viernes, 10 de abril de 2015

Una narrativa que no es cuento.


Algo de nuestra Guatemala, allá, entre las profundidades de la selva petenera. 



viernes, 3 de abril de 2015

Las sombras

Cuando finalmente aquella reunión de astros terminó, el Sol estaba totalmente decidido a emprender temprano del siguiente día la búsqueda de una sombra.


¡Me levantaré muy temprano e iré en pos de alguna de ellas! —se decía a sí mismo mientras, en realidad fastidiado, se dirigía a su espacio. Y es que durante aquella reunión, entre tazas de café, té, mate y champurradas, la conversación que los planetas sostuvieron con sus satélites y el astro rey, inesperadamente había girado hacia el tema de las sutiles sombras.

¡Claro! —habría reclamado quejosamente la Luna — ya que tú, Tierra, te colocas frente al Sol a cada poco, pues ni modo, todos los días tengo que soportar tu enooorme y oscuuura sombra sobre mí!

¡De ninguna manera! —protestó la Tierra — ¡tú eres quien siempre anda rondándome para ver qué me sacas, y de paso, también me echas encima toooda tu sombra!

¡Ah!, ¿y qué dicen de mí? —interrumpió Plutón, también en tono molesto — Todos ustedes siempre están poniéndose frente al Sol, en mis mismas narices; así que yo sí que tengo que soportar estar viendo las sombras de tooodos ustedes, tooodo el tiempo. ¡Dichosa tú, Luna, que solamente las miras una vez al día!

Pero, ¿cómo es eso de las sombras? ¿Por qué yo nunca he visto una? —preguntó el Sol un tanto desconcertado por no saber a ciencia cierta de qué hablaban sus pequeños amigos.

Pues escucha, —dijo Saturno llamando la atención del Sol — las sombras están siempre por ahí. Yo las veo todo el tiempo, particularmente cuando éstos se interponen entre tú y yo —dijo, en tanto señalaba con su dedo a la Tierra, Venus, Mercurio, Marte y varios satélites. — Además, harto me tienen ya esas sombras, pues siempre me dan por toda la cara y, lo más importante, me impiden recibir tu sabroso calorcito, señor Sol.

¡Es imposible que algo así exista! Con los años que tengo, yo ya las hubiera visto —vociferaba el Sol bastante incómodo por desconocer absolutamente acerca del tema.

Surgió entonces de Mercurio, uno de los más pequeños de sus amigos, la idea de ayudarle en la búsqueda de una sombra para que él, el formidable Sol, las conociera.

¡Oye! —le dijo — no te preocupes, las sombras no son nada del otro mundo. No les des tanta importancia. Yo puedo ayudarte a encontrar una para que las conozcas, ¿te parece?

¡Ah sí, yo también puedo acompañarte a buscar alguna! —agregó inmediatamente la Tierra.

¡Sólo eso me faltaba, ayudar a este fanfarrón presumido! —dijo en voz baja Plutón, quien en realidad luchaba denodadamente por salir del dominio que el astro rey ejercía sobre él, allá en el rincón más lejano del sistema. Habiéndolo escuchado el Sol, le dirigió una discreta mirada que aunque se esforzó porque fuera fría, sólo pudo llegar a ser tibia.

Así las cosas, cuando aquélla reunión terminó, todos, incluso el rebelde Plutón, se habían ofrecido para acompañar al sol temprano por la mañana del próximo día, para encontrar una sombra que le permitiera a aquél conocerlas de una vez por todas.

La emoción del próximo encuentro con algo completamente desconocido, máxime después de miles y miles de años de existencia, perturbó la paz del pobre Sol. Se le dificultaba conciliar el sueño. Vuelta y vuelta, observaba cómo las manecillas del reloj avanzaban. Tic Tac Tic Tac Tic Tac. Finalmente, y no sin haberse esforzado de sobremanera en tranquilizarse, logró cerrar sus ojos y dormir.
Se encontraba en el séptimo sueño cuando el jolgorio que sus amigos planetas y satélites armaban a las afueras de su espacio le despertó.

