jueves, 13 de junio de 2019

El café de la mañana


El reloj sobre la pared indica las 6:55, por lo que debería darme prisa; sin embargo, el de la vida marca las 23:30 aproximadamente, por lo que la calma debe prevalecer.

En la cocina aún flotan destellos de la fragancia de las naranjas que recién exprimí. Se mezclan en un ir y venir con el aroma de los ajos, las cebollas, la pimienta, el tomillo y las hojas de laurel que, como fantasma, empieza a levantarse en torbellinos de vapor de entre la cazuela donde pronto pondré el trozo de carne de cerdo que preparo para el almuerzo festivo del sábado. El sol atraviesa las ventanas. A pesar del viento gélido de la época que estremece y doblega los árboles allá afuera, haciéndolos crujir ocasionalmente, acá dentro se percibe la tibieza de la lumbre, alguna paz, alguna armonía, quizá las mismas que han de sentirse en el vientre de la madre. Las mismas que sin duda habremos sentido alguna vez sobre el vientre de la amada.

Diminutos restos de naranja pululan aún dentro de mi boca. Mantienen en un estado casi eufórico mis papilas. A pesar que tan solo son los estertores de aquel jugo de frescas y aromáticas frutas que corté del árbol, allá afuera, poco después del alba. El café inicia apenas a gotear sobre la taza.

Viejos y hasta deshilachados retazos de mi vida se esfuerzan por cobrar vida de manera inusitada cuando cocino. Esta mañana de octubre, de contrastes de clima y de aromas y sabores, en jueves, no es la excepción. Son retazos de memoria que una y otra vez, y cientos de veces más, he intentado guardar de manera ordenada dentro del añejo cajón de madera y arrojarlo en el desván, con la esperanza de dejarlos ahí hasta después de cuando el reloj de la vida indique las 23:59:59, pero mi esfuerzo ha sido vano, pues se resisten, y regresan. Aunque solo durante la faena culinaria.

Quizá, al fin de cuentas, por fortuna; pues de no regresar, me dejarían acá, aunque disfrutando del torbellino de aromas que mana desde la olla, a solas. Bueno, casi a solas, pues en la ventana, ahora que observo, está Penélope. La gata que cuando Carolina me la obsequió era gata, y cuando la llevé a operar, luego del bautizo, resultó ser gato. Pero como Penélope me parece ambiguo, se lo dejé. Además, Carolina era feliz con ese nombre. Aunque confieso, algunas veces no puedo resistirme, y también le hago vasectomía al tal Penélope. Pero bueno, estaba con lo de mis recuerdos. Que por fortuna no me abandonan. Y entonces, he yo acá, en la cocina, pletórico de recuerdos y aromas, y con Pene en la ventana.

El reloj sobre la pared marca las 7:10, y recién he puesto dentro de la olla el trozo de carne. Estimo que tres horas serán suficientes. El otro reloj parece no mover sus agujas. Parece detenido en el tiempo; aunque con él nunca nadie sabe. En un minuto puede recorrer la media hora que falta.

El café finalmente está preparado. Lo sé porque el sonido del chorrito que caía en la jarrilla se ha apagado. Y la máquina ha dejado de estremecerse y echar vapor. Convergió con lo único que podía converger. Con su destino, justo en el momento. Como todos los días, cuando las agujas del reloj pasean encima del 7 y el 12.

Toca ahora, una vez con la taza de café en mano y dando los primeros sorbos, en tanto saco de la gaveta los huevos y del estante el cuenco y el tenedor para batirlos, rescatar los colores de los retazos y otorgarles el colorido que quizá cuando el reloj de la vida marcaba las 13:00 o las 14:00 horas, y que entonces les hacían lucir como lo que en realidad eran, más que recuerdos, vida.