martes, 26 de noviembre de 2013

Cuando muerto...

Decidido. Totalmente. Cuando muerto, no espantaré. Escribiré. 
No te espantes cuando me leas, por favor. 
Saludos, y salud.

jueves, 24 de octubre de 2013

Soñando sueños



¿Luis....? ¡Luis....?

¡No! Otra vez, no. ¡No más! Estoy harto. Mi cúmulo de fracasos, estas cuatro comunes paredes que destilan mortuoria congoja y esa voz dulce, pero perturbadoramente insistente que me llama una y otra y otra vez, interrumpiéndome a cada instante, me han hastiado. No puedo escribir una sola oración. Una sola frase. No soporto más. Me voy. Tomaré algún tren. Sí, un tren. Tengo muchísimo tiempo de no viajar a bordo de alguno. Es más, me iré en uno de antaño. Con ventanales de hierro, bancas y mesas de cedro a los lados y rústicas tablas bajo mis pies. Igual a aquel al que mi padre me llevó cuando cumplí 5, como regalo de cumpleaños. Sí, un tren así necesito para largarme. Para emprender este viaje sin retorno. ¡Basta! Ha sido suficiente.

Amigo, con permiso, con permiso. Señor, disculpe,  ¿a qué hora viene el tren? Ah, gracias. Sí, ya lo compré. Gracias, muy amable. Ojalá venga pronto. Hace calor. No hay en dónde sentarse. No soporto un minuto más. Estoy harto. Tengo que irme. Tuuuu, tuuuuu. ¡Qué bien! Al parecer, viene ahora. Creo haber escuchado un débil tuuuu, tuuuu a la distancia. Ah, sí, allá se ve el chorro de humo. Ya viene. Qué bien. Me marcho.

Papá, papá, yo como que oí algo como un tuuu, tuuuu.  ¿Con tu oído sobre los rieles? ¡Ya viene? ¡Ah la, qué alegre! ¡Que feliz que soy, papá! ¡Ya viene, ya viene! Nos vamos a ir en el tren.

¡Caramba! ¡Qué poderoso! ¡Fenomenal! Incluso la tierra misma tiembla. ¡Jajajaja! Pero, ¿qué es esto? ¡No puede ser! Sí. Es el mismísimo tren. Bueno, la misma locomotora. La 34, de The Baldwin Locomotive Woks, de Filadelfia. Y está exactamente igual. Relucientemente negra, impresionante, con su ardiente fogón, sus sendos chorros de vapor, sus rechinidos, todo, aunque no recordaba tanto estruendo. Y trae bastante gente. Será un viaje maravilloso. ¡Vámonos!

 Con permiso. Con permiso. Déjenme pasar, por favor. Sí, señor, hago cola. Gracias. Disculpe señora. 1 grada, 2, 3 y 4 gradas, estoy. ¡Ah, qué alivio! Al fin a bordo. Nunca imaginé que vendría tanta gente, pero está mucho mejor así. Aunque en realidad el gentío y su alboroto han sido al bajar los pasajeros, pues acá veo que no hay gran cantidad. Iremos cómodos, al final de cuentas. Hay algunos asientos disponibles. Finalmente, preparado para partir. Gracias a Dios. Mucho tiempo soporté. Debí haberlo hecho desde años atrás. Desde cuando el siquiatra me lo sugirió.

¡Hmmm, aún tiene las bancas de madera! Y las mesitas. Aunque no huele igual. No tiene aquel extraño olor de entonces. Tanto tiempo ha pasado, sin embargo, por lo que veo, creo que sólo aquel olor falta. ¿Será esa la banca donde nos sentamos cuando él me trajo? Fue tantos años atrás. Recuerdo que me puso sobre sus rodillas, pues sólo así alcanzaba yo a ver hacia afuera, a los árboles y los postes pasando a nuestro lado, en mi infantil visión. Sí, fue en esta banca. Desde acá lo recuerdo todo perfectamente. Está igual. Los mismos árboles, los extensos cañaverales y los mismos volcanes allá en lontananza. Ah, ahí está también la imagen de la virgen de Guadalupe. ¡Caramba, la recuerdo tan bien! Aunque ahora su pintura luce menos luciente, sin duda, el paso de los años la ha hecho deslucir. ¡Y esa tabla? Es increíble. La mismísima tabla en el piso con el mismísimo agujero por donde se me cayó mi canica azul. La mágica. Cuánto lloré por ella. ¡Ah, faltan los plátanos! No están. Sí, en aquella ocasión el tren llevaba a todo su largo racimos de plátanos colgando del techo. Seguramente por eso ahora no tiene aquel olor. Sí. Tampoco está el tubo donde los colgaban. Pero la virgen de Guadalupe aún se ve.  Magnífico grafiti. El único religioso que he visto. Afortunadamente, no lo han borrado ni ocultado tras brochazos de pintura.  ¿Vivirá aún quien la pintó? No creo.

¡Ah, qué alivio, empezamos a movernos! Tuuu, tuuu, Qué emoción, por fin me voy. Nos vamos. Siento que quiero llorar. No. ¿Por qué llorar? ¿De felicidad? Lo he logrado. Me  estoy marchando. Me voy. No, ahora sé. Lo que me hace querer llorar es el recuerdo de mi padre. Siento cómo sus huesudas rodillas se meten entre mis débiles carnes y me molestan. Me duelen las piernas y las nalgas, pero no puedo bajarme de sus piernas pues no miraría a través de la ventana. No la alcanzo.

Sí, papá, ya las vi. Están muy bonitas. Vuelan como si fueran de papel. Y qué blancas son ¿verdad? Qué sabroso se siente el viento. Papá, ¿y ese volcán que se ve allá es el mismo que vemos desde la ventana de la casa? Ah, bueno. Es que se parece. Sí. Todos los volcanes se parecen. ¿Vio eso papá? ¿Qué era? ¿Qué era? ¡Ah la, por favor, dígame qué era! ¿Por qué caía tanta agua? Mire, mojó la ventana y mis manos. Ah, una torre de agua. ¿Y por qué echa agua? ¡Ah, bueno! Ojalá pasemos por otra más adelante.

¿Y este vidrio? Caramba, está roto desde aquella vez. Igualmente roto. No se ha roto más. Ni un solo pedazo. Ha de ser un vidrio alemán o inglés. Siempre he sabido que son de los mejores. Aunque ahora los fabrican en muchos países, pero ni soñar con esa calidad de antaño. Ojalá no lo cambien alguno de estos días por uno chino, aunque completo. Es mejor un pedazo de algo bueno que algo completo mediocre o malo. Empiezo a sentir que las tablas me causan dolor en las nalgas. Cómo no se me ocurrió traer algo para ponerlo como cojín. Iría más cómodo. Ah, ahí hay un cartón. Lo usaré, doblado, para que haga colchón. Ahora sí, más cómodo. Aunque extraño el dolor que me causaban las tablas porque me recordaban el dolor que me causaban las huesudas rodillas de mi papá.

Los volcanes se ven espléndidos. Están tan lejos que parece que no se movieran. Están quietos. Sólo lo que esta cerca pasa tan deprisa. ¡Ah, qué paz! ¡Qué tranquilidad! Ya respiro otros aires. Tuuu, tuuu. ¡Caramba! Esto si que no lo recordaba. Cómo se mece el tren. Parece como que vamos en un pesado puente de hamaca. Sin duda porque es bastante viejo. Ha de tener cerca de 100 años. Quizá más. Truena como una gran caja de hierro llena de herramientas de hierro. Pero no importa. Desvencijado, despintado, raspado y todo, pero me recuerda a mi papá. Mi infancia. Vale más que cualquier tren de esos nuevos, modernos y veloces qué seguramente le hacen sentir a uno como que va en avión, con lujos y mucha comodidad. Pero en ellos nunca estuve con mi papá. Este es justo el tren que añoraba. Y además, me está llevando. Me lleva. Algún día no lejano, cuando vaya de Madrid a Barcelona, procuraré hacerlo en alguno de esos modernos y flamantes trenes plata que veo en la televisión. AVE, creo que les llaman. Sí, tengo que conocerlos. Han de ser magníficos, seguramente, pero por ahora, en éste voy feliz.

No, papá. No tengo sueño. Esto es muy bonito. Nunca me había traído al tren. ¿Por qué? Me gusta mucho. Sí, papá, usted trabaja todos los días. ¿Garzas? Ah, sobre las vacas para comerle los insectos. ¿Las garrapatas? Allá hay una justo sobre una vaca. ¡¡¡Papá, papá, mire, mire!!! Ya vio, vuelan como si fueran de papel.

¿Ah? ¿Qué dice? Es que por el ruido no la escucho. No. No sé, señora. Hace mucho tiempo que no me subo a este tren. No tengo ni idea. Bueno. No, no tenga pena. Usted disculpe. ¿Ah? No le oigo. Ah, muchas gracias. Muy amable

Esa señora de aquella banca, la gorda, la del delantal grande, si termina por dormirse, se caerá. Ya está casi que de medio lado. Y el niño no la ve, ni la cuida. ¿Por qué no la despierta? Ha de ser su nieto. Pero está más ocupado con su pequeño juguete arrastrándolo y empujándolo sobre el piso que por su abuela. ¡Se va a caer! Patojo distraído, por Dios santo. No se percata. Bueno, no es mi problema. Se va a caer. ¡Uff, por Dios que pensé que ahora sí se caía! Pero esa señora ha de hacer como que duerme, seguramente, pues de lo contrario, sí que se hubiera dado sendo golpe. Ha de sentir. ¡Ah!, él ha de ser su marido. Sí, ya vi que la codea para mantenerla medio despierta. Con razón no se ha caído.

