se fue hasta el fondo.

 

Recordó, estando ahí acurrucada entre las piedras y guijarros de la poza, que sus amigas le habían ayudado a salir del agujero; y ahora, a evitar que se evaporara. Esto le hizo pensar que ya no debía ser tan esquiva ni egoísta como solía. Procuró hacer amistad con algunas, y cuando menos lo pensaba, ya estaba envuelta en una amena charla con seis u ocho de ellas. Ya en confianza, Tita les preguntaba —¿Qué hay más abajo? ¿Por qué quieren bajar más? —Las otras únicamente se reían y murmuraban entre sí. A Tita no muy le gustaba tantos secretitos entre ellas, aunque pensando en mejorar su relación, optó por reír de igual manera. No entendía nada de lo que acontecía y optó por dejarse llevar. Ya vería qué sucedería más adelante.

 

Al final de esta enorme poza salía también otro riachuelo. Éste ya estaba formado y no se detenía un solo instante; así, si Tita y sus amigas querían continuar su viaje, tendrían que subirse rápido y todas al mismo tiempo para no perderse unas de otras. —A la una, a las dos y a las tres— dijo Tita, y todas brincaron al unísono subiéndose al riachuelo.

 

Estaban felices. Nadie se evaporó y todas iban juntas, afortunadamente.

 

El riachuelo, en su largo y rápido curso entre nuevos recovecos, pequeñas cascadas y no pocas rocas, pronto llegó a otra poza, aunque de muchísimo mayor tamaño que todas las antes conocidas. Era de verdad inmensa.

 

—Estamos en la laguna. —decían unas, —No —decían otras — aún falta. En fin, Tita no sabía en dónde estaban, pero eran miles y miles de gotas reunidas. Ahí conoció a otras que, como ella misma anteriormente, también se negaban a abandonar esta inmensa poza. Se veían avejentadas, infelices. No se juntaban con nadie y vivían solitarias. Se evaporaban, se volvían nube, llovían sobre esa laguna y nuevamente el ciclo de nunca acabar. Jamás intentaron atravesar siquiera la laguna hasta el otro extremo, mucho menos subir e irse en el enorme tren que ahí se formaba. Tita se mostró sumamente sorprendida. Impresionada, en verdad. —Menos mal que no me quedé allá arriba. ¡Qué horror! Pobres gotas, se les nota que no son nada felices —se decía.

 

Cautivó poderosamente su atención y se emocionó muchísimo cuando sus amigas le contaron precisamente que al otro extremo de la poza se formaba otro enorme tren. Mil veces más grande que los que hasta ese momento ella conocía. Le resultó inimaginable por completo, pues ni por asomo había viajado en uno así, tan grande y poderoso. A este tren ya le llamaban rió, por completo. Y debían nadar hasta el otro extremo de la laguna para llegar a donde se formaba. Una vez todas juntas, emprendieron la travesía. Durante el largo trayecto, las otras gotas intentaban de una y mil maneras explicarle en qué consistía el tal río, sin embargo, ella no podía ni siquiera imaginárselo.

 

Con la curiosidad propia de las gotas, nadó frenéticamente para llegar antes que sus amigas al mencionado nacimiento. Y a pesar de que las otras le gritaban —¡Ey Tita, no tan rápido, espéranos!. —Ella se reía sin prestarles atención.

 

Por fin, sus amigas la alcanzaron y nadaron a su lado sin decir palabra alguna. Se reían y se hacían ojitos entre sí. —¡Shhh! cállate —le decía Luisa a Fabiola —que no te vaya a oír—. Tita iba muy confiada; nunca se imaginó la enorme sorpresa que pronto se llevaría.

 

Adelantito, a los pocos metros, sintió primero una extraña sensación como un jalón hacia algún lado, pero no le dio importancia. Luego, sintió como que iba hacia donde no quería. Se extrañó poco más, pero rápido pensó que era su imaginación. Sin embargo, pocos segundos después, sintió totalmente que ya no podía nadar. Sus brazos no la llevaban a ningún lado. Ella quería ir para allá, pero era arrastrada al contrario. Se asustó. Sus amigas, a su lado, a la vez que se burlaban de ella, trataban de tranquilizarla. Sabían que nada le sucedería.

 

Un fortísimo —¡AAAAAY!— se escuchó en toda la laguna cuando fue arrastrada junto con millones de gotas hacia lo que parecía un enorme túnel: un gran tobogán. Habían llegado al nacimiento del río. Tita sintió que las pupilas se le salían. La fuerza con que ese enorme tren la jalaba le parecía la aventura más extrema que había tenido. La adrenalina le brotaba por los poros.

 

Intentando denodadamente incorporarse, sólo lo conseguía a medias, pues continuaba siendo aún arrastrada por esa fuerza. Finalmente, con mucho esfuerzo y habilidad, logró acercarse a sus amigas —¿Recáspita muchachas, y eso qué es? ¿cómo se llama! ¿Podríamos regresar! — Ella estaba fascinada. Se comenta que de ese evento nacieron los deportes extremos para las gotas.

