martes, 17 de junio de 2014

La Guitarra.

La Guitarra

Aquella mañana, a plena luz del sol, cerca de veinte años atrás, allá en Ginebra, cuando apenas llevaba yo dos días de radicar en esa bella ciudad para completar mis estudios en reingeniería literaria y aún no encontraba un apartamento propicio para desenrollar mi propia existencia, supe desde que la vi a la distancia, caminando a la orilla del lago, que ella era la Guitarra. La mujer más mencionada y alborotadora de la sociedad ginebrina por aquellos días, y a quien los hombres en el barrio habían bautizado así: la Guitarra; las mujeres, en cambio, le llamaban simplemente: la puta.
                       
Nadie sabía con precisión de dónde salía la Guitarra cada mañana en aquella ciudad, pues no se le conocía residencia fija alguna. El comentario generalizado era que dormía cada noche en distinta casa, cuarto de hotel o apartamento, cuando no en la parte trasera del automóvil de algún mísero inmisericorde, prestando sus servicios de luciérnaga placentera y complaciente, ya que de todos era sabido a ciencia cierta que la Guitarra solía merodear por las tardes cerca de la terminal de trenes, en los cafés y cervecerías ubicados a inmediaciones de la Plaza Cornavín, en pos de algún viajero solitario o infame aventurero que, amén de brindarle algunos, nunca pocos, preciados francos, aceptara el intercambio de refugios que a ella permitiera resguardarse de la noche y al pretendiente cobijar su lánguido y triste corazón.

Sin embargo, aquel día, inesperada y casualmente, ella estaba ahí. Se acercaba a mí como flotando sobre las nubes, justo por el sendero en que yo deambulaba a la orilla del Jardín Inglés luego de haber tomado un refrescante té frío en la plazoleta al otro lado del puente; yo me dirigía hacia las Aguas Vivas, y ella de por ahí venía, indudablemente. Nos separaban aún cerca de cuarenta metros.

Serían apenas las once u once y media de la mañana y el esplendor del sol de verano se asentaba sobre la ciudad con oleadas de calor que tan sólo a ratos eran interrumpidas por ráfagas de viento fresco provenientes de la brisa del lago.

Distaba de mí ya tan solo cerca de treinta metros y el tiempo empezaba como a querer detenerse, corría más lento. Las hojas ya no eran arrastradas por la brisa del lago sino mecidas suavemente en el aire al compás de la sinfonía que la presencia de aquella mujer hacía sonar en el ambiente.

Desde que llegué a Ginebra me la habían descrito mil veces con anterioridad como una morena de cuerpo excepcional y ojos verdicelestes cuyo brillo se acentuaba únicamente por las noches, pues era más luciérnaga que mariposa; sin embargo, aquel día, cuando frente a mí la tuve, descubrí muchas cosas más, muchísimas más, de ella, en ella.

Nunca, cuando me la describieron, la imaginé así. Aquel día lucía radiante y plena de gracia envuelta en un corto vestido totalmente ceñido a su florentino cuerpo. Era de algún lino blanco estampado con flores color lava unas, y color mar otras; de amplio escote y delgados tirantes que permitían a sus hombros de terciopelo color caramelo y sabor a nube respirar profusamente. Indudablemente por dentro, si los llevaba, eran minúsculos atavíos, pues en ningún instante se perdía la continuidad de su perfecta silueta de guitarra.


El cuidado y ordenado jardín de hojas desperdigadas circundaba el paraje a mi izquierda al mismo tiempo que atrás de ella: en ese momento nos envolvía. La dejaba a ella, desde donde yo la veía, enmarcada entre flores vivas y a la sombra de encantadores árboles que, con su encanto, ella opacaba. Mas allá del jardín circundante, envolviéndonos también en ese paraje, se encontraba el lago. A la derecha, indudablemente, los raudos autos habrían de estar circulando desde y hacia el puente; sin embargo, en aquel instante, me fueron imperceptibles por completo. Yo únicamente apreciaba y me deleitaba viendo a la Guitarra.

A cada instante se acercaba más y más a mí; con paso alegre, llena de vida, sonriente y coqueta: fresca y lozana. Contemplaba el lago a su derecha y de cuando en vez miraba al frente, hacia mí; a mí, pensaba yo con ilusión.

Sí, yo miraba que ella me miraba; sin embargo, debió haber sido simplemente un sueño. Una fantasía de mi imaginación.

A pesar de los anteojos oscuros que ella llevaba, ya que el brillante día de verano lo exigía, se cubría ocasionalmente con su enorme bolsa de manta de los rayos de sol que se colaban por entre las copas de los árboles. No pocas veces, según la vi, dio vueltas sobre sí misma como aspirando el encanto que le rodeaba. O quizás dispersando el que ella llevaba.

Ya solamente estaba distante de mí cerca de veinte metros.

Una leve brisa sopló en ese momento desde el lago, la cual me refrescó la cara y sacó del aletargamiento que esa bella mujer provocaba en mí; aminoré entonces aún más el paso para poder contemplarla ahí delante, en perfecta armonía con la naturaleza, mucho más tiempo. De ser posible, toda la eternidad.

