lunes, 24 de agosto de 2015
miércoles, 10 de junio de 2015
El último cuento
El momento adecuado se ha dado justo en el instante menos
esperado.
Largo trecho la idea recorrió mi mente de ida y vuelta,
pero nunca pensé encontrarla así, tan inesperadamente.
Lo había planeado una y mil veces durante largas noches de
congoja, por lo que sabía tanto que tenía que suceder, como cómo tenía que
suceder. Y todo ello no se parece en nada a lo que en este instante vivo.
A lo que en este instante vivo y, decididamente, tengo que
hacer.
Debo enfatizar sin embargo, como creo haberlo dicho ya, que este
momento no es en absoluto producto de la casualidad sino simplemente de la
causalidad.
No haría lo que tengo que hacer si antes no hubiera obtenido
el arma para hacerlo.
Y aunque no lo obtuve con la intención, está aquí. Frente a mí. Fría, pesada,
indiferente.
No sin cierto temor paso las yemas de mis dedos sobre ella,
y la siento fría, muerta, indiferente. Pétrea.
Soy yo quien le dará vida en algún instante próximo. Soy yo
quien entre los próximos segundos, quizá minutos, u horas si es que sigo contándoles,
decidiré tomarla entre mis manos y, con la fuerza de mis dedos, jalar donde
debo jalar, y darle entonces calor.
Han sido muchas noches sin apagar la luz para no pensar en
ella. Pero también de muchísimas noches con las luces apagadas para pensar en ella.
En ti. Sí. No podría pensar en nadie más.
Pero la distancia y mi vejez, aunque seguramente más, mi
cobardía, me impiden ahora cabalgar hasta allá, y robarte como antes lo hacía,
y lejos de hacerte mía, hacerme tuyo.
Paso nuevamente mis dedos sobre ella, y sigo sintiéndola fría. Marmórea. Cual añeja lápida de fantasmal cementerio.
No debí haberla comprado, pienso en algún instante, pero me
convenzo pronto que el peso, la frustración que arrastro, son demasiado. No
puedo más con ellos, y menos aún, sin ti.
Por fortuna, mi soledad, mi locura y mi pobreza, quienes a
lo largo de la vida me han acompañado, no solo no pueden impedirme dar este último paso sino además, comprenden perfectamente mi decisión. Más aún a sabiendas que ellas, las tres,
irán conmigo. Me acompañarán. No las puedo heredar, y además, nadie las quiere como yo las
quiero.
La voz que canta en el fondo, de aquel romántico maestro yucateco, acompañada de un viejo piano, me
recuerda por un brevísimo instante todo el maravilloso tiempo que nunca compartimos tanto como los besos que no nos dimos y aquel
amor que jamás pasó de ser efímero. Ilusorio.
Vida, me arrojo de tus brazos, y tomando a esta que frente a
mi tengo en este instante, me la bebo toda. Toda, toda, hasta morir.
Vida, perdóname.
lunes, 1 de junio de 2015
Es ella...
Las rosas, los soles, los pájaros, aquellas aves que tantas veces cantaron a los tibios rayos del sol cuando escurridizos asomaban desde entre las frondosas copas de los árboles, yacen ahora muertos sobre el suelo, esparcidos, y a su lado, una esperanza. Una esperanza verde y cientos, miles de hojas que se secan ante la indiferencia de la vida, que egoísta, sigue su rumbo sin voltear a ver siquiera.
El cuerpo incólume, recto; reacio al vendaval, parece soportar estoico el peso de su alma abrumada que se despedaza a jirones negros, oscuros, pestilentes, en tanto deja al desnudo todo un vacío lleno de congoja, de dolor, de sufrimiento.
La vida sigue. Sin voltear a ver. Sin inmutarse siquiera.
El alma finalmente clama, implora, pero tarde es ya, la vida se va, y con ella, la ilusión.
Solo ha quedado la esperanza, muerta, al lado de lo que algún día fue un alma, y ahora es solo rastrojos.
Rastrojos de alma que languidecen entre las paredes de una tumba que la vida cinceló desde que empezó a ser indiferente.
No es, señores, la muerte la que llega. Es la vida la que nos abandona. La puta vida se nos va, y nada le importa.
Hoy puedo contároslo con toda propiedad, aunque sin alma y sin vida, solo con una esperanza muerta entre dos manos que ya no son mías.
viernes, 10 de abril de 2015
Una narrativa que no es cuento.
Algo de nuestra Guatemala, allá, entre las profundidades de la selva petenera.
viernes, 3 de abril de 2015
Las sombras
Cuando finalmente aquella reunión de astros terminó, el Sol estaba totalmente decidido a emprender temprano del siguiente día la búsqueda de una sombra.
