lunes, 31 de enero de 2022

Tita, la gotita!!!

 

Tita, la gotita.

¿Cuál es el propósito de los ríos?

Si habiendo nacido en la cima de la montaña, tan pequeños e insignificantes cual trencito de gotas, deben constantemente descender y recorrer lenta y serpenteantemente laderas, barrancos y llanuras hasta convertirse en imponentes y caudalosos torrentes de agua que inexorablemente desaparecerán al llegar a su destino.

 

¿Por qué?

¿Cuál es realmente el propósito de tanto tiempo empleado y esfuerzo realizado?

¿Cuál es su meta al momento de nacer allá en la cima?

 

¿Morir?

¿Extinguirse?

¿Desaparecer?

 

¿Cómo es que crecen, si van hacia abajo todo el tiempo?


Resbalarse por sobre la piedra le tomaba mucho tiempo, pero en cuanto se soltaba y caía a la poza, se esforzaba por llegar a la parte menos oscura, subir rápidamente a la superficie y permanecer ahí para calentarse con los rayos del sol, y así, evaporarse para convertirse en nube; cuando ya era nube, se enfriaba hasta ser gota de lluvia y caía en la cima de la montaña; se colaba entonces por entre la tierra, piedras y hendiduras, y finalmente llegaba a la oscura cueva en donde estaba la piedra por la que nuevamente resbalaba para otra vez dejarse caer en la poza donde, apresuradamente, se iba a la parte tibia, subía a la superficie para volver a calentarse, evaporarse, volverse nube, ser lluvia, filtrarse, resbalarse, poza, superficie, calentarse y demás, hasta cerrar “n” millones de veces el círculo.

 

Así era el día a día de una gota que vivía en las altas montañas de los Alpes, entre la nieve, el hielo, el agua y las nubes.

 

Durante esa monótona y aburrida rutina conoció muchísimas otras gotas como ella. A varias las volvía a ver: en la nube, en la lluvia, en la nieve, en la piedra o en la poza; sin embargo, también dejaba de ver a una gran cantidad de aquellas. La mayoría se iba en un pequeño tren que ellas mismas formaban y que, conforme avanzaba serpenteando entre areniscas y guijarros, desaparecía paulatinamente en el corto horizonte, cuando empezaba a descender hacia lo desconocido. A pesar que las veía partir, algunas de aquellas gotas volvían nuevamente, ya al día siguiente, a los dos días o, máximo, a los tres; después de ese lapso, era rara la gota que regresaba a la poza de la cima de la montaña.

  

Pero esta gota de agua nunca quería irse en el tren que sus amigas formaban; por lo que en cuanto veía que empezaban a formarlo, se calentaba rápidamente con los rayos del sol y subía al cielo como nube. Creía ciegamente que ese era su lugar: la cima de la montaña. Y es que así le habían inculcado —Debes ir siempre para arriba, nunca para abajo. Y esta gota así lo aplicaba: permanecía en la poza o iba hacia arriba, pero nunca bajaba.

 

¿Por qué habría de irme hacia abajo en ese absurdo tren? —se preguntaba.

 

Sin embargo, con el paso del tiempo, uno de tantos días, Tita, que así se llamaba esta gota, pensó que ya llevaba demasiado tiempo en ese asunto de poza, calentamiento, vapor, nube, lluvia, etc. Se estaba hastiando realmente. Sus amigas siempre, algún día, se iban, y ella volvía a quedarse sola. Iniciaba una nueva amistad con otra gota y lo mismo: algún día, tarde o temprano, esa nueva gota amiga se iba para siempre y otra vez Tita se quedaba sola.

 

—Quizá no sea tan malo ir un poco hacia abajo. Debe haber algo muy atractivo allá abajo. Quizás el sol sea más caliente y me permita subir aún más alto como nube. Sí, así ha de ser, por eso es que mis amigas se van. ¡Cuán ingratas han sido que no me lo han dicho! —cavilaba Tita, imaginándose simplemente fantasías de lo que aquel misterioso y desconocido recorrido podría presentar.

 

Así, en cuanto tuvo oportunidad de estar nuevamente en la poza y vio que las demás empezaron a formarse, ella también se metió en la fila y ayudó a formar, por vez primera, el trencito que bajaba de la montaña.

 

—¡Uy! Tan incomodo, tantas gotas; y aquélla, ¡qué horrible, cómo se maquilla!. Y ésta que está a la par, ufff, seguramente no se baño —murmuraba Tita quedamente para sí misma.

