miércoles, 10 de junio de 2015

El último cuento

El momento adecuado se ha dado justo en el instante menos esperado.

Largo trecho la idea recorrió mi mente de ida y vuelta, pero nunca pensé encontrarla así, tan inesperadamente.

Lo había planeado una y mil veces durante largas noches de congoja, por lo que sabía tanto que tenía que suceder, como cómo tenía que suceder. Y todo ello no se parece en nada a lo que en este instante vivo.

A lo que en este instante vivo y, decididamente, tengo que hacer.

Debo enfatizar sin embargo, como creo haberlo dicho ya, que este momento no es en absoluto producto de la casualidad sino simplemente de la causalidad.

No haría lo que tengo que hacer si antes no hubiera obtenido el arma para hacerlo.

Y aunque no lo obtuve con la intención,  está aquí. Frente a mí. Fría, pesada, indiferente.

No sin cierto temor paso las yemas de mis dedos sobre ella, y la siento fría, muerta, indiferente. Pétrea.

Soy yo quien le dará vida en algún instante próximo. Soy yo quien entre los próximos segundos, quizá minutos, u horas si es que sigo contándoles, decidiré tomarla entre mis manos y, con la fuerza de mis dedos, jalar donde debo jalar, y darle entonces calor.

Han sido muchas noches sin apagar la luz para no pensar en ella. Pero también de muchísimas noches  con las luces apagadas para pensar en ella.

En ti. Sí. No podría pensar en nadie más.

Pero la distancia y mi vejez, aunque seguramente más, mi cobardía, me impiden ahora cabalgar hasta allá, y robarte como antes lo hacía, y lejos de hacerte mía, hacerme tuyo.

Paso nuevamente mis dedos sobre ella, y sigo sintiéndola fría. Marmórea. Cual añeja lápida de fantasmal cementerio.

No debí haberla comprado, pienso en algún instante, pero me convenzo pronto que el peso, la frustración que arrastro, son demasiado. No puedo más con ellos, y menos aún, sin ti.

Por fortuna, mi soledad, mi locura y mi pobreza, quienes a lo largo de la vida me han acompañado, no solo no pueden impedirme dar este último paso sino además, comprenden perfectamente mi decisión. Más aún a sabiendas que ellas, las tres, irán conmigo. Me acompañarán. No las puedo heredar, y además, nadie las quiere como yo las quiero.

La voz que canta en el fondo, de aquel romántico maestro yucateco, acompañada de un viejo piano, me recuerda por un brevísimo instante todo el maravilloso tiempo que nunca compartimos tanto como los besos que no nos dimos y aquel amor que jamás pasó de ser efímero. Ilusorio.

Vida, me arrojo de tus brazos, y tomando a esta que frente a mi tengo en este instante, me la bebo toda. Toda, toda, hasta morir.


Vida, perdóname.  

lunes, 1 de junio de 2015

Es ella...

Las rosas, los soles, los pájaros, aquellas aves que tantas veces cantaron a los tibios rayos del sol cuando escurridizos asomaban desde entre las frondosas copas de los árboles, yacen ahora muertos sobre el suelo, esparcidos, y a su lado, una esperanza. Una esperanza verde y cientos, miles de hojas que se secan ante la indiferencia de la vida, que egoísta, sigue su rumbo sin voltear a ver siquiera.

El cuerpo incólume, recto; reacio al vendaval, parece soportar estoico el peso de su alma abrumada que se despedaza a jirones negros, oscuros, pestilentes, en tanto deja al desnudo todo un vacío lleno de congoja, de dolor, de sufrimiento.

La vida sigue. Sin voltear a ver. Sin inmutarse siquiera.

El alma finalmente clama, implora, pero tarde es ya, la vida se va, y con ella, la ilusión.

Solo ha quedado la esperanza, muerta, al lado de lo que algún día fue un alma, y ahora es solo rastrojos.

Rastrojos de alma que languidecen entre las paredes de una tumba que la vida cinceló desde que empezó a ser indiferente.

No es, señores, la muerte la que llega. Es la vida la que nos abandona. La puta vida se nos va, y nada le importa.


Hoy puedo contároslo con toda propiedad, aunque sin alma y sin vida, solo con una esperanza muerta entre dos manos que ya no son mías.