¿Y este tren llega hasta Guatemala, papá? ¿Y cómo cuántas horas tarda en llegar? ¿Y por dónde se va? Yo no lo he visto en el camino cuando vamos en el automóvil. Y a la abuelita, ¿le gusta el tren? Papá, un río, mire, mire, un río. Mire, cómo es de grande. ¿En un puente? Ah la, cómo aguanta con todo este trensote. ¡Tengo miedo, papá! ¡No se cae? Ah, ¡qué bueno!

Tuu, tuu, tuuuu

Ey, señor, disculpe, ¿cómo cuanto falta para llegar a la próxima estación? Justo ahora estamos llegando, señor. Cuando el tren pita es porque llega a la estación. Ah, ve pues, no lo sabía. Este señor no ha de saber mucho, pues el tren ha pitado ya varias veces antes. Y qué lugar es, cómo se llama. Es la estación de Ferrol. ¡Ah...? no la recuerdo. ¿Usted ya había venido antes entonces? Sí, pero hace como 45 ó 48 años. Entonces ¡ha de acordarse de doña Lencha? No, tampoco. ¿Doña Lencha, señor! Esta estación es famosa por ella. Aquí es donde sube con su gran canasto de comida. Trae huevos cocidos duros, pollo frito y asado, lengua fingida, pacayas envueltas en huevo, carne, moronga, chorizos y muchas cosas más. Ah, sí, tiene razón, a lo lejos recuerdo ahora. Mi papá compró tortillas con chile relleno para él, y a mí me dio una pierna de pollo. Pero la comida estaba fría, sólo la tortilla estaba caliente. Sí, señor, así es. Ella es cabalmente doña Lencha. La comida fría y las tortillas calientes.  Ah, ¿verdad que sí la conoce! Sí, ahora la recuerdo muy bien. Caramba, ha de ser una viejita. Tuu tuuu.

¡Hmm! Qué rico huele. Esto si que me despertó el apetito. Señora, señora, doña Lencha, por favor, deme una tortilla con pollo cocido. Sí, y un refresco de piña. ¿Cuánto es? Acá tiene. Gracias. ¡Ah, qué sabroso está esto! Pero más sabroso el recuerdo. Esta doña Lencha ha de ser una nueva doña Lencha, hija de doña Lencha de antaño. Sí. No parece tener más de 40.
Papá, ¿y mi bicicleta? Pero que no se le vaya a olvidar. Yo quiero mi bicicleta. Vaya, papá. Gracias. Pero que sea de color rojo, y bien grandota, porque yo ya no soy pequeño. Ah, pero usted me va a enseñar bien. Sí, le quitamos las ruedas chiquitas de atrás. Pero que tenga flecos aquí en las puntas, donde pongo las manos. Vaya. Está bueno. Sí papá, hasta que termine de hacer mis deberes de la escuela.

¡Cómo olvidar? No sé cuánto después, me llevó mi bici. Lo vi entrar al pueblo con ella en su automóvil, encima del techo. Y era roja. Yo jugaba en el atrio de la iglesia, y salí corriendo detrás de él en cuanto lo vi pasar. Cómo me gusta recordar a mi viejo. Fue tan... espléndido. Todo por esta pieza de pollo.

Tuu, tuuuu

Nos vamos nuevamente. Y ahora me están dando ganas de orinar. ¿inodoros, mingitorios, baños? Ni en broma. Haré como él me hizo hacer aquella vez.

Papá, quiero hacer pipí. No, papá, ya no aguanto. ¿Allá atrás? ¡Pero me va a ver la gente! ¿No hay baño? Bueno, vamos pues. ¡Caramba! tanto que truena el tren. Sí, estoy bien agarrado, pero usted no me vaya a soltar. Sí. Ya terminé. Vaya, papá. Íjole, oriné un poco sobre las gradas. Ojalá no me regañe.

Orinaré desde la plataforma, como en aquel entonces, pero hasta que avance más. Todavía hay casas. ¡Ah, qué alivio! No aguantaba un minuto más. Ahora recuerdo como él me agarraba con tanta fuerza aquella vez. Seguramente estaba tan nervioso como yo.

Buenas tardes, señor. Buenas tardes. ¿Cómo le va? Bien, gracias. Acá disfrutando del paseo. Ah, anda paseando. Sí, ¿y usted? No, señor, yo voy para el trabajo. Bueno, la verdad, yo tampoco estoy paseando. Sólo estoy yéndome. ¿Cómo así, señor? Y ¿para dónde está yéndose? Ah, pues... ¡No sé! La verdad es que cuando me subí al tren, sólo pensé en irme, y acá voy. Ay señor, pero tiene uste que saber a dónde va, sino lo van a llevar hasta la capital, o quién sabe hasta dónde, pues después del pueblo hay otro pueblo, y después otro, y después de la capital, otros más. Siempre hay algún pueblo detrás de otro. ¿Tal vez alguno le guste y se queda! Pues, honestamente, no sé. Yo sólo quería irme, y ahora me estoy yendo. Es todo lo que quería. ¡Ay tatita!, pues yo no sé mucho, señor, pero si uste no sabe a donde va, ¿cómo va a saber que ya llegó? Es que, no le digo pues, yo sólo me quería ir. Nunca pensé en llegar. Bueno, señor, uste parece que sabe más que yo. ¿Y a qué se dedica? Pues yo soy escritor. ¿Y usted, señor? Ah, yo soy un agricultor feliz. ¡Ah, qué dicha! Yo sólo puedo intentar ser medio feliz. ¡Caramba, señor, eso si que está mal! No sólo no sabe a dónde va sino tampoco puede dedicarse a ser feliz por completo. ¿Qué le sucede? ¿Por qué no puede ser feliz totalmente? Porque también soy medio loco. Ah, bueno. Eso lo explica. Sí, ahora ya lo sabe. Y discúlpeme, pero me ha dado sueño. Dormiré un rato. Muy bien, señor, duerma en paz. Se le ve cansado.

Y de ay, ¿no que iba a dormir pues? No. No pude. La tabla está muy dura y el tren truena demasiado. Ponga esos otros cartones debajo de su cabeza entonces. Así, mire, doblados. Para eso están. Y el movidito lo arrullará. Acomódese, hombre. Déjese llevar. De repente hasta sueña algo bonito. Ay, señor, pero sí sólo soñando creo que he estado.

Hagamos una carrera hasta la esquina, a ver quién gana. ¡Ah, pero sin trampas! Vos siempre te adelantas a la hora de salir. Sí, Pepe, vos sos tramposo. No, les juro que ahora no me adelanto. Vaya pues, si te adelantas, te damos de golpes. Pongamos las bicis en fila. ¿Preparados? No, espérate. Se me ha trabado la cinta del zapato en la cadena. ¡Ah la gran! Date prisa. Vaya, ya estuvo. Bueno, ahora sí. Preparados. Pero haz para atrás la llanta de tu bici. Ya te estás adelantando otra vez. Vaya, ahora sí. A la 1, a las 2 y a las...  Vos, Pepe, siempre te adelantas, ya viste. Así no se vale. Pongamos otra vez las bicis en la línea. Bueno, ahora sí, pero... ¡Aaay! Señor, señor, está bien. Se cayó, uste. Sí, hombre, gracias por ayudarme. Pero no me pasó nada; hasta soñando estaba, como usted me advirtió. Sí señor, si estaba uste bien requetedormido. Y en su sueño se reía y peleaba. ¿Qué estaba soñando? Soñaba con mis amigos de cuando niño. Sí, así parecía, don, pues estaba muy agitado. Pero ya vio, bien que durmió sus 20 ó 25 minutos. Ya vamos a llegar al pueblo. ¡Ah, qué bueno! Me va a caer bien bajarme un rato y caminar por ahí, así estiro las piernas. Pues sí, señor. Qué tenga un buen viaje, y ojalá llegue pronto a algún pueblo que le guste y le invite a quedarse. Sí, muchas gracias, señor. Que a usted también le vaya bien.

Este señor tiene razón. O llegó pronto a algún lado, o me regreso, pues no voy a andar toda la vida acá, a bordo del tren. ¿O sí? ¿Por qué no? ¿Por qué no permanecer a bordo toda la vida? Siempre veré nuevas caras, conoceré muchas personas, y quizá hasta consigo un poco de papel en algún pueblo y escribo. Escribiría en paz, sin interrupciones, y con un magnífico paisaje. ¿Cuál es el problema? Sí, aquí estoy bien. Me siento cómodo. Me quedaré. Y cuando alguien me pregunte a dónde voy, le contestaré que al pueblo después del de él, así no habrá lugar a más. Sí, totalmente decidido. Me quedo a bordo del tren. Qué casualidad, ahí hay papel. Y acá tengo mi pluma. ¡Bien! ¡Qué buena suerte la mía! Acá viviré. ¡Qué felicidad! Finalmente puedo dedicarme a escribir.