¡Me levantaré muy temprano e iré en pos
de alguna de ellas! —se decía a sí mismo mientras, en realidad fastidiado, se
dirigía a su espacio. Y es que durante aquella reunión, entre tazas de café,
té, mate y champurradas, la conversación que los planetas sostuvieron con sus
satélites y el astro rey, inesperadamente había girado hacia el tema de las
sutiles sombras.
¡Claro! —habría reclamado quejosamente
la Luna — ya que tú, Tierra, te colocas frente al Sol a cada poco, pues ni
modo, todos los días tengo que soportar tu enooorme y oscuuura sombra sobre mí!
¡De ninguna manera! —protestó la Tierra
— ¡tú eres quien siempre anda rondándome para ver qué me sacas, y de paso,
también me echas encima toooda tu sombra!
¡Ah!, ¿y qué dicen de mí? —interrumpió
Plutón, también en tono molesto — Todos ustedes siempre están poniéndose frente
al Sol, en mis mismas narices; así que yo sí que tengo que soportar estar
viendo las sombras de tooodos ustedes, tooodo el tiempo. ¡Dichosa tú, Luna, que
solamente las miras una vez al día!
Pero, ¿cómo es eso de las sombras? ¿Por
qué yo nunca he visto una? —preguntó el Sol un tanto desconcertado por no saber
a ciencia cierta de qué hablaban sus pequeños amigos.
Pues escucha, —dijo Saturno llamando la
atención del Sol — las sombras están siempre por ahí. Yo las veo todo el
tiempo, particularmente cuando éstos se interponen entre tú y yo —dijo, en
tanto señalaba con su dedo a la Tierra, Venus, Mercurio, Marte y varios
satélites. — Además, harto me tienen ya esas sombras, pues siempre me dan por
toda la cara y, lo más importante, me impiden recibir tu sabroso calorcito,
señor Sol.
¡Es imposible que algo así exista! Con
los años que tengo, yo ya las hubiera visto —vociferaba el Sol bastante
incómodo por desconocer absolutamente acerca del tema.
Surgió entonces de Mercurio, uno de los
más pequeños de sus amigos, la idea de ayudarle en la búsqueda de una sombra
para que él, el formidable Sol, las conociera.
¡Oye! —le dijo — no te preocupes, las
sombras no son nada del otro mundo. No les des tanta importancia. Yo puedo
ayudarte a encontrar una para que las conozcas, ¿te parece?
¡Ah sí, yo también puedo acompañarte a
buscar alguna! —agregó inmediatamente la Tierra.
¡Sólo eso me faltaba, ayudar a este
fanfarrón presumido! —dijo en voz baja Plutón, quien en realidad luchaba denodadamente
por salir del dominio que el astro rey ejercía sobre él, allá en el rincón más
lejano del sistema. Habiéndolo escuchado el Sol, le dirigió una discreta mirada
que aunque se esforzó porque fuera fría, sólo pudo llegar a ser tibia.
Así las cosas, cuando aquélla reunión
terminó, todos, incluso el rebelde Plutón, se habían ofrecido para acompañar al
sol temprano por la mañana del próximo día, para encontrar una sombra que le
permitiera a aquél conocerlas de una vez por todas.
La emoción del próximo encuentro con
algo completamente desconocido, máxime después de miles y miles de años de
existencia, perturbó la paz del pobre Sol. Se le dificultaba conciliar el
sueño. Vuelta y vuelta, observaba cómo las manecillas del reloj avanzaban. Tic
Tac Tic Tac Tic Tac. Finalmente,
y no sin haberse esforzado de sobremanera en tranquilizarse, logró cerrar sus
ojos y dormir.
Se encontraba en el séptimo sueño cuando
el jolgorio que sus amigos planetas y satélites armaban a las afueras de su
espacio le despertó.
¡Cómo no saliste un par de minutos
antes? —le reclamó Neptuno cuando el rey asomó a la puerta —¡Todo esto estaba
lleno de sombras, pero sólo saliste tú y desaparecieron! Y lo peor de todo es
que no sabemos ni qué se hicieron ni a dónde se fueron.
Sí señor Sol, —agregó la Luna — con un
minuto que usted se hubiera apresurado, las hubiera conocido, pero ni modo...
—inmediatamente aquella se volteó y preguntó a todos los otros planetas y
satélites ya reunidos ahí —Bueno, ustedes ¿a dónde vamos a buscar sombras? —
Ninguno de ellos tenía la más mínima
idea de a dónde acudir para que aquel importante astro las conociera, por lo
que fue la Luna misma quien agregó —Sol, yo creo que el mejor punto para que tú
veas una sombra es sobre la Tierra, ya que en ella hay una montaña enorme que
le llaman monte Everest, y vieras qué sombra tan grande la que proyecta sobre
ella —
¡Oh!, sí, la Luna tiene razón, Sol. Ese
es el mejor punto. ¿Vamos? —dijo uno de los planetas. Inmediatamente los otros
secundaron apoyando la idea.