 

Se asomaba intencionalmente a la superficie para tratar de evaporarse y así regresar a la laguna en busca de un nuevo paseo por el tobogán, pero la fuerza era tremenda y no lo lograba. El río la envolvía y jalaba a las profundidades. No lograría evaporarse nuevamente; al menos no ahí, en ese instante.

 

El grupo de amigas debía gritarse entre sí para escucharse, pues el ruido del río era ensordecedor. Se desplazaba con fuerza e ímpetu desde la laguna misma, como procurando llegar lo más rápido posible a su destino.

 

A pesar del enorme aturdimiento que le produjo la tremenda arrastrada del río, finalmente se tranquilizó. Paulatinamente, la fuerza de aquel torrente también menguó, y con ella, su velocidad. Sin duda llegaban nuevamente a alguna llanura; Tita se asomaba a la superficie esperando evaporarse para regresar al fantástico tobogán.

 

Recordaba cuando inició el trencito, allá, en la cima de la montaña. En aquel momento, por más que empujaban todas, no siempre lograban quitar ni siquiera una pequeña hoja del camino; sin embargo ahora, con cientos de miles de gotas más a sus lados, cargaban tremendos troncos, rodaban enormes y pesadas rocas y gran cantidad de otras cosas. —¿Cómo es posible! —se preguntaba. —Seguramente porque somos miles y estamos unidas —concluía.

 

Meditaba en sus nuevas y extraordinarias experiencias a la vez que en su antigua manera de vivir cuando, repentinamente, sintió que flotaba en el aire —¡AAAAY! —gritó nuevamente. Caía desde una gran altura. Sentía que flotaba, pero no se había evaporado; sabía que no era lluvia. Caía y no sabía por qué. —¿Qué sucede? —preguntaba a las demás. Sin embargo, en ese momento, sus incontables amigas y muchas otras gotas se habían separado bastante y, ¡pufff!, Tita volvía a evaporarse junto con millares de gotitas como ella; sin embargo, esto le provocaba ahora inmensa felicidad, pues podría volver a pasar por el nacimiento del río que parecía tobogán.

 

Ya como nube, observando desde allá en lo alto, buscó inmediatamente la laguna donde nacía el río y, al verla, se dejó caer. Rápidamente nadó hasta donde antes sintió que era arrastrada y se dejó ir nuevamente. Disfrutó todos y cada uno de los vaivenes, estirones y zarandeos que pasó en el nacimiento del río, tanto como si fuera la última vez que lo haría.

 

Cuando finalmente pasó la algarabía del momento, sintió tristeza por las amigas que se habían adelantado y que probablemente no volvería a ver nunca. —Bueno, debo hacer nuevas amistades. Debo ser más social—se dijo. Así, en cuanto llegó al remanso, previo a la cascada donde se había evaporado la última vez, se puso a platicar con todas aquellas que se le atravesaban.

 

Al aproximarse otra vez a la cascada, se situó entonces en medio del enorme caudal de agua para no volver a flotar y evaporarse. Sus amigas le explicaron que esa era una de las muchas cataratas que el río formaba para acortar camino y llegar más rápido. Tita estaba boquiabierta: era una experiencia sensacional. —De lo que me habría perdido si nunca hubiera intentado salir de la poza de la cima —pensaba, irradiando vivaz alegría en sus redondos ojos azules.

 

El impetuoso río descendía majestuosamente a la vez que recibía con agrado a otros riachuelos que bajaban de las laderas y montañas por las que atravesaba. Crecía más a cada instante; se hacía más poderoso.

 

De pronto, Tita se percató de que ya no se desplazaban con tanto ímpetu. A pesar de que eran miles y cientos de miles de gotitas, iban más despacio y ya no debían gritarse entre sí para escucharse. El río casi se detenía.

—¿Otra laguna? —preguntó

—No —respondieron sus amigas —ahora tendremos que esforzarnos y luchar para continuar nuestro viaje.

—¿Cómo así?— preguntó nuevamente

—Verás —dijo Fabiola —ahí adelantito el hombre construyó una enorme pared de piedra que impide que nosotros avancemos libremente; únicamente dejó un pequeño agujero en el que hay unas ruedas de hierro que debemos empujar para pasar al otro lado. Una vez la pasemos, continuaremos nuestro alegre camino sin más interrupciones.

 

—¿Y por qué no nos unimos todas y votamos esa gran pared? —propuso Tita —. Lo hemos intentado varias veces, todo el tiempo, pero es mucho más fuerte que nosotros. Ya verás como llegas cansada y fatigada al otro lado —le contestaron.