¡Luis...? ¡Luis...?


FIN          

viernes, 13 de septiembre de 2013

Palabras del autor: Diez Fumadas

Amigos, os comparto las palabras del autor de mi primer libro: Diez Fumadas.


Esta pieza, la cual me niego rotundamente a llamar libro, es producto de mi anhelo por convertirme en escritor; oficio que, según mi entender, me permitirá viajar alrededor del globo y más allá de las nubes, la luna y las estrellas, ya que siendo yo quien escribe, cual insignificante émulo de Dios, y si Él lo permite, podré elegir: desde el destino propiamente, hasta la hora de salida, los menús y los paisajes, mujeres bellas como ellas u hombres descarnados como nosotros, el momento de nacer y el momento de morir, el aroma de la tormenta de arena en Gobi y si Teresa le agrega apio, o no, al caldo de gallina que elabora para la infanta Margarita. En fin, obtendré total libertad para ir, venir, hacer y deshacer.

Soñar con tales poderes de la mente plasmados por la pluma, la máquina o el procesador me embriaga. Me maravilla.

Debo advertir también que la presente ha sido totalmente concebida y desarrollada por mí, particularmente sus errores y horrores, que son los que siempre resaltan en un trabajo individual.

Desde los relatos, la cubierta, el diseño en ella, el blanco y negro, el tipo de letra, el interlineado, la mecanografía, el orden, etc, etc hasta casi su impresión misma, son de mi total y absoluta responsabilidad, ya que como desconocido autor, cuando me avoqué a las editoriales del país adujeron, sin siquiera leer el material, que no ahora sino hasta el próximo año, sería que tomarían en cuenta nóveles autores.
Tomé entonces la decisión de hacerlo todo, en persona, casi sin ayuda alguna, incluso la venta y distribución, actividades en las que realmente no siendo muy ducho, hoy que esto escribo, considero que quizás esta no alcance a llegar a los estantes de las librerías de moda, sin embargo, intentaré todos los medios para que así sea y llegue a sus manos.

Cuando tomé la decisión de incursionar en esta fascinante y alucinógena profesión, creí que sería rápido y fácil, sencillo, elaborar textos desbordantes de imágenes y sonidos, de aromas y misticismo; sin embargo hoy, luego de varios meses sentado frente al procesador, me he dado cuenta que el trabajo es arduo, quizá imposible para mí, máxime cuando el mismo debe desarrollarse, como en mi caso, en las penumbras del engaño, ya que siendo que en mi familia, para arriba o para abajo, para un lado o para el otro no existe ni ha existido escritor alguno, la espontánea aparición de uno de sus miembros con este tipo de afición, inclinación o adicción, es vista fuera de contexto. Irreal.  -Vos, ¿escritor?- ha sido un reclamo constante. Por ello, finalmente opté por esconder el desarrollo de éste, hasta el día mismo de su publicación.
Además, es tiempo, suficiente ya, de emprender una aventura que me enriquezca el alma.

“Diez fumadas” no tiene un prólogo por varias razones. La primera, no quise molestar a los Borges actuales para hacerlo, ya que sería ostentoso de mi parte, al solicitárselos, emular a Carlos Argentino. Segundo: en verdad no tengo cuates de renombre, encumbrados sobre las letras, los cuales, según la moda desde hace años, serían los “in” para hacerlo. Y finalmente, si tuviera esa clase de cuates, con toda seguridad se hubieran excusado de mil y una formas para no prologar “Diez fumadas”.

De hecho, tampoco estuvo al cuidado de nadie, por lo que incluso los errores y horrores ortográficos también son, en su mayoría, mi responsabilidad. Algotros, tales como éste mismo, son intencionales. Pequeñas libertados que me he tomado.

Como autor, se supone que debería decir maravillas de esta; sin embargo, siendo franco y breve, lo maravilloso es que la tengas en tus manos y la leas. Ya si de la misma obtienes una ganancia, por mínima que sea, será gracias a ti y tu singular habilidad para sustraer algo hasta de las piedras mismas: felicitaciones.
Confieso que originalmente lo he escrito, y publicado, que es lo que realmente atañe, debido a dos razones, la primera, intentar justificarme a mí mismo, después de varios años, no haber realizado la tesis universitaria en la carrera de mercadotecnia, ya que el desarrollo de la misma me parece indignante, pues coarta la libertad del estudiante al tener éste que someterse a estrechos márgenes de quienes le “asesoran”, máxime en aquellas ciencias de la conducta, como lo es en esencia la mercadotecnia, la cual trata de la amplia, rica y diversa realidad poco comprensible del ser humano, en particular, y del mercado, mucho más comprensible, en general. (Debo advertir que no hay error, es más comprensible)

Se estudia, se lee, se vive: se aprende. Se aprende constantemente para gradualmente ir siendo más libre, y no para tornarse prisionero de mentes que, supuestamente en nombre de la academia, imponen como única verdad: la suya. Y es que, en la mayoría de los casos, las tesis universitarias evidencian más una obediencia ciega, o suma astucia en no pocos casos, que luz alguna.

La segunda razón para escribir “Diez fumadas” descansa en la acusación perenne de que he sido objeto en cuanto a soñador y fantasioso, por lo que en procura de aprovechar tales características de mi personalidad,, he decidido plasmarlos en blanco y negro y así, como cuentos a fin de cuentas, amén de expresar mi pensentir con libertad, pretendo realmente ser un hombre soñador y fantasioso que sueña convertirse, a fin de cuentas, y como ya lo he dicho con anterioridad, en escritor. Gracias a Dios.
Luego, como su título no lo advierte, esta pieza es una prueba. La primera de esta nueva aventura. Siempre me ha gustado probar: romper esquemas, incluso los del libro, la literatura y sus respectivos cánones. Y ya estoy trabajando en la segunda prueba.

“Diez fumadas” es una recopilación de mis sueños, fantasías y pesadillas que a lo largo de algún tiempo, y así quise ofrecerlo: natural y libre, sencillo, sin ataduras a reglas y lineamientos que ignoro quiénes establecieron y el porqué, pues lejos de fomentar el desarrollo de esta arte, aún sumamente primitivo en mí, por lo mismo, lo han circunscrito a un círculo pomposo, inalcanzable para nosotros los comunes. Aseguro que en un país analfabeta, en estos tiempos, eso no está bien.

Por ello mismo, aquellos que deseen encasillarme en algún estilo literario en particular, si es que llego a tal encumbramiento, mucho los agradeceré lo hagan en el de la libertad. Estilo libre, por favor. Como la lucha, como la natación, como el pensamiento, como el más valioso tesoro del mortal más pobre: la libertad.
Finalmente, deseo alentarle a que escriba, y después, publique lo que escriba. Por dos razones: una tendrá que soñar y fantasear, lo cual es bueno para el alma y el cuerpo, y dos, tendrá que reaprender a leer y escribir, lo cual es bueno para usted y el país.

¿Que de qué trata “Diez fumadas”?, pues de eso, precisamente.

Salud.      


PD: recuerde fumar mata, de cualquier clase, mata.

AÑOS DESPUÉS, GRACIAS A: "MERCADEO, LIBRO PLATINO", MI SEGUNDO LIBRO, Y PRIMERO ACADÉMICO, OBTUVE FINALMENTE EL TÍTULO DE LICENCIADO EN MERCADOTECNIA.




miércoles, 26 de junio de 2013

Sostenibilidad y Minimalismo

Sostenibilidad y Minimalismo


Hoy día es imposible concebir una empresa que desatiende los conceptos de sustentabilidad y minimalismo. Más allá de las sociedades en evolución, las empresas poco a poco se han percatado de la enorme importancia y valor que los recursos poseen, desde el capital financiero mismo hasta aquellos aparentemente insignificantes como parecieran serlo un lápiz, una hoja de papel, un foco encendido sin necesidad alguna y muchas actividades similares.

Sin embargo, en esencia, la sostenibilidad a largo plazo tanto como el minimalismo han sido conceptos de interés por parte de la humanidad desde tiempos remotos, principalmente, aunque no excluyentemente, por los seres humanos más privados de recursos, los multicarentes, quienes más por imposibilidad real que por ignorancia o carencia de conciencia han tenido que vivir cuidando y apreciando los recursos en su justa dimensión para asegurarse la diaria sobrevivencia a la vez que algún plazo esperanzador de vida, casi tal cual hoy dichas rimbombantes palabras pregonan.

Sin duda, el insultante derroche y desperdicio de recursos observado durante el último siglo como consecuencia de la ignorancia e indiferencia del ser por el ser, tanto como por la abrumadora presión social por destacar y ser  reconocido como alguien a cualquier costo, principalmente a través de la obsolescencia planeada y la riqueza material, finalmente tocaron fondo con la reciente crisis financiera mundial.

De tal suerte, en la actualidad observamos el inusitado aparecimiento de programas de concienciación para reducir nuestro consumo, cuidar los recursos no renovables y retomar un estilo de vida de relación armónica con el Universo, principalmente el medio ambiente, como única alternativa de asegurar no sólo el ulterior desarrollo del ser sino la supervivencia misma de la humanidad.