A los pocos minutos, el Sol y varios de
los planetas y satélites se dirigían hacia la Tierra para que aquél pudiera
conocer las sombras. En particular, la sombra del monte Éverest.
Llegaron poco antes de las cinco de la
mañana; sin embargo, los planetas, Marte principalmente, quien era de los más
conocedores, aconsejó al Sol para que se acercara despacio, lentamente, pues si
se apresuraba, las sombras podrían asustarse, salir corriendo y desaparecer de
inmediato.
Así, habiendo escuchado los consejos que
todos le dieron, el Sol se acercó muy despacio por sobre el horizonte de la
tierra, en dirección hacia el monte Everest. Y cuando apenas empezaba a salir
allá, en el lejano Este, los planetas, que se habían adelantado, vieron con
asombro el gran tamaño que alcanzaba la sombra de aquel majestuoso monte. Era
increíble. Una sombra de muchos, muchísimos kilómetros de largo: tantos que
incluso se perdía en el otro extremo del planeta.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Mira la gran
sombra! —gritaban con algarabía los planetas y los satélites.
¡Justo atrás de la gran montaña!
—gritaban otros, animando al astro doranjado.
Él, el Sol, se acercaba despacio, muy
despacio; con suma cautela y sigilo en pos de su presa. Poco a poco, escalaba
por la sinuosa montaña hacia su cima para sorprender desde allá arriba, desde
lo más alto, a la sombra desparramada por sobre el valle en que, según le
gritaban sus amigos, en ese instante aquella se encontraba.
Sin embargo, a cada centímetro que él
subía, del otro lado la sombra se desvanecía hacia la montaña misma, como
escondiéndose, y haciéndole con ello imposible al astro contemplar siquiera
miga alguna de su oscura naturaleza.
El Sol subía un tantito más, y la sombra
retrocedía justo lo necesario, impidiéndole con ello la oportunidad de verla
De no ser por los muchos años de vida y
experiencia que el Sol acumulaba no hubiera tenido la paciencia de soportar
aquella humillación. De tal suerte, continuó sereno en su esfuerzo por lograr
finalmente deleitarse observando a tan siquiera una de aquellas fantásticas
sombras. Tan sólo una.
—¡Daré un pequeño salto y la
sorprenderé! —se dijo a sí mismo. Disponiéndose de inmediato, dio el pequeño
salto: ¡fluuushhh! Sin embargo, instantáneamente la sombra se escurrió otra vez
tras la inmensa montaña.
—¡Pero cuán quisquillosa es esa sombra!
¿Por qué tanto problema con que yo la vea? —empezaba a reclamar para sus
adentros.
Ya casi iban a ser las diez de la mañana
y él continuaba intentando denodadamente observarla; sin embargo, a cada
milímetro que subía por sobre la empinada cumbre, la escurridiza sombra, llena
de escrúpulos ante el astro rey, se guarecía inmediatamente al pie de la
montaña, al otro lado, haciendo con ello imposible que aquél consiguiera su
caro objetivo.
—¡Hum!, en cuánto llegue allá arriba,
justo sobre la cima de la montaña, estará perdida. ¡No podrá esconderse más de
mí! —se decía a sí mismo el astro rey con aires anticipados de victoria, en
tanto arqueaba reiteradamente sus cejas y esbozaba una suspicaz sonrisa.
Ya el reloj iba a marcar las once de la
mañana y el Sol empezaba a dar muestras de impacientarse; se encontraba
inquieto, anhelante porque pronto sonaran las doce campanadas del mediodía pues
ansiaba sobremanera encontrarse justo encima de la montaña para contemplar
detenidamente, desde ahí, en lo alto, aquella enigmática sombra.
El sólo hecho de imaginar el gozo de que
algo sumamente novedoso, totalmente fuera de su milenaria rutina, le iba a
suceder en breve, le hacía más ardiente y brillante. En realidad, se encontraba
más radiante y lleno de vida que de costumbre.
¡Ey, la sombra se está haciendo mucho
más pequeña... muy pequeñita! —empezaron a gritarle los planetas que le
acompañaban en aquella faena.
¡Sí! ¡sube más despacio! Es mejor
—gritaban otros por ahí.
El Sol casi llegaba entonces a la cima.
Solamente faltaban quince o catorce minutos para estar justo sobre la parte más
alta de la mencionada montaña. La curiosidad y la angustia, a la vez que cierta
inquietud y mucha emoción, le invadían. Eran minutos y segundos de muchísima
algarabía. De gran nerviosismo. A cada minuto se aproximaba más y más.