 

—¿Por qué no nos separamos un poco? —reclamó gritando, al tiempo que se movía un tantito hacia la derecha y, ¡pum!, se cayó del trencito. Éste se le iba, y ella no lograba subirse nuevamente. No podía. Se quedaba atrapada en la poza. De inmediato intentó acercarse y subirse nuevamente al pequeño tren, sin embargo, el esfuerzo y los rayos del sol ya la habían calentado y se evaporó. —¡Caramba! Cómo es posible que no haya podido subirme y formarme —pensaba, lamentándose. Y es que Tita ya estaba ilusionada con hacer el viaje hacia abajo de la cima de la montaña en aquel trencito.

 

En cuanto cayó nuevamente desde la nube como lluvia se apresuró por llegar a la poza y de inmediato nadó con frenesí para llegar a las inmediaciones del tren y subirse en él. Ello a pesar de sentirse sumamente molesta, pues estaba acostumbrada a nadar sola e independiente; ahora le tocaba aguantar apretazones, malos olores, chismes, gotas gritando, gotas llorando, etc. —¡Un desastre, pero bueno! ¡vámonos! ¡Quizá valga la pena! —pensaba, a la vez que se daba consuelo.

 

Para su buena suerte, esta vez sí logró formar parte del trencito e inmediatamente empezó a viajar y a bajar desde la cima de la montaña.

 

Durante su recorrido, rodeadas de altos y verdes pinos al amparo de un límpido cielo azul, Tita, poco más ilusionada, veía cómo se les unían nuevas gotitas, otras que se evaporaban y algunas más se separaban y tomaban otro rumbo; era toda una nueva experiencia, por completo. Conforme avanzaba, el trencito alcanzaba más y más velocidad.

 

De pronto, al salir de una de los tantos recovecos por los que atravesaban, Tita vio con horror que desde una pequeña ladera adyacente bajaba estrepitosamente otro enorme tren de gotas que justo se uniría con ellas. —¡Uy! ¡No vamos a caber! —gritaba, a la vez que se agarraba fuertemente de quienes iban a su lado.

 

El choque de los trencitos causó conmoción total en todas las gotas. Sin embargo, una vez repuestas, se percataron de que en aquel otro llegaban viejas conocidas e incluso familiares que tenían mucho tiempo de no ver. La algarabía era tremenda. Tita se animó muchísimo más cuando vio que también llegaba una vieja amiga, Laura. De inmediato se pusieron a platicar.

 

Durante el trayecto, entre guijarros, hojitas y ramitas, muchos otros trenes se habían unido a éste, y éste a otros, y así las cosas, éste ya no era tan sólo trencito sino más bien un tren formal. Muchas gotas decían que ya iban en riachuelo; otras, que aún no. En fin, lo que sí era cierto es que iban más rápido y con más fuerza. —Siempre algo apretadas —mascullaba Tita, aunque contenta de ir con Laura.

 

Después de dos días de descender entre barrancos y laderas, por fin llegaron a una llanura en la que el río, entonces, se hizo ancho y calmo. Ahí las gotas pudieron estar más cómodas. Había más espacio. —¡Qué alivio! —dijo Tita, al tiempo que bostezaba y estiraba brazos y piernas. Laura le sugirió que no se durmiera y que nadara hacia lo profundo. Pero Tita, ignorando el consejo, se dedicó a nadar por ahí, cerca de la superficie dado que tenía curiosidad por ver cómo era el lugar. Y así, cuando menos se lo esperaba, ¡puffff!, se evaporó nuevamente.

 

—¡No! —gritaba desesperadamente—Otra vez para arriba no. Yo quiero bajar, quiero bajar —se oía a lo lejos, sin embargo, era demasiado tarde: Tita subía inexorablemente, como nube, al cielo.

 

Una vez en las alturas, en cuanto se enfrió y volvió lluvia, se dejó caer nuevamente. Ya no cayó en la cima de la montaña sino más bien cerca de la llanura donde recién se había evaporado. El único inconveniente era que esto fue casi dos días después; Laura ya se había adelantado y estaría muy lejos.

 

Sorprendida, vio que no había poza por ningún lado; estaba completamente sola. Instintivamente se puso a rodar despacio, dejándose llevar siempre para abajo.