Conforme avanzaban, la situación era más y más incómoda. Nuevamente eran miles y miles de gotas, pero ahora no lograban avanzar más allá de un metro o menos en cada intento que realizaban; la estrechez y el congestionamiento eran tremendos. Con los rayos del sol justo encima de ellas, muchas se evaporaban. Tita tenía tanta curiosidad por ver aquellas extrañas ruedas de hierro que para evitar cualquier evaporación se fue al fondo del inmenso remanso de agua.

 

Ahí, trataba de rodar con fuerza, pero era tan difícil que debía incluso asirse fuertemente de las otras gotas. Todas ellas, juntas, tanto para los lados como para arriba y hacia abajo, al igual que para adelante y hacia atrás, empujaban. Empujaban con todas sus fuerzas. Estaban mucho más apretadas. Nunca antes Tita se había sentido así. Estaba a punto de subir a la superficie y evaporarse cuando otras gotas le suplicaron que las ayudara y jalara, pues ya no soportaban. Tita se percató de que sus amigas la necesitaban, tal como ella las necesitó antes. Decidió continuar haciendo ese gran esfuerzo por avanzar. Empujaba, sudaba, gemía. Era un ajetreo tremendo. Estaban juntas nariz con nariz y hombro con hombro todas, amigas y desconocidas. Era imposible que ahí cupiera una gota más.

 

De pronto, una vertiginosa fuerza las arrastró a gran velocidad. Ésta era muy superior a la del río. Las jalaba con intensidad y las estrellaba contra paredes, hierros, otras amigas y, finalmente, ¡poshh!, las aventaba desde aquellas máquinas en un chorro fuertísimo. Tita daba paradillas al igual que todas las demás gotas; no sabía en dónde estaban sus brazos ni sus piernas ni su cabeza. Esa fuerza era mil veces más poderosa que el río.

 

Cayó, finalmente, junto a otras muchas gotas que de inmediato y a gran velocidad formaban nuevamente el río. Al rato, Tita pudo componerse el vestido y las medias; había perdido un zapato y estaba despeinada y despintada. ¡Caramba! —se decía, aún entre alguna turbulencia que persistía.

 

Continuaron su recorrido descendiendo a través de las montañas. Nuevas cascadas, lagos, presas y lagunas cursaron durante varios días. El sol era ya un compañero más constante y se observaban menos nubes, a pesar de que miles de gotitas se evaporaban a cada instante.

 

Fue en una de esas nuevas cascadas donde Tita finalmente pudo formar parte de un paisaje que anteriormente únicamente había apreciado desde lejos.

 

Al caer desde las alturas de una catarata, junto con miles de gotas amigas, flotaban casi como que fueran nube, aunque sin haberse evaporado. El sol las atravesaba entonces con sus rayos de luz y, como por arte de magia, unas se teñían de rojo, otras de amarillo, otras azul, naranja, verde, violeta y añil. Formaban, todas juntas nuevamente, un precioso arco iris que se extendía de orilla a orilla de aquel poderoso río.

 

Ser parte de ese paisaje propició que se sintiera sumamente emocionada y orgullosa de ser gota y formar parte de ese gran equipo. Nunca, jamás, ella sola podría haber formado tan espectacular arco iris. A la vez, continuaba pensando en cómo estaría si se hubiera quedado allá, en la cima de la montaña.

 

El río, poco a poco, se fue haciendo más ancho y menos profundo; era más cómodo y relajante. La velocidad e ímpetu aminoraban; atravesaban grandes ciudades y pequeños pueblos. Pasaban bajo estrechos y antiguos puentes de piedra y también bajo enormes construcciones modernas de hierro. El desplazamiento del río era bastante pausado, probablemente estaba cansado de tantos kilómetros y kilómetros de recorrido.

 

Notó Tita que cargaban pequeños y grandes objetos en la superficie; algunos de ellos iban en silencio, suavemente; otros, se desplazaban velozmente, revolviendo las aguas tras ellos, con hélices que alborotaban a sus amigas gotas y a ella misma si se descuidaba.

 

En uno de los remansos, Tita escuchó el rumor de que pronto llegarían al mar. ¿Qué será eso? — se preguntaba, en tanto observaba a unas gotas acicalándose y arreglándose los vestidos y otras, las blusas y los jeans. Sin demora, Tita también empezó a arreglarse. Se pintó las uñas, hasta las de los pies; usó un colochero para el pelo y en fin, se puso fenomenal, aunque tampoco sabía a ciencia cierta por qué o para quién.

 

El desplazamiento del río era aún más lento ahora. Parecía que costaba más avanzar; sin embargo, ahí seguían todas, contentas, sin prisas ni aturdimiento alguno, y muy bien vestidas. Parecía que iban a una fiesta.

 

Un débil murmullo en la distancia llamó la atención de Tita, aunque rápido vio que las otras gotas continuaban en calma, tranquilas. —No vuelvo a caer de tonta —se dijo a sí misma, preparándose para lo peor.

 

El río seguía lentamente su curso y el murmullo principiaba a ser ensordecedor, aunque se percibía distante. Era como un retumbo; a veces constante, y a veces espaciado.