A pesar que él aparentaba cierta
serenidad, sus amigos notaban que en realidad anhelaba ir más aprisa, y que
habría de estar realizando muchísimo esfuerzo para contener lo que
paulatinamente se le habría convertido ya en una vergonzosa obsesión que le
carcomía intensamente de arriba a abajo.
Finalmente, faltando sólo treinta
segundos para las doce, el Sol se deleitaba iracundamente intranquilo ante lo que se imaginaba podría
observar ese día, luego de años, siglos, miles de años realmente, durante los
que las sombras habían pasado totalmente inadvertidas para él.
En punto a las doce, justo sobre la cima
de aquella montaña, abrió aún más sus enormes ojos y empezó a escudriñar la
inmensa planicie del valle. Veía cerca del bosque, por el riachuelo, por entre
las pequeñas laderas y nada. La sombra no estaba. Pero, ¿qué se ha hecho? ¿a dónde se ha
ido?—se preguntaba.
¡Ahora se pasó para el otro lado! ¡Para
adelante! —le gritaron sus pequeños amigos.
¡Sí, allá está, señor Sol, del otro
lado! —le gritaban.
Pero el Sol, a pesar que podía voltear a
ver, no podía retroceder un solo milímetro para echar nuevamente un vistazo.
Irremediablemente, avanzaba despacio hacia el otro lado del majestuoso monte.
Hacia el atardecer sobre el horizonte.
La algarabía y el entusiasmo desbordante
que tanto disfrutaba apenas unos cuantos minutos antes se tornaron por completo
en una gran tristeza y profunda desilusión. Incluso, sentía también cierta
cólera e indignación, pues no concebía ni aceptaba cómo era posible que él, el
astro rey, no pudiera ver cumplido su caro anhelo.
A alguno de sus acompañantes se le
ocurrió entonces proponerle que intentara conocer la noche, la cual era muy
similar a las sombras. De hecho, la madre de todas las sombras.
¿Pero... y dónde está la noche?
—preguntó el Sol.
Ahí, adelantito de ti —le contestó
Venus.
¡Si te apuras un tanto, la alcanzarás y
podrás verla! Es prácticamente igual que las sombras —agregó la Luna
El Sol inmediatamente se puso en pos de
la noche y principió a perseguirla alrededor de la Tierra con el propósito de
alcanzarla y así finalmente conocerla. Y es que sí, sólo la humilde y diminuta
Tierra se interponía entre ellos.
¡Va justo a la vuelta de la Tierra! —le
gritaba también Mercurio.
El Sol empezó entonces a correr tras la
noche; sin embargo, aquella se comportaba tal cual las sombras. Era
escurridiza, y por más que él se esforzaba, la noche se le escapaba. Cuando
corría tan sólo un tantito, la noche justo también lo hacía, alejándose de él.
Así, el rey Sol, el astro adorado y
admirado, omnipresente y omnipotente, nunca ha visto una simple sombra. ¿La
verá algún día?
FIN
martes, 24 de marzo de 2015
NO LO DIGAS, CÁLLATE. Fragmento
—Usted seguramente lo sabe, señor ministro, pero, está
bien. Dejémoslo ahí, pero entonces ayúdeme con otro tema que usted defiende a
los cuatro vientos. Por qué dice que acá no hubo genocidio. Soy ignorante en el
tema, pero tampoco soy de los que dicen, sí, o no, sin saber al respecto.
—Interesante, señor García. Demuestra usted ser una
persona con principios. Lamentablemente, la mayoría de gente en el país se deja
llevar por pasiones. Por la sed de venganza. Pero también se deja acarrear, por
ignorancia.
—Perdone, señor ministro, pero no podemos negar que
crímenes, asesinatos y masacres existieron, y horrendos, durante el conflicto.
—Por supuesto que no podemos negarlo, en absoluto, pero,
genocidio, no.
—Señores, disculpen mi intromisión, pero en todo caso
sería más soportable etimológicamente, que es de lo único que sé un poco, la
idea de genocidio contra los guatemaltecos, en general, que en contra de un
grupo o etnia en particular, pues recordemos que los muertos por el conflicto
se estiman en 200,000, y de ellos, 1,750, aproximadamente, fueron de la etnia
ixil, lo que no proporciona ninguna concordancia o solidez a la ponencia de
genocidio contra tal grupo.
—Hmmm, pero se dice que hubo una acometida feroz contra
tales pobladores. Toda una carnicería, mejor dicho.
—Sí, totalmente de acuerdo, pero no existe sustento de
que la idea o propósito fuese destruir o eliminar a una etnia en particular,
como reza literalmente el concepto de genocidio, sino a guatemaltecos y
extranjeros en general que, cuando se alzaron en armas o empezaron a proteger a
los armados, se tornaron en combatientes.
