domingo, 16 de noviembre de 2014

No lo digas, cállate!!!!










¡NO LO DIGAS, CÁLLATE!




José Luis Elgueta Jegerlehner
Guatemala, C. A.









© ¡No lo digas, cállate!

José Luis Elgueta Jegerlehner


Diseño de Portada, Revisión y Edición: José Luis Elgueta Jegerlehner



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NO LO DIGAS, ¡CÁLLATE!

El popular barrio de...

...la colonia Nueva Monserrat, como nacimiento navideño que ha sido construido a lo largo de los últimos 50 años a la periferia de la ciudad de Guatemala, perdía paulatinamente el alegre y vivo colorido de sus flores de bouganvilias y nazarenos conforme los postreros rayos del sol se desvanecían sobre los tejados de lámina, las terrazas y las abundantes copas de árboles diseminados aquí y allá entre parques, calles y patios traseros. El trino alborotado de los cenzontles llamando a los suyos al nido se mezclaba con el potente rugir de los motores de autobuses urbanos, el griterío de sus brochas y el cansancio de sus pasajeros, muchos de ellos colgando aferrados apenas de las puertas con sus manos, y de Dios, con sus oraciones, para no soltarse y caerse y romperse la cara, y también el cuerpo, e incluso la madre misma, sobre el irregular y áspero pavimento gris. Cientos de automóviles y motocicletas yendo y viniendo terminaban de dar un caótico colorido a ese laberinto; a esa antinatural naturaleza urbana del final de la jornada. Los vecinos, miles, tal cual los cenzontles, también regresaban a sus nidos.

El ocaso despliega paulatinamente la oscuridad propia de la noche, y el anhelado fresco que se esparce sobre el barrio, sobre el valle de la Ermita completo, finalmente empieza a doblegar los caldeados ánimos que la muchedumbre ha acarreado desde poco antes del mediodía sobre sus espaldas, debido a las altas temperaturas de la época. Los relojes marcan las 18:54, aunque como suele suceder en este país de horarios no restringidos e irrestrictos, quizá otros marcarán las 18:59 y no pocos las 18:49. Minutos más, minutos menos, en un país tropical, de verano e invierno solamente, nunca han hecho una enorme diferencia. Mucho menos tragedia alguna.

Las miles de pequeñas y acogedoras casas otrora uniformes y perfectamente alineadas, hoy día salpicadas de frondosos árboles, también de Jacaranda, también en plena flor, aunque invisibles por la oscuridad que en este momento prevalece, dan cobijo a gran parte de la masa humana de una ciudad que a gritos mudos, vanos de por sí, clama por cosmopolitar. Por figurar. Por ser en el mundo algo más que la violencia, la pobreza y el analfabetismo que constantemente los titulares de los diarios enarbolan para mantenerlos frescos en la memoria de sus habitantes. Pero bueno, precisamente ahí, en una de esas pequeñas casas de la policroma colonia inicia este inicio que, como el lector leerá, páginas adelante inicia nuevamente, aunque es preciso advertir también que sabiendo que todo ha sido escrito, este no podrá decir algo nuevo, pues los pecados y las virtudes que se revelan han sido vividos, sin duda, incontables veces por incontables pecadores y virtuosos, por lo que no corresponden a alguien en particular. De hecho, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.



¡Diablos! Se acabó. ¡A la mierda todo!
—vociferaba evidentemente colérico y enfadado, sentado a la mesa del humilde comedor de mesas y sillas de patas de hierro y tableros y asientos de plástico, aún forrados con nylon, al tiempo que con su brazo derecho esparcía hacia los aires y sobre el suelo mismo el tumulto de hojas de papel, volantes, servilletas y pequeños y disformes pedazos de los mismos en los que a lo largo de los últimos cinco años había garrapateado con tinta una infinidad de frases y oraciones. De textos. Sus fumadas, les llamaba. Sus elucubraciones de escritor. Muchas. Muchísimas escenas, guiones, sentimientos y simples anotaciones estaban en ellos plasmados. Accidentalmente, en su arrebato, arrojó también el penúltimo vaso con ron y coca cola que se había servido y se había tomado y lo había terminado de encolerizar. De emputar.