Ha sido necesario un punto de inflexión severo en el crecimiento de las corporaciones tanto como de nuestras vanas aspiraciones para recordar aquellas palabras enunciadas en el lejano 1855 por el jefe indio Seattle, Gran Jefe de los Duwamish, al 14avo presidente de los USA, Franklin Pierce, que entre otras dicen:
De una cosa estamos bien seguros. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, el hombre no tejió la trama de la vida; él es solo un hilo.
Lo que hace con la trama, se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizás seamos hermanos. Ya veremos.

De tal suerte, quizá no sea necesario esforzarnos en evolucionar hacia estadios superiores como seres humanos sino simplemente retroceder. Dar vuelta sobre nuestros mismos pasos hasta el momento aquel en la historia en que nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestra naturaleza homo sapiens, y nos tornamos esclavos, empeñando nuestra capacidad de reflexión.

viernes, 7 de junio de 2013

Así Conquistamos El Mirador (Muestra)

PREFACIO


Llegar hasta este remoto lugar del país no ha sido fácil, y el regreso seguramente tampoco lo será. Y es que sí, sin duda, el sitio arqueológico maya El Mirador está situado en lo más recóndito posible dentro de la exuberante selva de Guatemala, en América Central.

Por ello mismo, también es importante señalar que permanecer sólo un día acá, en el sitio arqueológico y sus inmediaciones, no es suficiente para quien tiene verdadero interés en el tema, dado que tan sólo su núcleo urbano, hasta ahora descubierto y graficado aunque no totalmente descombrado, posee un área poco mayor a los 5 kilómetros cuadrados (3.3 kms. de Este a Oeste y cerca de 1.6 kms de Norte a Sur), albergando en ella cerca de 35 magníficas estructuras triádicas e infinidad de vestigios y escombros.

Tikal, más ampliamente conocido, en su núcleo alcanza apenas cerca de los dos kilómetros cuadrados. 

Sí. Dado el entorno natural propio —una extensa y prístina selva que denodadamente se intenta preservar para la humanidad— tanto la incursión como la estancia misma en El Mirador resultan siendo más bien representativas de la aventura extrema, tal el mismísimo estilo de Indiana Jones©. Ejemplo de ello es, entre otros muchísimos más, el abastecimiento de agua para beber, pues carente el área por completo de fuentes o manantiales naturales, dicha es transportada desde el poblado de San Andrés, distante tanto como cien kms. sesenta de ellos caminando o a lomo de mula a través de veredas entre la selva. Esto propicia que los guardianes o cuidadores de los sitios arqueológicos, en pro de su propia supervivencia, al igual que lo hicieron los antiguos habitantes del lugar, administren los flujos de agua que son posibles captar a partir de las lluvias, y luego almacenen el vital líquido para cuando resulta menester, principalmente la estación seca o de verano. Basta saber que los arqueólogos, antropólogos y demás científicos del mundo que trabajan en el área lo hacen durante la estación lluviosa para no padecer los rigores de la carencia del vital líquido ni el sofocante calor del verano.

De tal suerte, llegar, permanecer y regresar del sitio arqueológico El Mirador es toda una travesía de aventura extrema que exige no sólo buena condición física y mental sino también ropas y calzado adecuados que permitan soportar o cuando menos aliviar el rigor del esfuerzo, las condiciones del terreno y la privación de toda comodidad a que el mundo moderno nos ha habituado y que la selva, sin tapujo alguno, nos arrebata inmediatamente.


A - ¡Algarabía en El Tigre!


El océano de verdes y frondosas copas de árboles de ramón y chicozapote que se extiende hasta el infinito, así como de altos e imponentes cedros y caobas que como veleros y catamaranes sobresalen, está muy por debajo de nuestros pies. Da albergue a varios grupos de monos araña y solitarios aulladores, así como a  cientos de aves cuyo variopinto canto nos sumergen en ese mar de prístina naturaleza.

Nos deleitamos contemplando el ocaso de dorados y anaranjados hasta allá, al otro lado de la Sierra Madre, sobre el Pacífico; y al Este, muy cerca, como a 2 kilómetros de distancia pero a más de 20 metros arriba de nosotros, la cresta de otra impresionante pirámide. La magnífica Danta, la estructura piramidal más grande.

Esa colosal pirámide que vemos desde acá, con sus cerca de 2,800,000 metros cúbicos de piedra sobre piedra, 72 metros de altura y una extensa base de poco más de 300 por 600 metros, también de piedra, pero además, asentada sobre la más prominente colina del entorno, es el emblema arqueológico por excelencia del sitio maya El Mirador, tanto por su inmensidad como por su monumentalidad.

El suave viento fresco que del Norte llega acaricia nuestros rostros y doblega paulatinamente los cerca de 35 grados centígrados a que hemos estado sometidos durante la jornada.

El espacio del que disponemos acá arriba, en la cresta de la pirámide El Tigre,  es aproximadamente de tres por ocho metros de la más dura y pura piedra que en el área existe. Compartimos estos pocos metros y la magia del espectáculo natural con otro grupo de jóvenes cuyos colores de ojos y cabellos, rostros pálidos y lechosos, y una peculiar vestimenta los identifican como turistas extranjeros.

Nosotros, guatemaltecos, turistas nacionales, conversamos eufóricos observando ese océano color verde jade maya que en lontananza se difumina con el anaranjado del sol y los halos dorados de las nubes que flotan suspendidas en el turquesa del cielo.

Como bien sabemos, los mayas fueron acuciosos observadores y grandes conocedores del cielo, por lo que tan sólo acá en El Mirador hay dos observatorios de la bóveda celeste y un sistema de relevantes estructuras, también de piedra, que registran a la perfección los equinoccios de otoño y primavera, 21 ó 22 de marzo y 22 ó 23 de septiembre, así como los solsticios de verano e invierno, 20 ó 21 de junio y 21 ó 22 de diciembre.

Por cierto, de acuerdo a la cosmovisión maya y su calendario de Cuenta Larga, el solsticio de invierno de 2012, el 21 de diciembre, marca el final de una era identificada como El Quinto Sol, la cual inició en el año 3,114 antes de Cristo.

Como referencia en el tiempo, Confucio estaba en su apogeo en el año 500 antes de Cristo; Roma se fundo poco antes, en el 753  ac; la Ilíada, de Homero, se estima fue creada en el 800 ac y la pirámide de Guiza, en Egipto, la séptima maravilla más antigua del mundo, se ha establecido que fue construida muchísimo antes, en el año 2,570 ac.

El ciclo del Quinto Sol, entonces, de acuerdo al calendario maya de Cuenta Larga, inició mucho antes que existiera la magnífica pirámide egipcia. De hecho, a partir de residuos de polen de maíz, se ha establecido que los primeros habitantes se asentaron en el área de El Mirador allá por el 2,750 ac. De ahí que el período Preclásico Maya, establecido por el equipo de arqueólogos, abarque desde el 2,500 ac hasta el 350dc.

Pero así como dicho calendario marca el final de la era del Quinto Sol durante el solsticio del invierno de 2012, marca también el inicio de otra nueva. De un ciclo que tiene como ideal espiritual la acción. El renacer. Una nueva era Shambhala. De amor y luz para la humanidad.

Gradualmente, la noche se impone. Vemos y charlamos animadamente cuando las tenues estrellas empiezan a brillar y una a una salpican tímidamente el vasto océano de la vía láctea y las misteriosas e incomprensibles profundidades del Universo. Pronto, Júpiter y sus satélites galileanos también fulguran intensamente, y Venus, cual magnífico brillante solitario, hace lo propio cerca del sol que se oculta. El conjunto brinda a nuestras vistas un fantástico poema de métrica personal sobre natura.

Por su lado, los turistas extranjeros permanecen en silencio. Pretenden escuchar la algarabía de la selva que pausadamente se desnuda de ese color verde jade que le es propio en tanto se abriga con el manto negro de la noche oscura. Nosotros, al igual, escuchamos, pero también  conversamos y nos deleitamos con ese magnífico espectáculo que deleita nuestros sentidos. Compartimos. Compartimos como seres cuatrónicos: con nuestro interior, con nuestro Ser supremo, con nuestros semejantes y con todo aquello que en ese pequeño Universo existe y es. Y a todos damos gracias por permitirnos estar ahí. Por permitirnos ser parte de él.

El griterío nervioso de los monos araña, el rugir imponente de un mono aullador que reclama su territorio, el frenético canto de un grupo de pájaros y el monótono, de uno que otro tucán en las cercanías, forman una sinfonía de naturaleza que libera por completo nuestros sentidos y da rienda suelta a nuestra imaginación.

El sitio arqueológico El Mirador, 1,000 años más antiguo que Tikal, floreció entre el 350ac y el 150dc, mismo que ha sido identificado como el período Preclásico Tardío de la civilización maya. Es decir, la mismísima época en la que Jesús anduvo en las sinagogas de Galilea enseñando y predicando el evangelio del reino, y según el libro de los mormones, también por acá, en América, luego de su resurrección.