—Pero, esa gente no estaba armada. Incluso muchos eran
niños, ancianos y mujeres, hasta embarazadas. No había razón alguna para
asesinarlos. Eso ha sido totalmente atroz. Una masacre innegable.
—Totalmente de acuerdo. Y por ello son crímenes de guerra,
de lesa humanidad. Una carnicería, como usted dijo. Pero, ¿cree usted que si
los soldados encontraban a algún grupo de Tzutuiles o kachiqueles o chinos, en
franco apoyo a la guerrilla, los hubiera separado y salvado, y sólo hubieran
asesinado a los ixiles?
—No, no creo.
—Pues....
—Pero entonces, ¿cómo hacer justicia contra quienes
masacraron a tanto inocente?
—Ah, en ese caso, me disculpo, pues no soy abogado ni sé
mayor cosa del ámbito legal. Por ello anticipé, mi opinión obedece a factores
académicos, lingüísticos e idiomáticos, no al ámbito jurídico. Sin embargo, sé
que hay alguna ley de reconciliación y de amnistía que algo tendrá que ver con
el asunto, pero no es mi ámbito.
—Pero no pocas universidades del país respaldan la tesis
de que hubo genocidio. Y las tales sí que pertenecen al ámbito académico.
—La academia no deja de ser política cuando hay dinero de
por medio. Pero bien, mi opinión al respecto es totalmente personal. Es,
simplemente, mi manera de ver los hechos. Y por supuesto, no son del agrado de
la mayoría.
—Definitivamente, y hasta cuidado habrá que tener al
decirlo, pues no pocos han de ser los “intelectuales” que pueden incluso matar
por sed de venganza.
—Hmmm, hay varios: “intelectuales”, como usted los
encasilla con sus dedos, que no lo hacen por venganza sino por dinero. Sin
embargo, sí, esa sed de venganza ciega en algunos, o de dinero, en otros, es la
que los ha llevado a distorsionar el concepto y solicitar, aunque de manera
injusta y paradójica, incluso delinquiendo, justicia.
—Pero, ¿no está siendo usted muy riguroso en el contenido
de la letra?
—Sí. De hecho yo mismo lo pienso así. Pero el tema y su
trascendencia para el país no son para menos. No se está juzgando un caso de
trata de personas, que es delito, o de prostitución, que no lo es, pero que se
relacionan muy sutilmente o que están separados muy tenuemente, como también resultan
genocidio y crímenes de guerra o de lesa humanidad.
—Pues sí, pero, ya una juez dictó que si hubo genocidio.
—Con todo el respeto que la señora juez merece, el ser
abogado, tanto como ser juez o magistrado, no brinda certeza alguna de que no
se equivocarán. No están exentos a la mala práctica profesional, aunque en tal
caso, jurídica. De hecho, todo mundo estamos expuestos a equivocarnos. Pero en
el ámbito jurídico, siendo eminentemente social, la necesidad de una mayor
cultura general es imprescindible, tanto para condenar como para absolver
conforme a derecho.
—Bueno, el mismo presidente comete o dice a veces unas
tonteras que...
—No se lo diré cuando lo vea, don Eduardo, pero recuerde
que él es mi jefe.
—Jajaja, bueno, de hecho, usted mismo, señor ministro, se
ha equivocado varias veces.
—Ven. Y así como hay mala práctica médica, que la hay, y
abundante, pues también hay mala práctica jurídica. ¿Cuántos inocentes han de
estar presos por lo mismo, y cuantos culpables, libres, también por lo mismo? Y
si a ello agregamos el dinero bajo la manga, del narcotráfico, por ejemplo.
—Pero entonces, ¿a quién le creemos en el país?
—En el país, y fuera del país, pues el tema campanea
entre lo político y lo económico, señores. Tomemos en cuenta que algunos buscan
venganza; otros, paz, los menos; otros más, muchos, dinero, sin embargo, los
más interesados, algunos cuantos titiriteros ocultos, que para nada han sido
víctimas, buscan poder político.
—¿El asunto entonces no es sólo ver preso al general?
—Para la gran mayoría, sí. Para la pasional. La que
compra emociones. La misma de antes, que no se percata cómo otra vez son utilizados,
aunque ahora no como carne de cañón sino como víctimas sin derechos humanos,
pero al igual que antes, no para su beneficio y que finalmente obtengan dichos
derechos sino para el de esos pocos líderes ocultos del movimiento que buscan
poder político y económico.
—Pero, ¿acaso no son víctimas sin derechos humanos?
—Claro que sí, lo son, pero sólo los utilizan como tales.
—¡Ah la chingada! Perdón, pero no puedo ocultar mi
frustración. Yo he defendido que si hubo genocidio, pero con esto.