¡Cómo no saliste un par de minutos antes? —le reclamó Neptuno cuando el rey asomó a la puerta —¡Todo esto estaba lleno de sombras, pero sólo saliste tú y desaparecieron! Y lo peor de todo es que no sabemos ni qué se hicieron ni a dónde se fueron.

Sí señor Sol, —agregó la Luna — con un minuto que usted se hubiera apresurado, las hubiera conocido, pero ni modo... —inmediatamente aquella se volteó y preguntó a todos los otros planetas y satélites ya reunidos ahí —Bueno, ustedes ¿a dónde vamos a buscar sombras?  —

Ninguno de ellos tenía la más mínima idea de a dónde acudir para que aquel importante astro las conociera, por lo que fue la Luna misma quien agregó —Sol, yo creo que el mejor punto para que tú veas una sombra es sobre la Tierra, ya que en ella hay una montaña enorme que le llaman monte Everest, y vieras qué sombra tan grande la que proyecta sobre ella —

¡Oh!, sí, la Luna tiene razón, Sol. Ese es el mejor punto. ¿Vamos? —dijo uno de los planetas. Inmediatamente los otros secundaron apoyando la idea.

A los pocos minutos, el Sol y varios de los planetas y satélites se dirigían hacia la Tierra para que aquél pudiera conocer las sombras. En particular, la sombra del monte Éverest.

Llegaron poco antes de las cinco de la mañana; sin embargo, los planetas, Marte principalmente, quien era de los más conocedores, aconsejó al Sol para que se acercara despacio, lentamente, pues si se apresuraba, las sombras podrían asustarse, salir corriendo y desaparecer de inmediato.

Así, habiendo escuchado los consejos que todos le dieron, el Sol se acercó muy despacio por sobre el horizonte de la tierra, en dirección hacia el monte Everest. Y cuando apenas empezaba a salir allá, en el lejano Este, los planetas, que se habían adelantado, vieron con asombro el gran tamaño que alcanzaba la sombra de aquel majestuoso monte. Era increíble. Una sombra de muchos, muchísimos kilómetros de largo: tantos que incluso se perdía en el otro extremo del planeta.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Mira la gran sombra! —gritaban con algarabía los planetas y los satélites.

¡Justo atrás de la gran montaña! —gritaban otros, animando al astro doranjado.

Él, el Sol, se acercaba despacio, muy despacio; con suma cautela y sigilo en pos de su presa. Poco a poco, escalaba por la sinuosa montaña hacia su cima para sorprender desde allá arriba, desde lo más alto, a la sombra desparramada por sobre el valle en que, según le gritaban sus amigos, en ese instante aquella se encontraba.

Sin embargo, a cada centímetro que él subía, del otro lado la sombra se desvanecía hacia la montaña misma, como escondiéndose, y haciéndole con ello imposible al astro contemplar siquiera miga alguna de su oscura naturaleza.

El Sol subía un tantito más, y la sombra retrocedía justo lo necesario, impidiéndole con ello la oportunidad de verla

De no ser por los muchos años de vida y experiencia que el Sol acumulaba no hubiera tenido la paciencia de soportar aquella humillación. De tal suerte, continuó sereno en su esfuerzo por lograr finalmente deleitarse observando a tan siquiera una de aquellas fantásticas sombras.  Tan sólo una.

—¡Daré un pequeño salto y la sorprenderé! —se dijo a sí mismo. Disponiéndose de inmediato, dio el pequeño salto: ¡fluuushhh! Sin embargo, instantáneamente la sombra se escurrió otra vez tras la inmensa montaña.

—¡Pero cuán quisquillosa es esa sombra! ¿Por qué tanto problema con que yo la vea? —empezaba a reclamar para sus adentros.

Ya casi iban a ser las diez de la mañana y él continuaba intentando denodadamente observarla; sin embargo, a cada milímetro que subía por sobre la empinada cumbre, la escurridiza sombra, llena de escrúpulos ante el astro rey, se guarecía inmediatamente al pie de la montaña, al otro lado, haciendo con ello imposible que aquél consiguiera su caro objetivo.

—¡Hum!, en cuánto llegue allá arriba, justo sobre la cima de la montaña, estará perdida. ¡No podrá esconderse más de mí! —se decía a sí mismo el astro rey con aires anticipados de victoria, en tanto arqueaba reiteradamente sus cejas y esbozaba una suspicaz sonrisa.