Intempestivamente, alguien del grupo grita eufórico. ¡Aquello se mueve! ¡Va volando! ¡Miren! ¡Miren! ¡Es un ovni! De inmediato todos volteamos a ver hacia donde la yema del dedo de aquel señala y escudriñamos las profundidades de la oscura bóveda en pos del misterioso objeto.

Efectivamente, de entre aquella telaraña de titilantes estrellas de plata destaca un punto brillante que se desplaza en línea recta de Noreste a Suroeste. Pero cuando vemos detenidamente, encontramos más de uno. Otro va en dirección contraria, y un tercero, por mera ilusión óptica, casi choca contra el primero. El entusiasmo y los corazones retumban como seguramente lo hicieron los mayas con su tunk`ul (tambor de madera con parche de piel de jaguar o de venado) dos mil años antes en este mismo sitio.

—¡Ey, tranquilos! —Les digo. —¡Son satélites!, ¡satélites artificiales! —Agrego. Y a continuación el tema nos acapara.

Pero se ven tantos y a mis compañeros les resultan tan extraños que el entusiasmo desborda en un clímax inusitado de algarabía y jolgorio. Nuestra alegría se expande por sobre la selva tanto como dos mil años antes lo hizo la euforia guerrera de sus habitantes.

Abruptamente, y rasgando brutalmente la magia del momento, un ensordecedor y prepotente: —¡Shut up or go down! — se esparce por sobre aquélla milenaria estructura.

Uno de ellos, uno de los turistas extranjeros, el desgarbado, nos exige silencio y amenaza con echarnos hacia abajo de la pirámide, dándonos a conocer con ello su ignorante y abusiva prepotencia ante el mundo maya.

Las estrellas mismas se cobijan rápidamente tras la oscuridad y la luna gardenia de plata se viste de luto en tanto la selva enmudece y el cierzo, gélido y punzante ahora, choca contra nuestros rostros.


B - Organización y vuelo hacia Petén


Mi ilusión por ir, conocer y conquistar El Mirador inició desde cinco o seis años atrás, tanto por mi pasión por la selva y la aventura como por mi afición al ciclismo y el correspondiente interés en establecer la posibilidad de ingresar en bicicleta de montaña desde Carmelita, el último y más cercano poblado aún con débiles destellos de civilización, hasta ese sitio arqueológico. Además, la idea de aportar el conocimiento que adquiriría para la construcción de un sendero o toda una ciclovía que permita atravesar la selva en un pequeño caballo de acero, o de bambú, como personalmente las he venido fabricando últimamente, me ha entusiasmado y cautivado desde que supe de la posibilidad que había de visitar esa magnífica y ancestral ciudad maya de más de 2,000 años de antigüedad.

Así pues, cuando vi el anuncio en prensa de una excursión formal organizada por el mismísimo Instituto Guatemalteco de Turismo, no vacilé en inscribirme, previo pago de poco más de Q 3,000.00, cerca de US $ 400.00. No pregunté ni solicité mayor información acerca de cómo y cuáles eran las condiciones del terreno y las distancias, dado que mi sentido de independencia y autosuficiencia me habían exigido previo calcular, mediante distintos mapas de la Internet y locales, que caminaríamos, cuando mucho, treinta a treinta y cinco kilómetros de ida y, por supuesto, igual distancia de regreso. —Pan comido—, pensé, pues a pesar de mi edad, practico ciclismo regularmente y suelo caminar grandes distancias, principalmente con la bicicleta al lado cuando por alguna razón se me arruina o descompone durante mis recorridos dominicales. Esto, por supuesto, en la “comodidad urbana” del asfalto citadino.

Reconozco haber leído en el folleto que me proporcionaron al momento de inscribirme que la excursión estaba considerada como una aventura de carácter extremo, pero no lo creí así hasta cuando recibí una llamada telefónica de parte del mismísimo personal del citado instituto de turismo, justo un día antes de salir de ciudad Guatemala rumbo al área.

—Alo. ¿Don José Luis?
—Sí, con él habla.
—Don José Luis, le saludamos del INGUAT, sólo para indicarle que no vaya a llevar ningún objeto de valor en su excursión que sale mañana al Mirador.
—¿Cómo así, señorita? Tengo preparada la cámara fotográfica, binoculares y otras cositas por ahí que no puedo dejar de llevar.
—Ah, sí, de eso no tenga pena. Quiero decir que no lleve cadenas o anillos o esclavas de oro o cosas así.
—¡Caramba...! ¿Me está diciendo que podemos ser víctimas de un asalto? —Pregunto con cierto desacierto, a la vez que pienso que efectivamente será una aventura extrema.
—No. Es sólo por precaución. —Me indica la jovencita, que sin duda lo es quien me habla.
—Bueno, de acuerdo. Gracias.
—Bien, don José, entonces mañana lo contactará alguno de nosotros en el hangar de la aerolínea. Tenga buena tarde.
—Ok. Muchas gracias. Hasta mañana. 

¿Qué puedo hacer? Ya estoy encaramado en el macho, como solemos decir cuando estamos en el punto de no retorno. Mañana mismo, de madrugada, debo partir, así que no hay ninguna posibilidad de evitarlo; aunque, paradójicamente, no he partido.

Desde tres días atrás he ajustado el horario de mi rutina diaria a la que seguramente necesitaré allá en la selva. Me acuesto a las 19:00 para dormirme a más tardar a 19:30, y me despierto a las 4:00 de la madrugada. Por supuesto, no hago siesta en el transcurso del día. Este horario permite aprovechar al máximo las jornadas de luz natural, pues sin duda, allá no dispondremos de algo artificial. En absoluto.

La alarma del reloj despertador suena justo a las 3:50 de la madrugada. Necesito estar en las inmediaciones del aeropuerto de ciudad Guatemala, precisamente en los hangares situados sobre la avenida Hincapié, a las cinco en punto, dado que mi vuelo está programado para salir a las seis horas rumbo a Petén. Específicamente a Santa Elena, en la orilla del lago de Flores, donde también se encuentra la cosmopolita isla de Flores. Y siendo un vuelo interno, sin necesidad de registro migratorio, una hora de antelación es más que suficiente.

De inmediato me levanto y me doy una ducha. Quizá sea la única en los próximos cinco días. Me visto con la ropa y los zapatos que he preparado desde días atrás. Fresca, de algodón, y de color claro, ideal para el calor y los insectos de la zona, pues así se ven fácilmente en caso de treparse alguno. ¡O algunos? Así mismo, llevo una chumpa liviana impermeable que además de calentar mi cuerpo también...

Amigo lector, estos breves líneas representan el estilo y rico contenido de mi aventura allá en la selva del Petén. 

Os invito a leerlo completo en el e-book: Así Conquistamos El Mirador, disponible en el portal de comercio más grande. 

Muchas gracias por tu interés. 


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martes, 28 de mayo de 2013

Cuántos kilómetros...?

¿Sabes cuántos kilómetros es necesario recorrer a pie, entre la jungla del Petén, para conocer el sitio arqueológico maya, primera ciudad Estado del continente, El Mirador? Pues ese dato, tanto como otra información relevante a dicho sitio arqueológico puedes encontrar en: Así Conquistamos El Mirador. Un e-book o libro electrónico disponible en el portal más grande de ventas.