El mantel de algodón a cuadros rojos y blancos absorbió instantáneamente aquel brebaje derrochado, esparciéndolo sobre la superficie de la mesa en una mancha oscura y pegajosa, todo lo cual le enfadó aún más, máxime, aunque inexplicablemente, cuando algunos de aquellos trozos de papel también empezaron a absorberlo.

Otro rechazo editorial disfrazado de agradecimiento a su propuesta literaria, la postrer oportunidad a que se había aferrado luego de cerca de 20 intentos previos y casi nueve meses de larga y tensa espera, sepultaba definitivamente, lapidariamente, sus anhelos. Sus sueños por saberse escritor. Escritor reconocido, a ciencia cierta, pues escritores lo somos muchos, quizá todos, aunque algunos más y otros menos, pero ¡reconocido! Eso, válgame la vida, sí que es harto difícil, máxime cuando lo que se pretende es ser reconocido como buen escritor, pues cuando el reconocimiento se obtiene por malo, o por soso e insípido incluso, como en no pocos casos, amén de fácil, ha de ser triste. ¡Válgame entonces, Señor, la vida!

Así, colérico, aunque muchísimo más, frustrado y desanimado, pues para colmo de sus males se encontraba solo dentro de las paredes color celeste cielo de aquella pequeña casa de colonia, dado el inesperado y tempranero incidente que lo dejó sin argumentos para continuar la batalla de la vida en el campo, obligándolo a regresar al hogar más temprano que de costumbre, se debatía así, a solas, entre la angustia que a todos angustia y la tormenta que a todos atormenta cuando vemos cerrarse frente a nuestras narices la última de las puertas que despiertos hemos soñado abierta, y cuando dormimos dejamos de soñar, por lo que no pocas veces preferimos caer en los brazos de Morfeo para olvidar. Para no pensar más. Para no angustiarnos más. Para no soñar. O cuando menos, para soñar otros sueños, aunque quizá también imposibles.

Momentos en los cuales sentimos que no habiendo más nada qué hacer, después de tanto esfuerzo y dedicación, nos lamentamos, maldecimos y proferimos toda clase de peroratas, sin razonar que el final no llega hasta que, contundente, llega, y sin conceder solución alterna, ni siquiera maldecir, por lo que este final para nuestro amigo, como tantos otros, sólo está disfrazado como tal. Sabio quien lo descubre oportunamente y desecha tales aparentes finales para continuar en pos de nuevos, con nuevos brillos, antes que tornarse prisionero de alguno.

—¿Cómo putas se me ocurre pretender llevármela de escritor, de cuentista, cuando nunca en mi vida he estado en los Florales de Xela, mucho menos en París? ¡No puedo perder más tiempo en estas tontas vanidades! —se reclamaba en una mezcla de frustración y melancolía, aunque sobretodo, enfado, ante la traición de los vaivenes de la vida que en ese momento sentía.
Según me contó él mismo algunos meses después, coincidentemente en esos días había terminado de leer el libro que con la mejor intención del mundo yo le había obsequiado, sin embargo, enterarse que leía otro autor más que se ufanaba de haber estado en París, conocido a Faulk, tomar café en Le Rotonde, tener amistad con Schmidt y tantas más, imposibles por completo para él, ni siquiera imaginables en realidad, finalmente lo había cegado en una ira y frustración que sólo pocos comprendíamos, una vez supimos su origen.