 

—¿Qué contradicción?, tengo que ir para arriba, pero ahora me gusta ir hacia abajo —pensaba. —¡Si me viera mi madre! —suspiraba.

 

Rodó y rodó y rodó hasta que finalmente cayó dentro de un agujero en la tierra del cual no podía salir. Estaba presa; por más que se estiraba, no lograba alcanzar la orilla. Estaba a punto de ponerse a llorar cuando de pronto ¡plush! le cayó otra gota encima. —¡Caramba! ¿Qué sucede? —se preguntó. Aún no se reponía del tremendo golpe cuando le cayó otra a su par y luego otra y otra y otra, hasta que el pequeño agujero se llenó y rebasó de gotas. Así, pudo nuevamente nadar hasta la superficie y organizar un nuevo trencito de gotas que, ahora, ella misma dirigiría. Había aprendido a  hacerlo cuando salió de la poza, allá en la cima de la montaña.

 

Dirigiendo ahora su propio trencito hacia abajo, siempre hacia abajo, rodaba y rodaba. Las demás gotas la seguían, despacio pero constantemente. Se les unían otros trencitos y ellas a otros; y así, paulatinamente, se convirtieron en riachuelo otra vez. Y conforme más gotas se les unían, más rápido iban y más contentas estaban todas. Ella se preguntaba cómo era posible que estuvieran tan contentas si no iban para arriba, pero bueno, ya le estaba agradando ir hacia abajo, aun y que no sabía por qué sentía tal agrado.

 

Para su enorme sorpresa, pronto vio que llegaban a la misma poza en que se había evaporado la última vez. Entonces, tomando en cuenta lo que antes le sucedió, y previéndolo, inmediatamente se fue hasta el fondo.

 

Recordó, estando ahí acurrucada entre las piedras y guijarros de la poza, que sus amigas le habían ayudado a salir del agujero; y ahora, a evitar que se evaporara. Esto le hizo pensar que ya no debía ser tan esquiva ni egoísta como solía. Procuró hacer amistad con algunas, y cuando menos lo pensaba, ya estaba envuelta en una amena charla con seis u ocho de ellas. Ya en confianza, Tita les preguntaba —¿Qué hay más abajo? ¿Por qué quieren bajar más? —Las otras únicamente se reían y murmuraban entre sí. A Tita no muy le gustaba tantos secretitos entre ellas, aunque pensando en mejorar su relación, optó por reír de igual manera. No entendía nada de lo que acontecía y optó por dejarse llevar. Ya vería qué sucedería más adelante.

 

Al final de esta enorme poza salía también otro riachuelo. Éste ya estaba formado y no se detenía un solo instante; así, si Tita y sus amigas querían continuar su viaje, tendrían que subirse rápido y todas al mismo tiempo para no perderse unas de otras. —A la una, a las dos y a las tres— dijo Tita, y todas brincaron al unísono subiéndose al riachuelo.

 

Estaban felices. Nadie se evaporó y todas iban juntas, afortunadamente.

 

El riachuelo, en su largo y rápido curso entre nuevos recovecos, pequeñas cascadas y no pocas rocas, pronto llegó a otra poza, aunque de muchísimo mayor tamaño que todas las antes conocidas. Era de verdad inmensa.

 

—Estamos en la laguna. —decían unas, —No —decían otras — aún falta. En fin, Tita no sabía en dónde estaban, pero eran miles y miles de gotas reunidas. Ahí conoció a otras que, como ella misma anteriormente, también se negaban a abandonar esta inmensa poza. Se veían avejentadas, infelices. No se juntaban con nadie y vivían solitarias. Se evaporaban, se volvían nube, llovían sobre esa laguna y nuevamente el ciclo de nunca acabar. Jamás intentaron atravesar siquiera la laguna hasta el otro extremo, mucho menos subir e irse en el enorme tren que ahí se formaba. Tita se mostró sumamente sorprendida. Impresionada, en verdad. —Menos mal que no me quedé allá arriba. ¡Qué horror! Pobres gotas, se les nota que no son nada felices —se decía.

 

Cautivó poderosamente su atención y se emocionó muchísimo cuando sus amigas le contaron precisamente que al otro extremo de la poza se formaba otro enorme tren. Mil veces más grande que los que hasta ese momento ella conocía. Le resultó inimaginable por completo, pues ni por asomo había viajado en uno así, tan grande y poderoso. A este tren ya le llamaban rió, por completo. Y debían nadar hasta el otro extremo de la laguna para llegar a donde se formaba. Una vez todas juntas, emprendieron la travesía. Durante el largo trayecto, las otras gotas intentaban de una y mil maneras explicarle en qué consistía el tal río, sin embargo, ella no podía ni siquiera imaginárselo.