—Bueno, está lo del resarcimiento como un tema sucedáneo,
pues si hubiese habido genocidio, pues ni modo, hay que cumplir con lo que la
ley internacional ordena al respecto. El dilema principal, don Luis, es que
haya habido, o no, el tal genocidio. Sin embargo, para ampliar al respecto,
permítanme agregar que sería ignorancia de mi parte o evidente carencia de
conciencia negar la barbarie. De hecho, el informe REMHI, que más bien parece guion
de película de terror, pero totalmente avalado por diferentes instancias,
señala la existencia de cerca de 425 masacres por parte de las fuerzas armadas,
tanto en Alta y Baja Verapaz como en Quiche, Huehuetenango, San Marcos y
Chimaltenango, e incluso sabemos de los reductos guerrilleros que fueron
atacados con tanques, obuses y morteros dentro de la mismísima ciudad capital.
Pero ese mismo documento, avalado y aceptado por quienes pregonan la existencia
de genocidio en el país, a la vez deslegitima por completo la idea de genocidio
contra una etnia en particular, en este caso la ixil, dada la cantidad de
masacres y la amplia dispersión geográfica de las mismas que, señala, se dieron
en el territorio nacional. De tal suerte, señores, sí, hubo toda una violación
a la humanidad, sin duda, y merece castigo y justicia, pero, y este es el pero
importante, dentro del marco jurídico, pues de lo contrario estamos juzgando un
delito con otro delito, lo cual dista mucho del espíritu de la justicia. Así,
dado mi interés académico y lingüístico, y lo que he expuesto, no puedo bajar
la cabeza y decir sí a los “intelectuales” de izquierda que con tanta
emotividad, con tanta necesidad de venganza, o de dinero, se han dedicado a
pregonar la existencia de genocidio en el país, como tampoco podría decir, no,
sin antes haber leído y visto lo que he leído y visto para expresarles lo que
les he expresado. ¿Me doy a entender?
—Me sorprende, amigo. Usted debería ser periodista.
—Jajaja, esto es entre nosotros, señores. Si divulgo esta
opinión allá afuera, en ese ámbito de sed de venganza, dinero y poder que
sabemos existe, seguramente me ganaría muchísimos enemigos, por supuesto,
supuestamente “intelectuales”. Pero bueno, disculpen que haya intervenido, pero
la justicia sin pasiones es un tema que me apasiona. Señor ministro, señor
viceministro, don Eduardo, don Luis, mucho gusto. Tengan buen día. Debo
retirarme. Con permiso.
—Buenas tardes, señor. Gracias.
—A ustedes, gracias. Buen día.
Una vez el desconocido sale de lo que evidentemente no es
un despacho ministerial protocolario y ha cerrado la puerta tras de sí, los
cuatro nos quedamos viendo nuestras caras, enjutas y cansadas, aunque con
cierto arqueo inusual de nuestras cejas.
—Ve pues, nunca había escuchado a éste decir tales cosas.
—Yo tampoco, señor Ministro. Pero muy acertado.
—Pues sí, honestamente, sí.
—Y ¿quién es él?
—Uno de nuestros asesores “intelectuales”, jajaja, pero
no puedo revelarles su identidad. Ustedes comprenden. Pero bueno, tengo varios
pendientes, así que, don Eduardo, creo que hemos finalizado. De cualquier
manera, tiene usted ahora nuestros números telefónicos, y cualquier sospecha,
cualquier cosa que le despierte suspicacias, por favor, no dude en comunicarse.
Estamos para servirle. –Dice el ministro en tanto se pone de píe y extiende la
mano a los visitantes.
—Muchas gracias, señor ministro. Entonces, ¿retomo mi
vida con tranquilidad?
—Totalmente. Este Gaitán
no sabe ni por asomo qué sucedió. Y las pruebas, de acuerdo con...
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viernes, 20 de marzo de 2015
Escribir sin escribir
Escribir sin escribir
La ilusión por alzarme vencedor en aquel concurso literario me llevó a leer innumerables autores, ya que a decir de algunas personas, ello me aseguraría el triunfo.
Intenté escribir como había leído a Borges, sin embargo, cuando empecé a recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. Y ello me obligó, de inmediato, a abandonar aquel estilo.
Probé entonces escribir como leí a Asturias, sin embargo, de igual manera, cuando intenté recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. Y también me vi preciso de abandonar ese estilo.
Dado mi afán por la gloria, recurrí entonces al estilo de Rulfo, pero para mi mala fortuna, también, cuando empecé a recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. ¡Uff! ¡cuán difícil me resultó tener que abandonar ese tercer estilo!
¡Bueno! — me dije entonces— pondré a prueba este método tan sólo una vez más.
García me pareció entonces el indicado. Y su obra me resultó preciosa. Linda. La leí una y cien veces, de pe a pa.