 

A los pocos minutos, todas las gotitas empezaron a aplaudir y algunas a chiflar. ¿Qué sucede? ¿Se han vuelto locas? —preguntó Tita. —¡No! —gritaba Fabiola desde muy atrás. —¡Estamos llegando al mar!. Ahora ya no seremos simplemente un río, ¡ahora seremos todo un mar! —gritaba festejando.

 

Eran ahora millones, miles de millones de gotas las que veía Tita. Había gotas de todos los colores y formas. A algunas no se les entendía lo que decían. Otras iban con unos vestidos raros y algunas otras casi sin ropa. Tita estaba impresionadísima, nunca se imaginó, cuando vivía allá en la cima de la montaña, que existieran tantas clases de gotas en un solo lugar. Pero eso sí, la mayoría de ellas eran saladas, según percibía cuando pasaban a su lado.

 

¡Qué lindo es el mar! —gritó Tita emocionada.

¡No! —le corrigió Miriam que había aparecido por ahí. —¡Nosotras somos las lindas, pues nosotras somos el mar!

 

 

El río baja, crece y se esfuerza para ser más. Ya no simplemente río, sino mar. Toda una espléndida mar.

 

FIN

jueves, 13 de junio de 2019

El café de la mañana


El reloj sobre la pared indica las 6:55, por lo que debería darme prisa; sin embargo, el de la vida marca las 23:30 aproximadamente, por lo que la calma debe prevalecer.

En la cocina aún flotan destellos de la fragancia de las naranjas que recién exprimí. Se mezclan en un ir y venir con el aroma de los ajos, las cebollas, la pimienta, el tomillo y las hojas de laurel que, como fantasma, empieza a levantarse en torbellinos de vapor de entre la cazuela donde pronto pondré el trozo de carne de cerdo que preparo para el almuerzo festivo del sábado. El sol atraviesa las ventanas. A pesar del viento gélido de la época que estremece y doblega los árboles allá afuera, haciéndolos crujir ocasionalmente, acá dentro se percibe la tibieza de la lumbre, alguna paz, alguna armonía, quizá las mismas que han de sentirse en el vientre de la madre. Las mismas que sin duda habremos sentido alguna vez sobre el vientre de la amada.

Diminutos restos de naranja pululan aún dentro de mi boca. Mantienen en un estado casi eufórico mis papilas. A pesar que tan solo son los estertores de aquel jugo de frescas y aromáticas frutas que corté del árbol, allá afuera, poco después del alba. El café inicia apenas a gotear sobre la taza.

Viejos y hasta deshilachados retazos de mi vida se esfuerzan por cobrar vida de manera inusitada cuando cocino. Esta mañana de octubre, de contrastes de clima y de aromas y sabores, en jueves, no es la excepción. Son retazos de memoria que una y otra vez, y cientos de veces más, he intentado guardar de manera ordenada dentro del añejo cajón de madera y arrojarlo en el desván, con la esperanza de dejarlos ahí hasta después de cuando el reloj de la vida indique las 23:59:59, pero mi esfuerzo ha sido vano, pues se resisten, y regresan. Aunque solo durante la faena culinaria.

Quizá, al fin de cuentas, por fortuna; pues de no regresar, me dejarían acá, aunque disfrutando del torbellino de aromas que mana desde la olla, a solas. Bueno, casi a solas, pues en la ventana, ahora que observo, está Penélope. La gata que cuando Carolina me la obsequió era gata, y cuando la llevé a operar, luego del bautizo, resultó ser gato. Pero como Penélope me parece ambiguo, se lo dejé. Además, Carolina era feliz con ese nombre. Aunque confieso, algunas veces no puedo resistirme, y también le hago vasectomía al tal Penélope. Pero bueno, estaba con lo de mis recuerdos. Que por fortuna no me abandonan. Y entonces, he yo acá, en la cocina, pletórico de recuerdos y aromas, y con Pene en la ventana.

El reloj sobre la pared marca las 7:10, y recién he puesto dentro de la olla el trozo de carne. Estimo que tres horas serán suficientes. El otro reloj parece no mover sus agujas. Parece detenido en el tiempo; aunque con él nunca nadie sabe. En un minuto puede recorrer la media hora que falta.

El café finalmente está preparado. Lo sé porque el sonido del chorrito que caía en la jarrilla se ha apagado. Y la máquina ha dejado de estremecerse y echar vapor. Convergió con lo único que podía converger. Con su destino, justo en el momento. Como todos los días, cuando las agujas del reloj pasean encima del 7 y el 12.

Toca ahora, una vez con la taza de café en mano y dando los primeros sorbos, en tanto saco de la gaveta los huevos y del estante el cuenco y el tenedor para batirlos, rescatar los colores de los retazos y otorgarles el colorido que quizá cuando el reloj de la vida marcaba las 13:00 o las 14:00 horas, y que entonces les hacían lucir como lo que en realidad eran, más que recuerdos, vida.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Otro dilema de la 3ra.