 

Con la curiosidad propia de las gotas, nadó frenéticamente para llegar antes que sus amigas al mencionado nacimiento. Y a pesar de que las otras le gritaban —¡Ey Tita, no tan rápido, espéranos!. —Ella se reía sin prestarles atención.

 

Por fin, sus amigas la alcanzaron y nadaron a su lado sin decir palabra alguna. Se reían y se hacían ojitos entre sí. —¡Shhh! cállate —le decía Luisa a Fabiola —que no te vaya a oír—. Tita iba muy confiada; nunca se imaginó la enorme sorpresa que pronto se llevaría.

 

Adelantito, a los pocos metros, sintió primero una extraña sensación como un jalón hacia algún lado, pero no le dio importancia. Luego, sintió como que iba hacia donde no quería. Se extrañó poco más, pero rápido pensó que era su imaginación. Sin embargo, pocos segundos después, sintió totalmente que ya no podía nadar. Sus brazos no la llevaban a ningún lado. Ella quería ir para allá, pero era arrastrada al contrario. Se asustó. Sus amigas, a su lado, a la vez que se burlaban de ella, trataban de tranquilizarla. Sabían que nada le sucedería.

 

Un fortísimo —¡AAAAAY!— se escuchó en toda la laguna cuando fue arrastrada junto con millones de gotas hacia lo que parecía un enorme túnel: un gran tobogán. Habían llegado al nacimiento del río. Tita sintió que las pupilas se le salían. La fuerza con que ese enorme tren la jalaba le parecía la aventura más extrema que había tenido. La adrenalina le brotaba por los poros.

 

Intentando denodadamente incorporarse, sólo lo conseguía a medias, pues continuaba siendo aún arrastrada por esa fuerza. Finalmente, con mucho esfuerzo y habilidad, logró acercarse a sus amigas —¿Recáspita muchachas, y eso qué es? ¿cómo se llama! ¿Podríamos regresar! — Ella estaba fascinada. Se comenta que de ese evento nacieron los deportes extremos para las gotas.

 

Se asomaba intencionalmente a la superficie para tratar de evaporarse y así regresar a la laguna en busca de un nuevo paseo por el tobogán, pero la fuerza era tremenda y no lo lograba. El río la envolvía y jalaba a las profundidades. No lograría evaporarse nuevamente; al menos no ahí, en ese instante.

 

El grupo de amigas debía gritarse entre sí para escucharse, pues el ruido del río era ensordecedor. Se desplazaba con fuerza e ímpetu desde la laguna misma, como procurando llegar lo más rápido posible a su destino.

 

A pesar del enorme aturdimiento que le produjo la tremenda arrastrada del río, finalmente se tranquilizó. Paulatinamente, la fuerza de aquel torrente también menguó, y con ella, su velocidad. Sin duda llegaban nuevamente a alguna llanura; Tita se asomaba a la superficie esperando evaporarse para regresar al fantástico tobogán.

 

Recordaba cuando inició el trencito, allá, en la cima de la montaña. En aquel momento, por más que empujaban todas, no siempre lograban quitar ni siquiera una pequeña hoja del camino; sin embargo ahora, con cientos de miles de gotas más a sus lados, cargaban tremendos troncos, rodaban enormes y pesadas rocas y gran cantidad de otras cosas. —¿Cómo es posible! —se preguntaba. —Seguramente porque somos miles y estamos unidas —concluía.

 

Meditaba en sus nuevas y extraordinarias experiencias a la vez que en su antigua manera de vivir cuando, repentinamente, sintió que flotaba en el aire —¡AAAAY! —gritó nuevamente. Caía desde una gran altura. Sentía que flotaba, pero no se había evaporado; sabía que no era lluvia. Caía y no sabía por qué. —¿Qué sucede? —preguntaba a las demás. Sin embargo, en ese momento, sus incontables amigas y muchas otras gotas se habían separado bastante y, ¡pufff!, Tita volvía a evaporarse junto con millares de gotitas como ella; sin embargo, esto le provocaba ahora inmensa felicidad, pues podría volver a pasar por el nacimiento del río que parecía tobogán.