Finalmente, quienes leían mis escritos, me aclamaban efusivamente y decían—¡Pero si escribís igual que García! ¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Sos un genio!
Ante tal entusiasmo y apoyo, decidí no participar en aquel concurso, pues comprendí que aún no escribía como anhelaba escribir.
La ilusión por alzarme vencedor en aquel concurso literario me llevó a leer innumerables autores, ya que a decir de algunas personas, ello me aseguraría el triunfo.
Intenté escribir como había leído a Borges, sin embargo, cuando empecé a recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. Y ello me obligó, de inmediato, a abandonar aquel estilo.
Probé entonces escribir como leí a Asturias, sin embargo, de igual manera, cuando intenté recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. Y también me vi preciso de abandonar ese estilo.
Dado mi afán por la gloria, recurrí entonces al estilo de Rulfo, pero para mi mala fortuna, también, cuando empecé a recorrer las gradas subiendo hacia abajo, en dirección al soleado sótano, me percaté que no había escaleras. ¡Uff! ¡cuán difícil me resultó tener que abandonar ese tercer estilo!
¡Bueno! — me dije entonces— pondré a prueba este método tan sólo una vez más.
García me pareció entonces el indicado. Y su obra me resultó preciosa. Linda. La leí una y cien veces, de pe a pa.
Finalmente, quienes leían mis escritos, me aclamaban efusivamente y decían—¡Pero si escribís igual que García! ¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Sos un genio!
Ante tal entusiasmo y apoyo, decidí no participar en aquel concurso, pues comprendí que aún no escribía como anhelaba escribir.
La mañana es una fiesta
La mañana amaneció de fiesta. Cubierta con los brillantes colores de las flores de nazarenos, jacarandas y bouganvilias que cobijan el trino excelso de cientos de nerviosas aves que van aquí y allá, de flor en flor. Los rayos de sol, tenues aún, se introducen paulatinamente a través de los edificios para posarse sobre ramas, hojas y flores, desde donde toman impulso para reflejarse nuevamente en la retina. Otro actor, el gato, atento y ansioso, desde una esquina intenta imitar los trinos, con la esperanza de atraer alguna de las cándidas aves a sus garras. La mañana es una fiesta.
El No. 9
Cuando a mi mente viene el recuerdo de aquel niño, no veo más que su pelo liso y aguado, aunque ordenado, puesto sobre su cabeza así, como sin querer ponerse sobre ella; también su mirar, pícaro y travieso, pero a la vez: ingenuo y diáfano.
No recuerdo su nombre. Fue hace tantos años. Sin embargo, lo recuerdo porque recuerdo que le encantaban los globos. Y cuando quería alguno, con las yemas de sus dedos lo dibujaba ahí mismo, en el aire, y en el acto lo tenía. Recuerdo que dibujaba muchos más rojos que amarillos o azules, y ocasionalmente alguno verde, pero, sin duda, el rojo era su color favorito.
Era feliz cuando el viento se los arrebataba de entre sus manos y los arrastraba por la calle y los alejaba de donde él se encontraba. Sus pequeños pies parecían en cierto momento entonces montarse sobre la escoba de alguna bruja y emprender el vuelo raudo y veloz tras ellos, a ras de piso, en un vano intento por recuperarlos, pues los globos se iban. Se iban una y otra vez. Siempre. Y él, sin desánimo alguno más que el que la prisión podría proporcionarle a alguien de su edad, los dibujaba contra el aire con la yema de sus dedos una y otra vez. Siempre.
Alguien, no recuerdo quien, bautizó algún día aquel paraje del pueblo como el rincón de los globos, pues aquel niño vivaracho no cesaba un solo día en su entusiasmo por dibujarlos. De suerte los dibujaba inflados, pues imaginemos los cachetes que hubiera llegado a desarrollar de tanto soplar, de haberlos dibujado desinflados. Lejos de su rostro seco y blanco, gachupín, con tanta sopladera quizá algún día hubiera llegado a ser un niño cachetón y colorado. Afrancesado. Aunque siempre sonriente.
Sí. Su sonrisa inundaba los rincones de las casas del vecindario a lo largo del día, cuando en su trajín de dibujar globos y correr en pos de ellos, su alegría dibujada en… qué he dicho, sonrisas, no; eran carcajadas, carcajadas frescas y diáfanas como sólo un niño es capaz de parir, y entonces, aquellas se esparcían flotando entre cada uno de los pequeños rincones de aquel gran rincón de los globos.
Sí, aquel niño corrió, rio, gozó, fue feliz, sin duda. Como muchos. Como todos. A pesar que, como todos, su prisión tenía.
No me hubiera acordado de aquel niño a no ser por la conversación que recién tuve con alguien que lo rescató de entre mi memoria. Y lo revivió.