Y es que, para colmo, todo coincidía contra él en ese momento. Aunado al enésimo rechazo y su lectura de aquel libro y la soledad que entonces sentía, desde las chillonas bocinas del aparato de radio cuando sintonizó la primera emisora que el azar le permitió, surgió inesperadamente y sin misericordia alguna del destino, aquella que dice: “Dicen que soy un payaso, que…”. A pesar que inmediatamente cambió la estación, aquellas duras palabras continuaron resonando y repitiéndose una a una, una y otra vez en su cerebro. Dicen que soy un payaso, que...

—Sí, yo también soy un payaso.  ­—empezó a lamentarse, cantando y sonriendo como loco, aturdido, aunque a ratos como niño. Como niño pensante —Todos a quienes leo, han estado en París. Y yo, ¿qué? Cuando acaso si he tenido dinero para viajar a conocer el Palacio Maya y la basílica de Esquípulas. ¿Cómo entonces voy a ser escritor? No conozco a nadie del círculo ni tengo el carácter mierda de ser rastrero para conectarme con los del París de porquería. —agregaba realmente furibundo.

—Menos mal que tengo a Juana. Sí, mi mujer que es mujer y media. —se dijo al tiempo que pensó en buscarla en algún rincón de entre aquellas paredes que ellos mismos habían pintado meses atrás con ese color de cielo celeste que le relajaba, según ambos creían, aunque pronto recordó que estaba solo. A pesar que también sabemos que se rumora que la providencia no deja solo a quien está solo, máxime cuando nosotros somos quienes decidimos acompañamos de la soledad. Así, por casualidad o por la providencia, justo en ese instante escuchó el rechinido que la puerta de la verja del jardín, hasta allá afuera, a la orilla de la calle, producía cuando se abría, a pesar de las tantas veces que con empeño y suma diligencia él le había puesto aceite de máquina en sus bisagras y el pasador.

—¿Juanita? ¿Cielo? —murmuró preguntando en dirección a la puerta. El silencio fue su única respuesta. Esperó 20 segundos. Un minuto. Nada. —¿Y ahora? —pensó. —¿Cielo? —gritó entonces a plena voz, dudando que quizá el aire le había jugado una como tantas nos ha hecho. ¿O no? Claro. Cuántas veces hemos creído que tal o cual va o viene, y luego comprobamos que simplemente ha sido el viento y no quien pensamos que era. O cuando menos, damos preferencia a pensar en el viento como actor principal, para evitar entrar y quedar atrapados en el mundo de las sombras blancas y los espíritus que, socarrones, se esfuman y escurren entre recovecos, incluso de nuestra imaginación.

Finalmente, a los pocos segundos, la puerta de madera, la principal, dejaba escapar el tenue sonido de una llave deslizándose entre su cerradura. Sin duda Juanita, su Cielo, llegaba.




Él, de nombre Alberto, apodado...
... “el vago” desde nuestra juventud, principalmente por su contundente negativa a hacer algo más que escribir, y ella, Juana, quizá la más embelesada lectora de libros viejos, generalmente obtenidos a través de préstamos u obsequios que los vecinos le hacían, se conocieron así como así. Así como sin querer conocerse, pues de antemano se conocían mutuamente sus supuestas mañas tanto como sus aparentes gustos, aunque todos ellos por lenguas de terceros. De tal suerte, cuando se les presentó la oportunidad de conocerse personalmente, ambos la rechazaron. De inmediato.

—¿Yo, con ese vago? Para nada. —Habría sentenciado Juana aquel uno de diciembre allá, en las inmediaciones de la escuela pública de El Tumbador, donde ella impartía clases a los chiquillos del tercer grado de primaria, aunque en ese momento se encontraba solamente de paseo, en compañía de Mirtala, disfrutando de las ansiadas vacaciones escolares que recién habían iniciado durante el mes anterior. Anterior a ese diciembre, no a este, cuando simplemente hago una remembranza de los hechos. 