La fugaz visita de tía Tristeza ha causado que tía Soledad clame por tía Compañía; Gracias a tía Fortuna, vino tía Alegría, y todo volvió a la normalidad. Aunque tío Agrio no ceja en tocar a la puerta.

lunes, 10 de julio de 2017

El animal

Luego de varias horas tras sus huellas y haberlo visto a la distancia en dos ocasiones previas, por fin tengo el gozo de sentir muy cerca a mi furtiva presa.

Lentamente, con el rifle veintidós preparado en mis manos para disparar en el momento preciso, avanzo con sumo sigilo en pos de ella por entre los mangales, plantillas de banano y pomarrosales que, abundantes, se esfuerzan por sombrear y refrescar la calurosa región de la boca costa.

Son cerca de las tres de la tarde. Es decir que sin mucho sentirlo llevo ya varias horas de andar tras ella; justo desde cuando el sol salió allá, por entre las cimas de los volcanes que se ven desde el poblado de San Bernardino. A pesar de la hora, el sol aún arde. Quema.

En tanto sigo las huellas y avanzo cauteloso por entre barrancos y veredas, a ratos a la sombra, a ratos bajo el sol, cuido de no pisar alguna de las miles de ramas y hojas secas esparcidas, dado que a mi paso seguramente crujirían con gran estruendo y ahuyentarían a la codiciada presea en que mi furtiva presa se ha convertido.

Ya varias veces he tenido que secarme el abundante sudor que de mi frente escurre a causa del clima candente de la región y la emoción que me ocasiona sentirme tan seguro de mi inminente triunfo como novel cazador. Además, mi cantimplora ya casi no tiene agua, por lo que también anhelo llegar pronto a algún río. 

Me obligo a avanzar sigiloso, quedo, conteniendo mi agitada respiración, aunque con mis ojos vigilantes y oídos atentos, prestos, dispuestos a ver o escuchar hasta el más leve resoplo, esforzándome por identificar la ubicación precisa de aquel hermoso animal, o cuando menos, para verlo nuevamente, aunque nuevamente sea  a la distancia.

Sorpresivamente, árboles y matorrales desaparecen frente a mí y llego a la orilla de un enorme descampado. Parece ser un extenso potrero para ganado. Sí, en el aire flota ahora un aroma a tierra seca, a polvo, y por momentos percibo oleadas de olor de excremento de vacas.

El sol me pega de lleno en la cara y en el pecho, y la sed me atormenta, pero debo seguir. Retroceder ahora sería un enorme descrédito a mi espíritu vencedor. Además, el último río lo atravesé hace cerca de dos horas.

La tierra ya no es suave y húmeda como lo era allá atrás. Ahora más bien parece una áspera torta de cemento térreo, incapaz de dejarse marcar por pisada alguna. No hay huellas, y esto me hace difícil seguir al animal. 

Estoy desconcertado. No sé a ciencia cierta por dónde se ha ido, aunque creo que debe haber seguido por este lado. No veo otro sendero ni pastos doblados en los alrededores. ¡Sí! Aquí hay excremento, y no es de vaca. Además, está fresco. Muy fresco. ¡Qué bien! Probablemente no hace ni diez minutos que pasó por acá.

Levanto la vista y me hago sombra con la palma de la mano para ubicarlo a la distancia, pero no. No lo veo. No está. Seguramente llegó ya hasta aquella joya, allá, entre los árboles. Por las gaviotas que plácidas vuelan sobre las frondosas copas pienso que también pasa por ahí algún río.

En tanto me aproximo, escucho el alegre alboroto y griterío de las pericas que ahora surcan el cielo, y apenas audible, el suave y continuo shbr shbr shbr de aguas que corren entre piedras.

Gracias a Dios he llegado. Ya no soportaba un minuto más bajo ese ardiente sol. Y la sed me atormenta.

El río, riachuelo mejor dicho, sereno, serpenteante entre piedras y recovecos, brinda un agradable toque de frescura al recóndito rincón del potrero en que me encuentro. Las copas de los árboles, altas y frondosas, escuetamente dejan pasar algunos rayos del abrasador sol. Es un verdadero oasis.

Las huellas de mi furtiva presa, ahora en lodo, son muy frescas e impecables. Con claridad me indican que el venado se encuentra ahí no más, muy cerca; quizá detrás del tarral que está río abajo. ¡Sí! hacia ahí van sus huellas. Seguramente está saciando su sed.

Aunque no lo veo, presiento que el codiciado animal está ahí. Sé que está ahí. ¡Tiene que estar ahí¡

También ha de estar cansado — pienso falsamente ilusionado.