lunes, 27 de mayo de 2013

La enorme morgue

Esta mañana, que desde mi lecho percibía ya como lúgubre y fría, extraña, me llevó a escuchar que también el habitual trino y jolgorio matinal de las aves era distinto. Sonaba melancólico, lastimero. Como arrastrándose pesadamente, lánguidamente, paulatinamente, hasta extinguirse por completo. Luego, otra ave se dejaba escuchar apenas, hasta que poco a poco también su débil trino cesaba.
El frío realmente se percibía en el ambiente. Al no más asomar la nariz fuera de las chamarras se respiraba un aire seco y helado. Yo hubiera seguido metido entre nuestra tibia cama, junto a Lucía, de no ser por aquel inusual canto de los pájaros. Me obligaba a levantarme y ver qué sucedía.
Más despierto y lúcido, aunque sumamente extrañado por el insólito fenómeno, sin causar ruido para no despertarla, me acerqué a la ventana para ver qué ocurría afuera. Sigiloso, corrí las cortinas y asomé mi cara por entre las viejas y maltrechas persianas.
El cielo se percibía muy nublado. Nublado como de puro invierno a las seis de la tarde; sin embargo, apenas eran las seis y cuarto de la mañana de uno de los tantos días de diciembre. Debería estar completamente despejado y soleado.
Los cenzontles, los zanates, los clarineros, todos por igual, estaban acurrucados, cabizbajos, sobre las pelonas ramas de la jacaranda que da a nuestra ventana. Su trino era apenas perceptible, y muchos ya ni siquiera se movían. No pocos yacían al pie del árbol, sobre la grama. Seguramente, muertos.
También la jacaranda misma lucía distinta. Sus ramas se veían grises, tiesas, secas. De no ser por el tenue viento que mecía su copa, daba la impresión de ser una jacaranda inerte. Muerta. También.
Me recordé entonces de mi chucho. Un brillante y fulgoroso dálmata. A esas horas siempre ladraba y lloriqueaba por su urgencia de salir a remarcar su violado territorio a las afueras de la casa, sin embargo, ahora, no se le escuchaba en absoluto.
Aturdido por el espectáculo de los pájaros bajé de inmediato al garaje donde el chucho pasaba la noche. Ahí estaba. Dentro de su casa, echado, aunque temblando de frío, sobre la vieja alfombra. No había plumas de pájaro cerca, por lo que intuí que no se había comido alguno, aún.  Pero tampoco salió a encontrarme. Es más, ni siquiera se levantó, como siempre lo hacía.
Una sola pizca de viento no había ahí abajo. No se movían las azaleas ni el nazareno. La palma enana estaba totalmente quieta. Completamente ajena a lo que le rodeaba. El ambiente se percibía muy frío. Un frío inusual. Seco.
Sólo los altísimos árboles de enfrente mecían sus copas suavemente ante un misterioso y casi imperceptible viento que silbaba tenuemente en las alturas.
Los muchos pájaros que siempre, cuando yo salía al zaguán, alzaban el vuelo asustados, ahora permanecían ahí, inmóviles, indiferentes a mi presencia. Cerca de diez de ellos habían caído sobre la grama.
Me acerqué a verlos. Sí, estaban muertos. Bien muertos. ¿Qué era eso? ¿Qué estaba pasando? Pero aún más, ¿qué podía yo hacer?
El sombrío panorama y el gélido cierzo me obligaron finalmente a entrar rápidamente a casa para prepararme de mejor manera con alguna vestimenta. A los pocos minutos salí otra vez, aunque ahora con el traje deportivo que siempre he usado para salir a caminar con mi chucho al lado. También una gruesa chumpa y varias bolsas plásticas para meter en ellas a los pájaros muertos.
Al acercarme a ellos y observarlos comprobé que aún no tenían gusanos. Recién han muerto, pensé. ¿Por qué morirían?
Una vez a media calle vi entonces hacia el cielo. Tenía la apariencia de una gran morgue. Estaba completamente nublado. Un nublado liso, parejo, gris, gris oscuro. Era lúgubre, amenazador. Del sol, ni hablar. No se le veía por ningún lado. El viento continuaba silbando allá, en las alturas.
Tampoco había alguien más en los alrededores. No miraba a la señora que a esa hora pasaba por la calle con su elegante perro blanco que nunca le hizo caso. Tampoco estaba mi gata. A lo largo de toda la calle no se veía un alma.  Insté a mi chucho a salir. Ni se movió. Agitando y mostrándole la cadena con que siempre lo sacaba a pasear, insistí, pero nada. Sólo miré que me miraba. Me veía, sí, pero con una gran tristeza en sus ojos. Como de alguien que se aleja. Que se va. Una mirada baja, sin rencor, pero también sin ilusión. Como diciéndome que me perdonaba por lo que algún día pude haberle hecho, aunque a la vez sentí que pedía mi perdón.
¡Extraño! — fue lo único que atiné a pensar.
Ingresé nuevamente a casa para encender la radio. No había electricidad. Diablos — me dije. Pasé viendo, uno a uno, a la seca y a los niños. Dormían aún. Todos bien cobijados, enroscados entre sus chamarras.
Salí nuevamente al jardín para buscar el diario, pues tampoco lo había encontrado cuando estuve ahí minutos antes. Finalmente lo vi. Estaba completamente alejado de donde acostumbraba caer cuando el repartidor lo lanzaba desde su moto. Al levantarlo de entre las plantas, aún entre la bolsa plástica, de inmediato lo sentí muy delgado. Con muy pocas páginas. Me extraño también.
Por lo demás, todo estaba igual ahí afuera. El chucho, los pájaros, salvo porque ahora eran menos los vivos y más los muertos,  el nazareno, las azaleas, todo. Todo igual. El cielo, más liso aún. Parecía una infinita plancha de mármol gris oscuro, muy oscuro. Casi negro.
Intenté encender las luces del comedor. Aún no había electricidad. Saqué entonces el diario. En ese momento me percaté de que en realidad era sólo una hoja. Únicamente una hoja doblada por la mitad. Me acerqué entonces a la ventana para poder ver mejor y leerla. En lo que se suponía la portada, el titular erizó mi piel: el sol se hiela.
“El sol se hiela”, y a continuación, una enorme fotografía del astro rey. —¡Puta! ¿cómo así? — me pregunté.
Rápidamente, abrí esa única hoja buscando la noticia en el interior. Ahí, en ella, en letra un poco más grande, decía: “Hoy, cuando usted se encuentre leyendo estas líneas, que han sido las últimas que escribimos, el sol habrá iniciado su autodestrucción y, por ende, un drástico descenso de su temperatura” Luego, en letra normal, continuaba la noticia. “Efectivamente, anoche, a última hora, el señor Presidente de la República informó que en la Reunión Mundial Urgente a que asistió días atrás en la ciudad de Washington, Estados Unidos, se le hizo saber, al igual que al resto de gobernantes del mundo, por parte del mismo Presidente de los Estados Unidos, que: según las últimas observaciones y mediciones efectuadas por diversos observatorios terrestres y espaciales, hoy, a las 02:35 hora local (10:35 GMT), aproximadamente, la estrella que durante siglos permitió la vida en este planeta, el sol, ha iniciado su propia destrucción masiva. Los científicos aún no se explican qué sucedió, sin embargo, es un hecho que la temperatura está en estos momentos descendiendo paulatinamente. Tal descenso de temperatura está provocando, desde las 02:45 aproximadamente, una reducción considerable del calor que el planeta Tierra recibe. En el transcurso de las próximas 48 horas la temperatura ya no será suficiente para mantener la vida tal y como la conocemos…”
Sólo eso pude leer. El entendimiento se me nubló. Me aturdí. Tomé nuevamente aquella hoja y la leí otra vez. Quería pensar que no era cierto, pero sí, ahí, entre mis manos, aquel diario me revelaba una inesperada realidad.
En uno de los pocos comentarios adicionales a la noticia, había toda una serie de explicaciones y “recomendaciones” para los últimos momentos.
Aconsejaban, principalmente y sobre todo, no tratar de escapar. No había lugar alguno a dónde ir. Sería mejor permanecer en casa, así se sufriría menos. Se tendría más calor, el calor de la familia, hasta el último momento. Además, en caso la tendencia a la baja temperatura se revirtiera, lo cual era casi imposible, advertía la misma nota, siempre sería más seguro permanecer en casa. Se insistía particularmente en que no había ningún sitio en la Tierra que fuera capaz de mantener temperaturas adecuadas para la vida ante la ausencia de los rayos del sol.
Finalmente, advertía la nota, al filo de las doce del inmediato mediodía, empezaría a ser imposible la vida para muchísimos de los habitantes del planeta, principalmente para aquellos que viven en las regiones polares. La agonía sería más larga en los pueblos ubicados sobre el Trópico. En ellos la vida sería posible hasta las catorce o quince horas de este mismo día, aproximadamente.
—¿Cómo va a ser posible? —Me pregunté. 
Vi detenidamente el diario otra vez para comprobar que no se trataba de alguna broma de mal gusto u otro pésimo truco publicitario, pero no. Nada de eso. El diario, la noticia, eran reales. De una sola hoja, pero real.
—¿Qué hago? —Intente pensar. ¿Despierto a los niños? ¡No!. ¿A mi mujer? No, para qué. No, Dios mío, esto no puede ser. Nunca me preparé para un momento así. Siempre he pensado en mi muerte y en la de alguno de mis familiares, pero nunca en la muerte de todos juntos. Mucho menos en la extinción del planeta así por así. Jamás.
Siempre pensé que cualquier acontecimiento de esta naturaleza, como en las películas, sería descubierto por los gringos o quién sabe por quién, con años de antelación. No podría suceder durante los próximos cincuenta años. No durante mi vida acá en la Tierra. Ese sería un problema de las muy lejanas generaciones venideras. Nunca uno mío.
Los viajes a la Luna, los intentos por ir a Marte, el transbordador, las estaciones espaciales y demás, todo, todo eso era una farsa. No habían servido para nada. — Justificaba, tratando de culpar a alguien.
El no estar enterados con suficiente tiempo de antelación a un evento de tal naturaleza, de vida y muerte, era una tremenda demostración de que los avances científicos del hombre, particularmente los del espacio y el cosmos, habían fallado. No era posible entonces la noticia. Tenía que haber algún error.