—¿Con Juana? —fue lo único que dijo el vago, mi compadre, más recatado, pensando y dudando cuando se la propusimos como compañera para el viaje que entonces planeábamos realizar durante el 25 de diciembre, a la playa. 12 o 14 años atrás, cuando la vida aún nos permitía aquellos chapuzones en las magníficas y recónditas playas de Ocós, a donde íbamos a bordo de la palangana del camión de don Carlos, entre zangoloteos y vaivenes, sol y polvo, y no pocas veces, lluvia y frío, ya de ida, ya de vuelta.

Aún hoy no me explico a ciencia cierta qué sucedió allá, en aquella playa aquel 25 de diciembre, pero desde ahí, desde aquel momento surgió todo. Como una verdadera natividad. Todo, para ellos como pareja, aunque seguramente, como todos, ellos también han de tener otros todos, adicional al de pareja. Sí, como todos. De hecho, siempre construimos nuevos momentos o nuevos futuros que luego, inexorablemente, también serán otros todos. Es la razón por la cual escuchamos frecuentemente lamentos tales como: era todo para mí, cuando algún todo fallece, aunque luego la persona se percate que su nieto, quien apenas inicia en la vida, es entonces nuevamente otro todo para ella, también. O el trabajo, tanto como un gato o un chucho, dependiendo de las circunstancias, que también llegan en ciertos casos a ser eso: un todo.

Tampoco sé, menos aún ustedes quienes recién empiezan a conocer esta historia, cómo ni cuántos ni de qué clase fueron los chismes y los dimes y los diretes que fueron y vinieron en aquellos días de fin de año en el pueblo, pero lo cierto es que para el 31 de diciembre, el vago, mi compadre, se presentó en casa de Juana con un envase de un litro de guaro entre el pantalón y la panza, la mitad dentro del envase y la otra dentro de él, y sin que aquella lo supiera, el vago, atrevida y precipitadamente, o más bien atolondradamente, le pidió a don Macario la mano de su hijastra.

Regordete e hinchado y con los cachetes colorados a causa de su cotidiana y constante borrachera, don Macario, como acostumbraba con la mayoría de personas en el pueblo, no le puso atención a aquella petición en absoluto sino al envase de pulmón de guaro que, como no queriendo dejarse ver, se veía apenas sobresaliendo de entre el cinturón del pantalón en la panza del vago, quien de pie, frente al añejamente alcoholizado y potencial suegro, esperaba una respuesta.

—Juana —gritó don Macario, siendo lo único que salió de su boca en ese momento. La hijastra llegó de inmediato, sonriente y feliz, pues ahora sabía que el vago, mi compadre, recién había llegado y conversaba con su padrastro en la puerta de la casa, aunque no sabía por qué, y ni por asomo, de qué.

—Mija, trae por favor dos vasos, hielo, unos limones y dos bolsitas de chicharrones o tor trix de allá de la tienda. Dile a tu mamá que después se lo pago. ¡Ah, y una coca! — Dicho esto, estiró su cuello y volteó a ver un par de veces hacia afuera, a ambos lados de la calle, cerciorándose quizá de la inexistencia de algún testigo. Evidentemente ilusionado o satisfecho con lo que vio, o no vio, se frotó las manos e invitó finalmente al vago a entrar en la casa, llevándolo par de pasos tras de sí hacia un pequeño salón que seguramente las hacía de bar personal. Sí. Situado justo al lado de la tienda, ese pequeño salón era sin duda el ambiente propicio de don Macario para celebrar sus momentos. Tanto los de reír como los de llorar. Una pena que nunca lo haya utilizado para pensar. Pero bueno, una vez ahí, él jaló su silla y se sentó, indicando a su vez a mi compadre que sacara de debajo de la mesa un banco plástico, color blanco, y por ende harto vista la suciedad que se le había impregnado con el paso de los años, para que se sentara. Aquel, esperando aún algún atisbo de respuesta a su pregunta, se limitó a obedecer.

Por fortuna, por esos días aquel era tan flaco como Toño, el flaco del pueblo, quien a pesar de ser sólo seis meses mayor, le había ganado por esos pocos meses el apodo. Así, el banco blanco, aunque sucio y de endebles patas, lo soportaba en peso.