El silencio que se anunciaba desde que la vi en la distancia finalmente invadió por completo el paraje. Podía yo escuchar los mil latidos de mi agitado corazón y mi respiración casi deteniéndose. Ella caminaba balanceándose al ritmo del viento y de las aguas del lago por entre serpentinas de calor que el suelo despedía. La bella mujer parecía ser en aquel momento lo único abstracto en ese parque en el que se fundía, y hasta las mismas aves volaron discretamente, muy despacio y sin hacer ruido, como cediéndome su privilegiada posición para contemplar a la Guitarra.

Diez metros nos separaban aún y yo ya me embelesaba sintiendo su aliento de luna llena en primavera que envolvía el lugar. Su fresca sonrisa refrescaba el ardiente día veraniego y su cabello oscuro, sin flotar, flotaba esparciendo magia por sobre las mismas flores.

Detuve de pronto mi caminar, justo cuando las flores circundantes se transformaron en mil violines, los verdes en cien arpas y los azulados grises del lago en las notas de un piano que, al unísono, interpretaban una vieja romanza piamontina.

Con toda claridad pude en aquel instante contemplar su absoluta belleza. Todos sus encantos.

No era simplemente un cuerpo excepcional. No, más bien era poseedora de un todo maravilloso, cuerpo, cara, cabello, ojos, pies, caminar: todo, como esculpido gota a gota, palmo a palmo, por mano sabia y paciente durante siglos y siglos. Bien podría decirse que era la obra maestra de la creación divina, pues estaba llena de gracia y donaire.

A cada paso suyo emergían del suelo flores y de mi mente sueños; de su boca de fresa, suaves palabras; y de mi imaginación, el escucharlas al oído.

Las cinco o seis pulseras de colores vivos que sobre su muñeca llevaba animaban el ambiente de fiesta y alegría que su sonrisa y caminar derramaban por donde pasaba.

Indudablemente, sintiéndose preciada y admirada por mí, intentó gratificarme bajándose levemente los lentes oscuros justo en el momento en que nos cruzamos, permitiéndome por tan solo un instante apreciar en las profundidades de sus enormes y sombreados ojos color turquesa, como el mar caribe, el destello de dicha divina que su mirar brindaba, haciéndome sentir diminuta semilla que germina gracias al rayo de sol que con su calor la bendice.

Sí, la Guitarra en aquella ocasión realmente dio vida a mi vida. La llenó de ilusión y dicha.

Casi sin poder balbucear palabra alguna, logré apenas decir —¡Qué va! Esta mujer no es tan solo una guitarra, es toda una orquesta—  quedándome a la vez atornillado al piso y siguiéndola tan solo con mis ojos.

Ella, sobre su marcha y sin siquiera detenerse, volteó a verme y terminó de gratificarme agradeciéndome el cumplido con una sonrisa de sirena celestial que indudablemente, en ese momento, sí fue totalmente para mí.

Efectivamente, la Guitarra era mucho más que una curvatura excepcional de cuerpo: era toda una orquesta de encantos y torrente de dicha. El pequeño lienzo floreado de lino la envolvía como las gotas de rocío cubren a las rosas color rosa; como la nieve cubre las montañas circundantes.

Su tez, color de cáscara de avellana, no solamente enmarcaba aquellos ojos de enigmático y profundo ver sino también ostentaba con sumo orgullo sendos labios rojo pasión que sin necesidad de hablar decían más de mil palabras, y que yo insistía en creer escuchar que eran para mí.

Finalmente, volteé por completo cuando terminó de pasar a mi lado para contemplarla alejándose; sin embargo, repentinamente, tuve la intención de seguirla y alcanzarla para agradecerle el torrente de luz y dicha que recién me había brindado a través del efímero instante en que sus ojos me mostraron el paraíso mismo; pero no, tanta mujer en una mujer me acobardó. No pude ir tras ella. Tan solo atiné a quedarme de pie, contemplándola mecerse como gaviota sobre las olas del mar.

Anhelaba vehementemente porque volteara a verme, tan solo como señal de que podía yo alcanzarla; sin embargo, tal anhelo, nunca, en momento alguno, se hizo realidad. Tan solo se alejaba a cada instante más y más; lentamente, pero alejándose al fin.

Fue justo cuando empezó a cruzar el puente que la vi por última vez. Desaparecieron primero sus pies de fantasía y luego el vestido de lino que vestía; finalmente, ya cuando incluso su cabello había desaparecido, tan solo podía contemplar el aura que tras de sí había dejado, la cual perfumaba la ciudad entera con el aroma de la belleza, la magia, el agua y las flores.

Fue un frugal encuentro, quizás de uno o dos minutos; sin embargo hoy, luego de veinte años, las flores, todas, aún evocan en mí el recuerdo de aquella mujer: la Guitarra.


Según me confesó algún día mi prima Alicia, a quien visité años atrás cuando volví a aquella ciudad, la Guitarra, según rumores del barrio, se casó con un afortunado hombre, de mayor fortuna entonces, pues se la llevó a vivir con él a Barcelona, ya que el clima del invierno no asentaba bien al ponderado caballero.