 

Ya como nube, observando desde allá en lo alto, buscó inmediatamente la laguna donde nacía el río y, al verla, se dejó caer. Rápidamente nadó hasta donde antes sintió que era arrastrada y se dejó ir nuevamente. Disfrutó todos y cada uno de los vaivenes, estirones y zarandeos que pasó en el nacimiento del río, tanto como si fuera la última vez que lo haría.

 

Cuando finalmente pasó la algarabía del momento, sintió tristeza por las amigas que se habían adelantado y que probablemente no volvería a ver nunca. —Bueno, debo hacer nuevas amistades. Debo ser más social—se dijo. Así, en cuanto llegó al remanso, previo a la cascada donde se había evaporado la última vez, se puso a platicar con todas aquellas que se le atravesaban.

 

Al aproximarse otra vez a la cascada, se situó entonces en medio del enorme caudal de agua para no volver a flotar y evaporarse. Sus amigas le explicaron que esa era una de las muchas cataratas que el río formaba para acortar camino y llegar más rápido. Tita estaba boquiabierta: era una experiencia sensacional. —De lo que me habría perdido si nunca hubiera intentado salir de la poza de la cima —pensaba, irradiando vivaz alegría en sus redondos ojos azules.

 

El impetuoso río descendía majestuosamente a la vez que recibía con agrado a otros riachuelos que bajaban de las laderas y montañas por las que atravesaba. Crecía más a cada instante; se hacía más poderoso.

 

De pronto, Tita se percató de que ya no se desplazaban con tanto ímpetu. A pesar de que eran miles y cientos de miles de gotitas, iban más despacio y ya no debían gritarse entre sí para escucharse. El río casi se detenía.

—¿Otra laguna? —preguntó

—No —respondieron sus amigas —ahora tendremos que esforzarnos y luchar para continuar nuestro viaje.

—¿Cómo así?— preguntó nuevamente

—Verás —dijo Fabiola —ahí adelantito el hombre construyó una enorme pared de piedra que impide que nosotros avancemos libremente; únicamente dejó un pequeño agujero en el que hay unas ruedas de hierro que debemos empujar para pasar al otro lado. Una vez la pasemos, continuaremos nuestro alegre camino sin más interrupciones.

 

—¿Y por qué no nos unimos todas y votamos esa gran pared? —propuso Tita —. Lo hemos intentado varias veces, todo el tiempo, pero es mucho más fuerte que nosotros. Ya verás como llegas cansada y fatigada al otro lado —le contestaron.

Conforme avanzaban, la situación era más y más incómoda. Nuevamente eran miles y miles de gotas, pero ahora no lograban avanzar más allá de un metro o menos en cada intento que realizaban; la estrechez y el congestionamiento eran tremendos. Con los rayos del sol justo encima de ellas, muchas se evaporaban. Tita tenía tanta curiosidad por ver aquellas extrañas ruedas de hierro que para evitar cualquier evaporación se fue al fondo del inmenso remanso de agua.

 

Ahí, trataba de rodar con fuerza, pero era tan difícil que debía incluso asirse fuertemente de las otras gotas. Todas ellas, juntas, tanto para los lados como para arriba y hacia abajo, al igual que para adelante y hacia atrás, empujaban. Empujaban con todas sus fuerzas. Estaban mucho más apretadas. Nunca antes Tita se había sentido así. Estaba a punto de subir a la superficie y evaporarse cuando otras gotas le suplicaron que las ayudara y jalara, pues ya no soportaban. Tita se percató de que sus amigas la necesitaban, tal como ella las necesitó antes. Decidió continuar haciendo ese gran esfuerzo por avanzar. Empujaba, sudaba, gemía. Era un ajetreo tremendo. Estaban juntas nariz con nariz y hombro con hombro todas, amigas y desconocidas. Era imposible que ahí cupiera una gota más.

 

De pronto, una vertiginosa fuerza las arrastró a gran velocidad. Ésta era muy superior a la del río. Las jalaba con intensidad y las estrellaba contra paredes, hierros, otras amigas y, finalmente, ¡poshh!, las aventaba desde aquellas máquinas en un chorro fuertísimo. Tita daba paradillas al igual que todas las demás gotas; no sabía en dónde estaban sus brazos ni sus piernas ni su cabeza. Esa fuerza era mil veces más poderosa que el río.