Pero, ¿y el día? Sí, el día presentaba un aspecto desolador. Además, los pájaros. Era cierta. Sí, la noticia efectivamente era cierta. No había dudas. ¿O sería una coincidencia?
Intenté llamar por teléfono a mi hermana. La línea estaba muerta. No podría hablar con mis padres tampoco ni corroborar la noticia con alguien más.
Salí nuevamente a la calle. Igual. No había nadie. Nada. Las calles estaban totalmente vacías.
Desde media calle volteé para ver hacia la casa. El chucho se había levantado pero no se movía. Se volvió a echar cuando me vio entrar nuevamente.
Recién entraba a casa cuando alguien llamó a la puerta. Presuroso salí. Era don Alfonso, mi vecino de enfrente. —¿Ya supo la noticia? —me preguntó.
—¡Sí, don Alfonso! Pero, ¿cómo va a ser eso posible? —pregunté.
—Pues sí Guayo. Ya nada se puede hacer. —Sólo eso dijo. Sus ojos se inundaron de lágrimas y dio vuelta atrás, hacia su casa. Se marchó. Con un nudo en la garganta y un torrente por cubrir mis ojos, rápidamente di la vuelta para entrar yo también a mi casa. Pero antes vi que los carros de los hijos de don Alfonso estaban ya a las afueras de la casa. Seguramente se habían reunido para morir juntos.
Mareado, aturdido, entré nuevamente a la casa. La noticia estaba totalmente confirmada por mi vecino de enfrente.
—Seca, seca…! —Dije quedamente a mi mujer. —Despierta, mi amor. —Dándose media vuelta sobre la cama, y aún sin abrir los ojos, ella  —¡Qué frío hay! ¿por qué no te recostas otro ratito acá conmigo?
—No seca. No se puede. ¡Óyeme! Mejor levántate. Tenemos que hablar. Hay un problema serio. Muy serio.
El reloj marcaba entonces las seis de la mañana con catorce minutos.
Percibiendo mi angustia, brincó desde la cama prácticamente.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?
—Mi amor, —dije entre lágrimas, —Se acaba. Todo se acaba.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué te sucede? ¿De qué hablas? —Pregunto adormitada, extrañada, asustada, al tiempo que presurosa se levantaba y ponía una bata.
—Seca divina, no puedo. No puedo. Ven, vamos abajo y te enseñaré.
—Pero dime, —decía aturdida en tanto se levantaba, —¿Qué pasó? ¿Los niños? ¿Están bien los niños? ¿En dónde están?
—Sí, mi amor, los niños están bien. No te preocupes. Ven, vamos abajo, al comedor, y platicamos.
—¿Mi mamá? ¿Qué le pasó a mi mamá?
Finalmente logré que llegara conmigo a la sala, donde tranquilizándola, se sentó finalmente. Llevé el diario y le enseñé el encabezado. La abracé.
Principió a leer.  —¿Qué? ¡Ah la gran diabla! —Espetó. No lo creía. Me veía con su característica expresión de incredulidad. Yo ya lloraba. Ella, aturdida, conmocionada, mordiéndose los labios, también empezó a llorar.
—Sí, mi amor, no sé qué hacer! ¿Qué piensas? ¿Despertamos a los niños?
—No. Espérame. No, no sé qué podemos hacer. Dame un vaso con agua, por favor. Y vamos a ver a los niños.
—Sí, pero en silencio. Es mejor que no se despierten aún.
—No. Mejor vamos afuera. Salgamos. —Dijo, dirigiéndose inmediatamente hacia la puerta.
—Escucha, mi amor, hay mucho frío. Ponte este sweater y la chumpa, —le advertí al tiempo que le daba las dos prendas.
—Sí, gracias. Me pondré unos pants también.
—Ahorita te los traigo.
Afuera, en el jardín, con el chucho al lado y los pájaros muertos sobre la grama, que ya eran como veinte, nos abrazamos. Nos fundimos en un abrazo que en silencio decía te protejo, te cuido, te quiero. Un silencioso abrazo, a la vez, de despedida.
Quiso también salir a ver a la calle. Lo hicimos. No había nadie. Estaba completamente desierta. De pronto recordó a su anciana madre y a su abuela. Estalló en un llanto triste. Muy triste. De inmediato intentó llamarlas por teléfono, pero no había comunicación. Me suplico con sus ojos porque fuéramos a verlas. Pero bien sabía ella que no era posible. No llevaríamos a los niños, y mucho menos los dejaríamos solos.
El frío era cada vez más intenso, y el viento arriba, por sobre las copas de los árboles, se escuchaba ulular aún más fuerte.
Ingresamos lentamente a casa. Cabizbajos. Llevábamos ahora con nosotros al chucho, quien finalmente se incorporó y se nos pegaba constantemente a nuestras piernas en busca de calor.
Ella insistió en que viéramos cuánto gas propano teníamos aún en la cocina. Para no crearle falsas esperanzas, le dije que ya casi nada.
Nos preparamos sendas tazas de café y nos sentamos a la mesa, en el comedor. Debíamos aclarar nuestras ideas. Nuestros pensamientos. ¿Qué haríamos?
La fantasía y la ficción nos traicionaban, aunque también nuestro instinto de sobrevivencia. Así, surgió la idea de irnos hacia el volcán de Pacaya. Con su ardiente lava tendríamos calor suficiente. La convencí de que no era factible, pues los gases nos matarían. Moriríamos de peor modo, seguramente.
Pensamos en encender mucho fuego, en abrigarnos bien, permanecer juntos, darnos calor mutuamente; sin embargo, finalmente, todo resultaba siendo vano. Optamos por continuar con normalidad, como que nada fuera a suceder. Procuraríamos no transmitir a los niños nuestro pánico, nuestra miseria, nuestra desgracia ante la inevitable realidad.
El cielo, lejos de aclarar, paulatinamente había ido adquiriendo un tono cenizo, oscuro, muy oscuro, a pesar que mi reloj apenas marcaba las 7:34 de la mañana. Las pequeñas velas que recién encendíamos y que brillaban tenuemente serían extinguidas en pocas horas por algo contra lo que no podíamos luchar. No íbamos a contribuir haciéndolo más difícil. Simplemente, nos propusimos permanecer todos reunidos. Juntos. Darle a nuestros hijos calor, alimento, y sobre todo, amor. Mucho amor. El sol se extinguía y nada más podíamos hacer.
Era una dimensión totalmente desconocida. Una dimensión a la que nunca, nunca, imaginamos enfrentaríamos.
Ya no tendríamos más el mechón de pelos de José en nuestras manos y tampoco las tiernas manitas de María, apenas recién de siete meses de edad. Eso se acabaría en pocas horas para siempre.
Ya no habrían más mañanas frías en las que me cobijara con el tibio cuerpo de mi mujer, ni alegres sonrisas de ¡Buenos días! Tampoco la taza de café y trocitos de mazapán en cama los domingos por la mañana, como tampoco sacudidas de María, nuestra bebé, cuando dormía entre nosotros.
No volvería a disfrutar de la sonrisa sincera y cariñosa de mi viejo y tampoco de las manos gruesas y blandas de mi madre.   
No habrán ya más caídas de sol en lontananza ni veranos calurosos e inviernos copiosos. Tampoco rosas, que tanto nos gustaban, mucho menos un día soleado como el que apenas ayer tuvimos.
Todo, todo se acababa.
—¿Cómo es posible?
—¿Qué reclamas? —Me dijo Lucía, mi seca, con los anegados de lágrimas.
—¿Pues cómo que qué reclamo?
—Pues sí —me dijo, y agregó— algún día tenía que suceder. Lo dice la Biblia, el Corán, el Talmud y todas esas grandes guías de la humanidad. Además, acuérdate, siempre hemos sabido que las estrellas se acaban. Se extinguen. Nos lo enseñaron desde la primaria.
—Pues sí, pero no así, mi amor. Sin que lo supiéramos con más tiempo.
—Hmm, ¿ya pensaste en que pasaría si nos lo hubieran dicho ayer? ¿O anteayer? ¿O seis meses antes? ¿Te imaginas cómo hubiéramos pasado todo este tiempo? ¿Hubieras ido a trabajar? ¿Habrías ido a misa los domingos? ¿Qué hubiéramos hecho realmente?
—Bueno, pero es que así al menos...
—¿Al menos qué...? No mi amor. Nada de nada. Nos hubiéramos muerto de desesperación y angustia. Sería mil veces peor. Gracias a Dios no nos avisaron. Así tenía que ser. Ellos ya lo sabían. ¿Cómo vas a creer que no? Lo que sucede es que no se puede hacer nada en contra. Es exactamente igual a lo que nosotros estamos haciendo con los bebés. Por qué los vamos a martirizar las pocas horas que quedan. No mi amor, ya lo sabíamos, pero nunca quisimos aceptarlo. Es irremediable. Se acabó.
A las afueras la oscuridad era profunda. La temperatura había descendido bruscamente y el ambiente era cada vez más frío. Mucho más frío. El viento ululaba trepidante y poderoso, ya sobre el techo de la casa, arrastraba mil plegarias y mil perdones, mil súplicas y mil arrepentimientos.
Nos refugiamos en nuestra habitación. Entre las cobijas de la cama. A José Y María los pusimos en medio, justo entre nosotros. A nuestro lado, en el suelo, dejamos al chucho. La gata no apareció.
Teníamos de todo en esa habitación, y en nuestros corazones, pero afuera, no había ya absolutamente nada.
Me preparé con algunas candelas y velas, latas de comida, agua, algunas sopas y demás en la habitación, aunque no sabía si tendríamos tiempo aún para consumirlas. Tapé las ventanas con tablas y chamarras para no dejar escapar el calor; sin embargo, para observar hacia fuera, dejé una pequeña rendija que podría cerrar rápidamente ante cualquier emergencia. 
Eran las diez con doce minutos de la mañana.
Desde ahí dentro, a la tenue luz de las velas, escuchábamos cómo afuera los árboles crujían y se desgarraban por el viento. Trozos o pedazos de no sé qué se estrellaban contra la casa. Escuché algunos vidrios quebrarse. Seguramente era ya un huracán. Por la rendija no se miraba ya absolutamente nada. Todo afuera estaba totalmente a oscuras. Era un sonido ensordecedor, horrible, como nunca antes había escuchado. Cerré la rendija.
Dos velas languidecían iluminando nuestro aposento. Una frente a la imagen de la virgen María y otra al lado de nuestro niño Dios. El que siempre poníamos en el nacimiento para navidad y que bajé a traer del mismo justo al último momento.
Esperábamos.
Esperábamos orando y dándonos calor. Mi seca rezaba el Rosario. Lo tenía entre sus manos. Yo procuraba abrigarlos. Esperábamos nuestro último hálito de vida en lo que pronto sería una gran morgue.