Antes de ir por él, con sumo sigilo y en cuclillas sobre la orilla del río, refresco mi cara y sacio mi seca garganta con esa agua fresca y cristalina que seguramente brota pocos kilómetros arriba. Lleno nuevamente mi cantimplora mientras pienso y observo cuidadosamente los alrededores para identificar por dónde acercarme hasta aquel animal.

Si el compadre Salvador no se hubiera dado por vencido tan pronto y me hubiera acompañado hasta acá, me ayudaría a identificar mejor por dónde acechar, pues tiene mucha experiencia. ¡Cabrón que es, me dejó solo! Pero bueno, le demostraré que también soy bueno para estos menesteres. Siempre anda presumiendo de su puntería y todo lo que caza. Ya verá cuando regrese con este animal al hombro. ¡Puta...! Ojalá que no pese tanto.

Un ruido entre los matorrales y las hojas de las puntas de delgados tarros moviéndose me regresan al sitio e instintivamente dejo de pensar, como temiendo que aquél escuche mis pensamientos. Ahora solamente observo, trato de identificar con mayor precisión por dónde está. Por dónde anda.

Despacio, me levanto nuevamente y empiezo a avanzar con mucha cautela, centímetro a centímetro, palmo a palmo. Intento bordear el tarral. Entre tanto, me pregunto si cuando finalmente tenga al animal frente a mí será necesario hacer todo el movimiento de subir el rifle desde la altura de mi cintura, donde cómodamente lo llevo sostenido, hasta mi hombro, para apoyarlo y así apuntarle con mayor precisión; o si por el contrario, me arriesgo a dispararle con el rifle desde ahí abajo. Me preocupa que huya cuando perciba esos movimientos para subir el arma.

El sudor nuevamente chorrea abundante sobre mi rostro, por lo que con mínimos y suaves movimientos apenas me seco, o pienso que me seco, ya que mi pañuelo realmente se ha convertido desde mucho atrás en un verdadero estropajo. ¡Cómo no lo lavé y exprimí en la poza! —  me lamento, en tanto que lo vuelvo a meter a medias entre la bolsa trasera de mi pantalón..

Seguramente ahora estoy mucho más cerca. Las pericas y las urracas no alharaquean más, y el río parece haberse detenido. Un absoluto silencio envuelve el paraje. Silencio que me permite escuchar incluso, cual tambor de guerra, el latir palpitante y estrepitoso de mi corazón.

Continúo. Casi que a medio pie por vez, dado que no quiero arriesgarme luego de casi diez horas de andar como el gato y el ratón a perder la oportunidad de finalmente darle caza. Avanzo quedo, casi sin moverme, hacia el paraje detrás del tarral en que seguramente aquel se encuentra.

Voy por la derecha, pues así no moveré mucho el rifle ni mi cuerpo cuando sea preciso apuntarle. Estiro mi cuello, mis ojos. Es en momentos como este en los que quisiera poder ver a través de las paredes. Aunque en este caso, de los tarros.

Mis pasos continúan siendo firmemente lentos para no ahuyentar a lo que pronto, anhelo, ansío, será mi presa.

Finalmente, luego de un par de eternos minutos, me encuentro ante él. Está justo frente a mí. A pocos metros. Gracias a Dios, no me he equivocado. Está aquí.

Es bello, imponente. De aterciopelada piel color miel. Su lomo se alza poco más del metro y medio y en la cabeza ostenta estupendas cornamentas. Como lo imaginé, está bebiendo. Está en posición perfecta para acertarle sendo plomazo en su sien derecha. Esto, si tuviera ya el rifle a la altura de mi ojo; pero no, aún lo tengo abajo, a la cintura.

¡Cuidado! Seguramente ha sentido mi presencia ya que levanta su cabeza de entre las aguas. Si, seguro se ha percatado de que estoy aquí pues hasta voltea a verme. ¡Uf...! ¿Qué hago...? ¡Calma! Debo permanecer quieto. Quietísimo para no ahuyentarlo. Aunque no lo veo inquieto. Ni siquiera intenta escapar. Permanece quieto, al igual que yo. Aunque lo noto más bien impávido. Despreocupado. Será ciego, pienso falsamente por un instante. Seguramente el aire está a mi favor. No me huele. No me detecta.

Sin embargo, para mi sorpresa e intriga, ahora miro que me mira. Nos miramos. Sí; y a pesar de ello, no se mueve un solo centímetro. No nos movemos. Aunque yo en realidad me siento tensamente estático, paralizado; veo que él simplemente luce tranquilamente impávido.

Aún dudo en dispararle con el rifle abajo, a la altura de mi cintura. ¿Lo subo y le apunto tal y como el manual del cazador indica?. Vacilo. ¡No sé qué hacer!. Él, en tanto, ni siquiera se inmuta. Es más, vuelve a agacharse y mete reiteradamente su lengua entre el agua del río.

¡Qué bruto es este animal! —pienso.