 

Cayó, finalmente, junto a otras muchas gotas que de inmediato y a gran velocidad formaban nuevamente el río. Al rato, Tita pudo componerse el vestido y las medias; había perdido un zapato y estaba despeinada y despintada. ¡Caramba! —se decía, aún entre alguna turbulencia que persistía.

 

Continuaron su recorrido descendiendo a través de las montañas. Nuevas cascadas, lagos, presas y lagunas cursaron durante varios días. El sol era ya un compañero más constante y se observaban menos nubes, a pesar de que miles de gotitas se evaporaban a cada instante.

 

Fue en una de esas nuevas cascadas donde Tita finalmente pudo formar parte de un paisaje que anteriormente únicamente había apreciado desde lejos.

 

Al caer desde las alturas de una catarata, junto con miles de gotas amigas, flotaban casi como que fueran nube, aunque sin haberse evaporado. El sol las atravesaba entonces con sus rayos de luz y, como por arte de magia, unas se teñían de rojo, otras de amarillo, otras azul, naranja, verde, violeta y añil. Formaban, todas juntas nuevamente, un precioso arco iris que se extendía de orilla a orilla de aquel poderoso río.

 

Ser parte de ese paisaje propició que se sintiera sumamente emocionada y orgullosa de ser gota y formar parte de ese gran equipo. Nunca, jamás, ella sola podría haber formado tan espectacular arco iris. A la vez, continuaba pensando en cómo estaría si se hubiera quedado allá, en la cima de la montaña.

 

El río, poco a poco, se fue haciendo más ancho y menos profundo; era más cómodo y relajante. La velocidad e ímpetu aminoraban; atravesaban grandes ciudades y pequeños pueblos. Pasaban bajo estrechos y antiguos puentes de piedra y también bajo enormes construcciones modernas de hierro. El desplazamiento del río era bastante pausado, probablemente estaba cansado de tantos kilómetros y kilómetros de recorrido.

 

Notó Tita que cargaban pequeños y grandes objetos en la superficie; algunos de ellos iban en silencio, suavemente; otros, se desplazaban velozmente, revolviendo las aguas tras ellos, con hélices que alborotaban a sus amigas gotas y a ella misma si se descuidaba.

 

En uno de los remansos, Tita escuchó el rumor de que pronto llegarían al mar. ¿Qué será eso? — se preguntaba, en tanto observaba a unas gotas acicalándose y arreglándose los vestidos y otras, las blusas y los jeans. Sin demora, Tita también empezó a arreglarse. Se pintó las uñas, hasta las de los pies; usó un colochero para el pelo y en fin, se puso fenomenal, aunque tampoco sabía a ciencia cierta por qué o para quién.

 

El desplazamiento del río era aún más lento ahora. Parecía que costaba más avanzar; sin embargo, ahí seguían todas, contentas, sin prisas ni aturdimiento alguno, y muy bien vestidas. Parecía que iban a una fiesta.

 

Un débil murmullo en la distancia llamó la atención de Tita, aunque rápido vio que las otras gotas continuaban en calma, tranquilas. —No vuelvo a caer de tonta —se dijo a sí misma, preparándose para lo peor.

 

El río seguía lentamente su curso y el murmullo principiaba a ser ensordecedor, aunque se percibía distante. Era como un retumbo; a veces constante, y a veces espaciado.

 

A los pocos minutos, todas las gotitas empezaron a aplaudir y algunas a chiflar. ¿Qué sucede? ¿Se han vuelto locas? —preguntó Tita. —¡No! —gritaba Fabiola desde muy atrás. —¡Estamos llegando al mar!. Ahora ya no seremos simplemente un río, ¡ahora seremos todo un mar! —gritaba festejando.

 

Eran ahora millones, miles de millones de gotas las que veía Tita. Había gotas de todos los colores y formas. A algunas no se les entendía lo que decían. Otras iban con unos vestidos raros y algunas otras casi sin ropa. Tita estaba impresionadísima, nunca se imaginó, cuando vivía allá en la cima de la montaña, que existieran tantas clases de gotas en un solo lugar. Pero eso sí, la mayoría de ellas eran saladas, según percibía cuando pasaban a su lado.

 

¡Qué lindo es el mar! —gritó Tita emocionada.

¡No! —le corrigió Miriam que había aparecido por ahí. —¡Nosotras somos las lindas, pues nosotras somos el mar!

 

 

El río baja, crece y se esfuerza para ser más. Ya no simplemente río, sino mar. Toda una espléndida mar.

 

FIN