Ya el reloj iba a marcar las once de la mañana y el Sol empezaba a dar muestras de impacientarse; se encontraba inquieto, anhelante porque pronto sonaran las doce campanadas del mediodía pues ansiaba sobremanera encontrarse justo encima de la montaña para contemplar detenidamente, desde ahí, en lo alto, aquella enigmática sombra.

El sólo hecho de imaginar el gozo de que algo sumamente novedoso, totalmente fuera de su milenaria rutina, le iba a suceder en breve, le hacía más ardiente y brillante. En realidad, se encontraba más radiante y lleno de vida que de costumbre.

¡Ey, la sombra se está haciendo mucho más pequeña... muy pequeñita! —empezaron a gritarle los planetas que le acompañaban en aquella faena.

¡Sí! ¡sube más despacio! Es mejor —gritaban otros por ahí.

El Sol casi llegaba entonces a la cima. Solamente faltaban quince o catorce minutos para estar justo sobre la parte más alta de la mencionada montaña. La curiosidad y la angustia, a la vez que cierta inquietud y mucha emoción, le invadían. Eran minutos y segundos de muchísima algarabía. De gran nerviosismo. A cada minuto se aproximaba más y más.

A pesar que él aparentaba cierta serenidad, sus amigos notaban que en realidad anhelaba ir más aprisa, y que habría de estar realizando muchísimo esfuerzo para contener lo que paulatinamente se le habría convertido ya en una vergonzosa obsesión que le carcomía intensamente de arriba a abajo.

Finalmente, faltando sólo treinta segundos para las doce, el Sol se deleitaba iracundamente  intranquilo ante lo que se imaginaba podría observar ese día, luego de años, siglos, miles de años realmente, durante los que las sombras habían pasado totalmente inadvertidas para él.

En punto a las doce, justo sobre la cima de aquella montaña, abrió aún más sus enormes ojos y empezó a escudriñar la inmensa planicie del valle. Veía cerca del bosque, por el riachuelo, por entre las pequeñas laderas y nada. La sombra no estaba.  Pero, ¿qué se ha hecho? ¿a dónde se ha ido?—se preguntaba.

¡Ahora se pasó para el otro lado! ¡Para adelante! —le gritaron sus pequeños amigos.

¡Sí, allá está, señor Sol, del otro lado! —le gritaban.

Pero el Sol, a pesar que podía voltear a ver, no podía retroceder un solo milímetro para echar nuevamente un vistazo. Irremediablemente, avanzaba despacio hacia el otro lado del majestuoso monte. Hacia el atardecer sobre el horizonte.

La algarabía y el entusiasmo desbordante que tanto disfrutaba apenas unos cuantos minutos antes se tornaron por completo en una gran tristeza y profunda desilusión. Incluso, sentía también cierta cólera e indignación, pues no concebía ni aceptaba cómo era posible que él, el astro rey, no pudiera ver cumplido su caro anhelo.  

A alguno de sus acompañantes se le ocurrió entonces proponerle que intentara conocer la noche, la cual era muy similar a las sombras. De hecho, la madre de todas las sombras.

¿Pero... y dónde está la noche? —preguntó el Sol.

Ahí, adelantito de ti —le contestó Venus.

¡Si te apuras un tanto, la alcanzarás y podrás verla! Es prácticamente igual que las sombras —agregó la Luna

El Sol inmediatamente se puso en pos de la noche y principió a perseguirla alrededor de la Tierra con el propósito de alcanzarla y así finalmente conocerla. Y es que sí, sólo la humilde y diminuta Tierra se interponía entre ellos.

¡Va justo a la vuelta de la Tierra! —le gritaba también Mercurio.

El Sol empezó entonces a correr tras la noche; sin embargo, aquella se comportaba tal cual las sombras. Era escurridiza, y por más que él se esforzaba, la noche se le escapaba. Cuando corría tan sólo un tantito, la noche justo también lo hacía, alejándose de él.

Así, el rey Sol, el astro adorado y admirado, omnipresente y omnipotente, nunca ha visto una simple sombra. ¿La verá algún día?


FIN