El irregular piso de cemento con ondulados desniveles desde cuando seguramente un aprendiz de albañil lo fundió, mostraba una larga grieta a todo su largo, consecuencia sin duda de los temblores que aún hoy azotan aquella región. Seguramente la grieta continuaba hasta la habitación contigua, por debajo de la pared de color amanecer rosa, pero ahí, en ese salón, parecía ser la línea divisoria que alineaba de manera casi perfecta la mesa color turquesa encendido del centro, la silla de madera de don Macario, con el fragor de los años encima, las otras dos, de plástico, y el banco blanco de endebles patas que ofreció al vago. Todo esto quedaba hacia el lado de adentro de la casa, a la derecha de aquélla larga grieta.

Al otro lado, hacia la calle, al lado izquierdo de la grieta, una ventana cubierta con raído dacrón blanco con pequeñas flores que evidentemente algún lejano día fueron amarillas, haciendo las de cortina, permitía airear la habitación. Debajo de esta, una mesita con un florero de vidrio con frescas flores del día sobre un añejo y descolorido tapete. Hacia el lado izquierdo, por donde pasaba la grieta sobre el piso, una vieja refrigeradora de adornos todavía cromados y que evidentemente no funcionaba. Dos cromos, uno de la virgen de Guadalupe y otro de un expresidente dizque revolucionario, ambos colgando de la pared, al igual que dos calendarios, uno del año que en ese entonces se aproximaba, y otro de 1968, que seguramente guardaba su lugar por la estampa que entonces presumía, aunque ahora la luce pálida, decolorada por el sol. Un foco desnudo pendiente del techo con un pedazo de pita de cáñamo agregado para encenderlo o apagarlo y un par de tiras de plástico pegajoso colgando en dos de las esquinas del techo, para atrapar a las moscas, terminaban de componer aquel espacio. En el dintel de la puerta que conducía hacia la tienda, a la derecha, un par de lienzos del mismo dacrón de la ventana, aunque con las flores amarillas más coloridas, también la hacían de cortina. Todo el salón, eso sí, con la pulcritud y el esmero que doña Chila procuraba denodada y estoicamente brindarle día a día a su hogar. —Pobres, pero limpios —como pregonaba a sus clientes.

Don Macario, acomodado en su silla, la de madera, la que posee el fragor de los años encima, de inmediato extendió sus brazos sobre la mesa, evidentemente impaciente porque llegara el momento de servirse un trago. El vago, mi compadre, tímido y sorprendido, no se decidía a sacar el envase de litro de guaro de entre su cintura hasta que mismo don Macario espetó: —y bueno, acaso piensa tenerlo guardado ahí toda la tarde. Sáquelo pues. Pero antes, hágame el favor, ponga esta tapadera de botella debajo de esa pata, porque la mesa se tambalea. —al tiempo que señalaba la pata derecha de la mesa. Es decir, a la izquierda de aquel.
 
Mi compadre, el vago, ilusionado porque percibía que don Macario empezaba finalmente a propiciar un ambiente de confianza y fiesta para dar su respuesta, una vez incorporado luego de haber puesto la tapadera de botella de agua gaseosa debajo de la pata de la mesa, acomodó su banco, y antes de sentarse, sacó de entre su cintura el enorme envase de vidrio, lo puso sobre la mesa y se sentó, a medias, en el endeble banco blanco cuyas patas, sentía él ahora, también se esforzaban por ajustarse al desnivel del piso, por lo que lo reacomodó un par de centímetros hacia derecha.