Lentamente, muy lentamente, voy subiendo el arma hacia mi hombro. Él levanta nuevamente su cabeza desde la poza y me ve de reojo. Me detengo un instante con el veintidós a medias. Él baja otra vez su cabeza y continúa bebiendo. Nuevamente intento subir el veintidós. Él sigue bebiendo. Finalmente, logro apoyar el rifle en mi hombro. El venado no ha volteado más a verme. Continúa impávido, bebiendo sin prestarme la más mínima atención.

Bebe totalmente ajeno a mi rifle, al dolor, a la muerte, al instante. A mí. A todo lo que en este momento mi presencia ahí debería significar para él.

Lo tengo justo en el centro de la mira y la yema de mi índice acaricia suavemente el gatillo. Un leve jalón de mi dedo y ¡pum...!, inmediatamente lo veré abatido. Quizás se revuelque y gima de dolor durante algunos instantes, pero nada más. Sin embargo, como no dándome importancia alguna, como si mi presencia ahí en realidad no significara nada para él, el majestuoso animal levanta su cabeza de entre las aguas por enésima vez y se voltea completamente sobre sus cuatro patas para verme directo a la cara. Osa enfrentarme, aunque percibo claramente que sin ninguna intención de atacarme. Aunque tampoco de huir.

¡Pero qué bruto es este animal! —pienso otra vez.

Con absoluta precisión distingo ahora, totalmente en el centro de la mira de mi rifle, la mancha blanca que de entre el miel de su piel resalta poco arriba del medio de sus ojos: justo la frente.

Nos separan no más de seis o siete metros.

Inesperadamente siento que sudo. Que sudo aún más. Sí... tiemblo, vacilo. Él, en tanto, permanece igual. Totalmente impávido. Simplemente, como queriendo saber qué es aquello que frente a sí tiene.

Sus ojos reflejan curiosidad, y a la vez son extrañamente ingenuos. Pienso que ha de ser la primera vez que se encuentra frente a frente con un ser humano. Incluso veo que inclina su cabeza levemente hacia la derecha, como intentando  descifrar desde ese otro ángulo quién o qué soy.

Súbitamente, justo ahora que no hay más nada ni nadie entre él y yo; cuando el silencio es total, absoluto, percibo que con su ingenuo mirar y despreocupado estar, el venado me dice abiertamente que aunque él es la presa, el animal soy yo, ya que él, tranquilo, en paz, en armonía con la naturaleza, nada me hace, en tanto yo...

Sin saber a ciencia cierta si estuve a punto de ser un animal más... o un humano menos, sonrío, bajo el rifle, lo contemplo durante otro par de minutos y luego me doy media vuelta y emprendo el largo camino de regreso a casa.

De reojo veo que continúa bebiendo.


FIN

sábado, 7 de enero de 2017

Tercera Edición


miércoles, 14 de diciembre de 2016

EL DESEO DE NAVIDAD

EL DESEO DE NAVIDAD
¡Está bien, lo haremos! —respondió finalmente, aunque muy quedo y con un enorme nudo en la garganta, conteniendo apenas las lágrimas, don Juan, ante la insistencia e inocente algarabía de los pequeños Javier y Elisa esa tarde del 24 de diciembre por apresurarse a hacer aún el nacimiento, justo en el rincón de la sala de la casa, para recibir al Niño Jesús durante la noche de Navidad, tal como antes lo habían hecho, cuando su mamá vivía.
Sin embargo, para él, esta navidad era totalmente distinta. 

Por mucho que se había esforzado por animarse e infundir en sus hijos el espíritu navideño e ir al mercado y conseguir algunas uvas y manzanas, así como un pollo y algunas papas que él mismo cocinaría para sus pequeños hijos, en tanto también cuidaba de la apenas bebé, María, la inminente llegada de la cohetería, las luces y la misa del Gallo, pero sobre todo, de las marmóreas ausencias de la inquieta sonrisa y los presurosos pasos de Ana así como de los aromas de las esquisitas viandas que solía cocinar para la cena de navidad, se arremolinaban ahora en su mente, en sus pensamientos, en ese nudo en su garganta, sin saber a ciencia cierta qué hacer, menos aún, cómo ocultarlo a los niños.

Los pequeños, dada su corta edad, y luego de cerca de seis meses de la pérdida de su madre en el momento del parto de María, al parecer sentían más entusiasmo por revivir lo que recordaban de la navidad con ella, quizá incluso que estaría de vuelta, a sentir tristeza alguna por su ausencia. De cierto modo, don Juan, según él mismo creía, había logrado que el enorme peso de dicha ausencia no fuera tan lacerante para ellos.

Sin embargo, en ese instante, se debatía entre vivir la alegría de los niños o el tormento de la ausencia de quien fuera su golondrina, como cariñosamente llamaba a Ana. Por fortuna, en algún momento de luz, reflexionó: la navidad es para los niños. Con lo que recogió los ánimos desperdigados sobre el piso y se predispuso para, otra vez, asumir su responsabilidad de padre e intentar hacerlo con el rol de madre.