viernes, 24 de mayo de 2013

Piedad, imploro!!!

Gente, por favor, piedad. Piedad para mí, por favor.
Dejadme vivir. Dejadme vivir en paz, imploro. Dejadme vivir a solas con ellas. Con las dos. No me pidan que abandone a una o la otra. Mucho menos intenten sugérirmelo sutilmente. No, por favor. Sería imposible para mí vivir sin ellas.
Las amo. Yo mismo las forjé. Las hice. Paso a paso, segundo a segundo, minuto a minuto durante muchos y largos años. Así, por favor, no pidan que me separe de ellas, mucho menos que las abandone. Son mis compañeras desde que amanezco hasta que vuelvo a amanecer.
Dejadme vivir, gentes, con mi locura y con mi fortuna.
Son todo y lo único que realmente tengo.
Dejadme vivir con ellas, en paz.

lunes, 20 de mayo de 2013

Colección de Cuentos de Colección

Ah, y también está disponible Colección de Cuentos de Colección. Una antología riquísima.

viernes, 17 de mayo de 2013

Así Conquistamos El Mirador

Hola.

Hoy les comparto una narrativa documentada acerca de la aventura a pie, a través de la selva, para conocer el sitio arqueológico El Mirador. Un conjunto de pirámides, observatorios, depósitos para captación de aguas pluviales y canales para su posterior redistribución, altares y demás asombrosas construcciones de la civilización maya, ubicadas en la profundidad de la selva del Petén, al Norte del Guatemala, a donde únicamente puede llegarse en helicóptero o a través de una caminata de 2 días y casi 60 kilómetros entre un abrumador bosque milenario, pletórico de jaguares, monos araña, aulladores y demás.

Los invito a leerlo, pues mediante su lectura conocerán mucho de esa impresionante ciudad maya que alberga la Danta, el friso de lo hermanos gemelos y, en su momento, la primera ciudad Estado en el continente americano.

Pueden acceder a traves del portal de amazópn, buscando el título: Así conquistamos El Mirador, de este su autor.


Saludos, desde esta tierra del quetzal, el chipilín, el café y los volcanes.

viernes, 10 de mayo de 2013

El Escritor bendecido


¡Escritor...? ¿Cómo diablos piensas dedicarte a escribir sabiendo que no tenemos ni para comer? —fue la respuesta que Santiago obtuvo de su padre cuando le confesó su ilusión por dedicarse a las letras.

 ¡Ya es hora que pongas los pies en la tierra y nos ayudes! Mira a tu pobre madre. Está a punto de morir... y vos perdiendo el tiempo con esos sueños de ser escritor. ¡Cuán insensato eres! — terminó de vociferar el encolerizado padre.

¡Pues bien, pondré los pies en la tierra, pero mi cabeza continuará pensando con que algún día seré escritor! —respondió el joven Santiago, esforzándose por disimular el desaliento que aquellas palabras le causaban. Con los ojos húmedos, vidriosos, y conteniendo un llanto que se desbordaba, se dirigió a su habitación.

Iba triste... completamente abatido por aquellas duras palabras que echaban por tierra su inmenso deseo por dedicarse al maravilloso oficio de las letras; sin embargo, entre dientes, aceptaba que su padre tenía razón. Aquel oficio estaba reservado para los de alta alcurnia; para quienes podían darse el lujo de prescindir de ingresos durante largo tiempo. Él, todos ellos, su familia entera, no. Jamás. Ellos eran pobres. Y él debía aceptar su cruda realidad. Debía tomar nuevamente su serrucho, su martillo, sus clavos, y continuar con su humilde oficio de carpintero.

Colérico y triste, pero más aún, frustrado y tragándose una a una sus lágrimas, su furia y su dolor, se dirigió por el corredor que lo llevaba hacia su modesta habitación.

Justo cuando pasaba frente a la puerta del cuarto donde se encontraba postrada su madre enferma, le pareció escuchar el débil silbido con que ella acostumbraba llamarle. De inmediato se detuvo, y enjugándose sus ojos con los puños para ocultar su llanto, se acercó a la puerta. La entreabrió con sumo sigilo y asomó apenas su cara dentro para comprobar si efectivamente ella le había llamado.

A pesar del fresco viento que afuera prevalecía, en ese instante sintió cómo se estrellaba contra su rostro mismo una bocanada de la densa atmósfera encerrada. Un calor húmedo, pegajoso, mezclado con los olores del Vick, la naftalina y los orines inundaban por completo el ambiente de aquélla penumbrosa habitación.

Cubierta con raídas y descoloridas sábanas de algodón y con la mortífera huella de un cáncer que por más de tres meses la carcomía, a medias se lograba divisar a doña Juana acurrucada en su lecho. En realidad, dado lo seca que estaba, lo consumido de su ya diiminuido cuerpo, aquella cama parecía más bien estar solamente desarreglada, sin nadie en ella.

Desde ahí, aún  bajo el umbral de la puerta misma, Santiago escuchó otra vez, aunque muy tenue, que ella efectivamente le llamaba con su singular silbido. Abrió entonces poco más la puerta, justo para dejar pasar solamente su cuerpo, y se dirigió hacia el lecho de aquella desmejorada y lánguida mujer que sobrevivía penosamente sus postreros días, luego que todos daban ya por perdida su batalla contra la terrible enfermedad.

La tenue luz de la lámpara sobre la mesa de noche iluminaba pobremente el entorno.

Cuando Santiago llegó a la orilla de la cama, se sentó justo a su par, y extendiendo su brazo, posó su tibia palma sobre la cenicienta y gélida frente de aquella anémica mujer, diciendo —¡Si, madre? dime —

En tanto esperaba la respuesta, con sufrimiento observó el largo y descuidado cabello completamente cano de aquella otrora vigorosa mujer. Sus pequeños ojos, extintos casi, emergían apenas de entre verdecidas aureolas. En su costado derecho, al otro lado de donde él se encontraba, una bolsa plástica transparente recibía un extraño líquido verdoso a través de un tubo que salía de entre las sabanas. Esa bolsa era la inequívoca señal para Santiago del acelerado deterioro de su madre, pues apenas en la mañana de ese mismo día, cuando temprano había ido a verla para comprobar su estado y darle los buenos días, aún no la tenía.

Vio también sobre la mesa de noche varias cajas con pastillas de diversos tamaños y colores, frascos con distintos jarabes medicinales y un vaso con agua a medio llenar. Una taza de porcelana completamente vacía se encontraba en el otro extremo.

Con sumo esfuerzo, la moribunda madre logró al fin tomar entre sus delgadas y endebles manos las de él, y entre su persistente ataque de tos y el ahogo que hablar le producía, con voz casi inaudible y relamiéndose los resecos labios, logró preguntar — Hijo, ¿por qué está gritando tu papá? ¿qué es lo que lo ha enojado tanto? —

Cuando Santiago terminó de explicarle los hechos, la débil madre, desde su mismo lecho de enferma y realizando un enorme esfuerzo, extendió con compasión y dulzura sus temblorosos brazos e invitó con sus ojos a media luz a que el joven muchacho se refugiara en su regazo.

Él, silencioso, trémulo, reposó su cabeza sobre el pecho de la agonizante mujer y se entregó por completo a aquel reconfortante abrazo. Cuando sintió las débiles y enjutas manos sobre su cabeza intentando aún revolverle los cabellos como ella agitadamente lo hacía apenas unos cuantos meses antes, Santiago no pudo contener más las lágrimas que de mucho atrás llevaba dentro. Brotaron. Se escurrieron como silente manantial por sobre la flácida y delgada piel del pecho de aquella pobre mujer. Ella, aunque realmente sin poder hacerlo de verdad, sin siquiera lágrimas, también lloraba. Lloraba por dentro.

Hijo, — escuchó Santiago que dificultosamente balbuceaba su madre entre su seca tos y el perenne ahogo que hablar le causaba— si tú quieres ser escritor, no te preocupes, tienes mi bendición. Prométeme solamente que te dedicarás a ello con todo tu corazón. Que te esforzarás por ser un escritor noble, de buenos principios. Amante y practicante de la verdad, en todo momento.
¡Gracias, madre linda! ¡Claro que sí! ¡Claro que así lo haré! Te lo prometo. —respondió el joven.

Justo en ese momento, sintiendo que ella le abrazaba contra su regazo con todo el corazón que aún tenía, le escuchó decir —Entonces ¡que Dios te bendiga!, hijo mío. ¡Cuando lo logres, yo estaré aplaudiéndote! —

Súbitamente, aquel fuerte abrazo cesó.



FIN