Yo no estuve ahí. Lo que he contado y seguiré contando me lo contó él después. Todo. Pero para no hacérselos largo como a mí me lo hizo mi compadre, el vago, intentaré finalizar entonces contándoles que don Macario, una vez Juana llevó lo que su papá que no lo era le había encomendado, se metió entre pecho y espalda el medio litro entero casi, pues un solo trago le dejó servirse al vago. A mi compadre. Sin embargo, luego, cuando ese se acabó, pidió, a través de la puerta con la cortina de flores amarillas más coloridas, otro, pero completo, a doña Chila, su mujer. La que sí era mera mamá de Juana, y que totalmente al contrario de don Macario, elevaba sus manos y sus plegarias de agradecimiento al cielo con una sonrisa que iluminaba la pequeña tienda que atendía, pues con el disimulo que le era propio, pero también con la intuición que en general les es propia, había escuchado cuando, aún en la puerta de la casa, el vago había pedido a don Macario la mano de Juana.

El reloj finalmente debe haber marcado las 10 o las 10 con 5 de la noche, aunque también pudieron haber sido las 9 con 55, pues como ahora sabemos, en un país tropical tales minutos no hacen diferencia, pero lo importante es que doña Chila cerró su tienda. Y luego de servir un par de platos con tiras de carne de cochino fritas en aceite y con cebolla, apio y chile pimiento a los negociadores que nada negociaban, se retiró a su habitación, dejándolos solos, regocijándose él, el mayor, de todo, y el menor, lamentándose, aunque también de todo, pues como se ha dicho, nada negociaban, mucho menos hablaban acerca de la mano que aquel pedía, aunque bien sabemos que toda, completa, la quería.

Una vez ella en su habitación, asumió el vago, mi compadre, cuando me lo contó, ella debe haber llamado quedamente a Juana, y seguramente le contó la buena nueva, pues la doncella, aunque rozaba ya los 28, apareció de pronto tras la otra puerta, la que daba al patio y luego a las habitaciones, con una sonrisa de ángel enamorado, y desde las espaldas de don Macario, le lanzó un beso en el aíre, soplándolo desde la palma de su mano. Acto seguido, ella dio media vuelta y desapareció, como flotando, por la misma puerta. El vago intuye que ella en ese momento ya sabía lo de la mano, tanto como lo del resto del cuerpo.

Al final, don Macario se tomó 3 medios litros y medio de otro medio, y mi cuate, el vago, el cuarto que ni por asomo pensemos que sobró, sino que logro más bien aprovechar, aunque sin haber obtenido ni siquiera indicio y mucho menos aún respuesta alguna a su petición. Aquella se quedó en el aire, flotando en la borrachera de don Macario. Lo único que el vago, mi compadre, descubrió esa noche, era que don Macario tenía entre la refrigeradora vieja y abandonada, adentro de la gaveta de abajo, hasta el fondo, todo un arsenal de litros de guaro, pues cuando el segundo se acabó, le pidió sacar de ahí un tercero, aunque del mismo ya no bebieron más que un postrer trago.

Las miradas que mi cuate y Juana se habían cruzado a lo largo de aquella tarde noche y los sutiles roces de aquella con él, así como sin querer queriendo, cuando llevaba y traía los hielos y los limones, y con don Macario en cierto momento tendido, totalmente anestesiado, y doña Chila confiada, o anticipando todo y pensando en la conveniencia de que su Mija, como llamaba a Juana, se casará con mi compadre, quizá  simplemente optó por fingir alguna confianza y se hizo la dormida, y entonces, desentendidos ambos mayores, ella y aquel finalmente consumaron la ardiente seducción que durante 6 largos días y 5 noches habían alimentado como caldera de tren en cuesta.

Así las cosas, el 24 de febrero se estaban casando. Acto en el cual sí estuve presente, pues fui padrino de la boda. Una fiesta magnífica. Doña Chila tiró la casa por la ventana, pues a pesar de los años de Juana, no sentía paz con don...

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sábado, 8 de noviembre de 2014

Sí, cada vez, cada día, pero más cada vez que leo más,...

...veo que permanecemos en un círculo donde la historia no deja de ser más de lo mismo. Siempre. Hoy, sin duda, somos nuevamente los salvajes del ayer, y del futuro.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

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