Con la pequeña María acurrucada en sus brazos, se levantó de la silla en el cuarto donde descansaba y se asomó a la sala, donde con cierto entusiasmo pidió a Javier, quien llegaba  ya a los ocho años de edad, que sacará de entre el armario el pequeño portabebé de mano; y a la pequeña, Elisa, quien apenas cumplió 5 en octubre, algunas colchas. Pondrían a María envuelta entre las chamarras en el portabebé de madera que él mismo había hecho desde cuando Javier estaba por nacer, para tenerla a su lado en tanto ellos hacían el nacimiento para el niño Jesús.

Javier, educado por su padre desde muy pequeño en los oficios de la carpintería y la mecánica, era un niño avezado y muy independiente. Elisa, en tanto, con largos rulos de cabellos dorados cayendo sobre sus colorados cachetes, era toda una princesa que con sus ojitos diáfanos aún pregunta por su mamá.

Él mismo llevó poco después hasta la sala la enorme caja de cartón que contenía lo necesario para armar el nacimiento. Pronto, las cajas pequeñas, que contenían aserrines y papeles de distintos colores, musgo, trozos de vidrio, algunos cuantos pequeños muñecos y, claro, el pesebre y los demás adornos, inundaban la sala rodeando a la pequeña María, quien inocente, dormía plácida entre su diminuto aparejo.

El más activo era Javier, pues una vez la caja grande estuvo vacía, él mismo, y solo, la volteó, la puso en la esquina y le tendió encima el manto, tal como hacía su madre, para construir sobre él, el nacimiento. Sin embargo, dado el avance de la tarde, noche casi, y que aún no cocinaba el pollo y las papas para la cena, don Juan lo instó en ese momento a hacer solo la mitad del nacimiento que hacían cuando ella dirigía, y llevaba, la batuta.

Previendo que accidentalmente podrían lastimar a María con algún movimiento, don Juan levantó el pequeño portabebé y lo llevó hacia el otro rincón. A dos o tres metros de donde ellos empezaban la faena.

A pesar que cada detalle que construían del nacimiento les recordaba a Ana, fuera porque alguno de los dos decía que así era como ella lo hacía, o no lo hacía, padre e hijo se entretenían, aunque sin dejar de observar a Elisa y María, máxime porque según la mayor, se dedicaba mejor ahora al cuidado de la bebé. Su hermanita. Aunque a cada instante se levantaba de su lado, se acercaba a ellos, tomaba algo de entre las cajas y el revoltijo de cosas y piezas, y se retiraba nuevamente a cuidar a su hermanita.

El río y los dos lagos simulados con aserrín de color azul, con sus vidrios encima, quedaron al lado derecho, y el camino de los pastorcitos, trazado con pequeñas piedrecitas, subía desde izquierda.  El pesebre lo colocaron justo en la parte más alta, donde mejor se apreciaba, rodeado de musgo. Un volcán hacia izquierda y luego un puente.  Dado que en esta ocasión era de menor tamaño, empezaron a sobrar piezas, sin embargo, cuando quisieron colocar al buey y la mula, no los encontraron.

Pero, sí me acuerdo que los saqué, decía don Juan. En tanto Javier decía que él no se recordaba de haberlos visto.

De pronto, al unísono, ambos advirtieron que probablemente Elisa los había tomado, con lo que se levantaron de sus lugares, pero al momento de voltear a verla, ella no estaba al lado de María. La bebé estaba sola, tan profundamente dormida como la habían visto minutos antes.

Don Juan y Javier se vieron mutuamente, preguntándose a la vez dónde estaba María. En el mismo instante que escucharon ruidos que salían desde la habitación principal. De inmediato se dirigieron hacia ahí.

En la habitación, sobre la cabecera de la cama, estaba puesta la estrella de Belén. El buey y la mula, cada uno en una de las pequeñas mesas de noche a los costados de la cama, y sobre el piso, uno detrás de otro, en camino desde la puerta hacia la cama, los Tres reyes Magos. Todo dispuesto tal cual Ana, su mamá, lo hacía en el nacimiento del niño Jesús.

—Yo quiero que mi mami nazca otra vez. —Decía la pequeña niña entre sollozos.
FIN

sábado, 15 de octubre de 2016

Gratuito en PDF

En apoyo a la página fb/propuesta: Movimiento Mundial por la Paz, he decidido compartir de manera libre y gratuita el libro de mi autoría, El Hombre Tetrarmónico, el cual pregona la necesidad de despertar conciencia en nosotros, como seres humanos, acerca de PAS: paz, armonía y solidaridad, para asegurar, más allá de la convivencia armónica, la supervivencia misma de la humanidad en el planeta.




Quienes deseen recibirlo en formato pdf, simplemente escribanme un mensaje y con gusto se los envío a su correo electrónico.

Está disponible en: elhombretetrarmonico.blogspot.com