Cuando me preguntó por él, no supe qué decirle. En principio, que quizá había muerto. Que seguramente no corría más tras los globos y que aquellas carcajadas que recordábamos eran simplemente eso, una vago recuerdo de la felicidad de un niño que corre tras globos.
No —insistió esa persona, —ese niño está ahí. Y hay que liberarlo —añadió.
Pero, aquel niño, ha de ser un viejo ahora —le contesté.
Sí, pero sé perfectamente que sigue teniendo el alma de niño —espetó, con no poca contundencia y mucha bronca.
Yo no atiné a responder algo, alguna pendejada o alguna sutileza, ante tanta fuerza y dureza en aquellas palabras, en aquel gesto. En aquel mirar.
De pronto recordé nuevamente a aquel niño. Y sí, lo vi. Seguía vivo. Seguía dibujando globos. Rojos, como los prefería. Y también corría tras ellos y su carcajada diáfana aún inundaba los rincones del rincón del globo. Sin embargo, más allá también de su pelo liso, aguado aunque ordenado, puesto sobre su cabeza así, como sin querer ponerse sobre ella, y su mirada pícara y traviesa, pero a la vez ingenua y diáfana, recordé también la cárcel en que ha estado prisionero.
No recuerdo su nombre. Fue hace tantos años. Sin embargo, lo recuerdo porque recuerdo que le encantaban los globos. Y cuando quería alguno, con las yemas de sus dedos lo dibujaba ahí mismo, en el aire, y en el acto lo tenía. Recuerdo que dibujaba muchos más rojos que amarillos o azules, y ocasionalmente alguno verde, pero, sin duda, el rojo era su color favorito.
Era feliz cuando el viento se los arrebataba de entre sus manos y los arrastraba por la calle y los alejaba de donde él se encontraba. Sus pequeños pies parecían en cierto momento entonces montarse sobre la escoba de alguna bruja y emprender el vuelo raudo y veloz tras ellos, a ras de piso, en un vano intento por recuperarlos, pues los globos se iban. Se iban una y otra vez. Siempre. Y él, sin desánimo alguno más que el que la prisión podría proporcionarle a alguien de su edad, los dibujaba contra el aire con la yema de sus dedos una y otra vez. Siempre.
Alguien, no recuerdo quien, bautizó algún día aquel paraje del pueblo como el rincón de los globos, pues aquel niño vivaracho no cesaba un solo día en su entusiasmo por dibujarlos. De suerte los dibujaba inflados, pues imaginemos los cachetes que hubiera llegado a desarrollar de tanto soplar, de haberlos dibujado desinflados. Lejos de su rostro seco y blanco, gachupín, con tanta sopladera quizá algún día hubiera llegado a ser un niño cachetón y colorado. Afrancesado. Aunque siempre sonriente.
Sí. Su sonrisa inundaba los rincones de las casas del vecindario a lo largo del día, cuando en su trajín de dibujar globos y correr en pos de ellos, su alegría dibujada en… qué he dicho, sonrisas, no; eran carcajadas, carcajadas frescas y diáfanas como sólo un niño es capaz de parir, y entonces, aquellas se esparcían flotando entre cada uno de los pequeños rincones de aquel gran rincón de los globos.
Sí, aquel niño corrió, rio, gozó, fue feliz, sin duda. Como muchos. Como todos. A pesar que, como todos, su prisión tenía.
No me hubiera acordado de aquel niño a no ser por la conversación que recién tuve con alguien que lo rescató de entre mi memoria. Y lo revivió.
Cuando me preguntó por él, no supe qué decirle. En principio, que quizá había muerto. Que seguramente no corría más tras los globos y que aquellas carcajadas que recordábamos eran simplemente eso, una vago recuerdo de la felicidad de un niño que corre tras globos.
No —insistió esa persona, —ese niño está ahí. Y hay que liberarlo —añadió.
Pero, aquel niño, ha de ser un viejo ahora —le contesté.
Sí, pero sé perfectamente que sigue teniendo el alma de niño —espetó, con no poca contundencia y mucha bronca.
Yo no atiné a responder algo, alguna pendejada o alguna sutileza, ante tanta fuerza y dureza en aquellas palabras, en aquel gesto. En aquel mirar.
De pronto recordé nuevamente a aquel niño. Y sí, lo vi. Seguía vivo. Seguía dibujando globos. Rojos, como los prefería. Y también corría tras ellos y su carcajada diáfana aún inundaba los rincones del rincón del globo. Sin embargo, más allá también de su pelo liso, aguado aunque ordenado, puesto sobre su cabeza así, como sin querer ponerse sobre ella, y su mirada pícara y traviesa, pero a la vez ingenua y diáfana, recordé también la cárcel en que ha estado prisionero.
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