viernes, 10 de mayo de 2013

El Escritor bendecido


¡Escritor...? ¿Cómo diablos piensas dedicarte a escribir sabiendo que no tenemos ni para comer? —fue la respuesta que Santiago obtuvo de su padre cuando le confesó su ilusión por dedicarse a las letras.

 ¡Ya es hora que pongas los pies en la tierra y nos ayudes! Mira a tu pobre madre. Está a punto de morir... y vos perdiendo el tiempo con esos sueños de ser escritor. ¡Cuán insensato eres! — terminó de vociferar el encolerizado padre.

¡Pues bien, pondré los pies en la tierra, pero mi cabeza continuará pensando con que algún día seré escritor! —respondió el joven Santiago, esforzándose por disimular el desaliento que aquellas palabras le causaban. Con los ojos húmedos, vidriosos, y conteniendo un llanto que se desbordaba, se dirigió a su habitación.

Iba triste... completamente abatido por aquellas duras palabras que echaban por tierra su inmenso deseo por dedicarse al maravilloso oficio de las letras; sin embargo, entre dientes, aceptaba que su padre tenía razón. Aquel oficio estaba reservado para los de alta alcurnia; para quienes podían darse el lujo de prescindir de ingresos durante largo tiempo. Él, todos ellos, su familia entera, no. Jamás. Ellos eran pobres. Y él debía aceptar su cruda realidad. Debía tomar nuevamente su serrucho, su martillo, sus clavos, y continuar con su humilde oficio de carpintero.

Colérico y triste, pero más aún, frustrado y tragándose una a una sus lágrimas, su furia y su dolor, se dirigió por el corredor que lo llevaba hacia su modesta habitación.

Justo cuando pasaba frente a la puerta del cuarto donde se encontraba postrada su madre enferma, le pareció escuchar el débil silbido con que ella acostumbraba llamarle. De inmediato se detuvo, y enjugándose sus ojos con los puños para ocultar su llanto, se acercó a la puerta. La entreabrió con sumo sigilo y asomó apenas su cara dentro para comprobar si efectivamente ella le había llamado.

A pesar del fresco viento que afuera prevalecía, en ese instante sintió cómo se estrellaba contra su rostro mismo una bocanada de la densa atmósfera encerrada. Un calor húmedo, pegajoso, mezclado con los olores del Vick, la naftalina y los orines inundaban por completo el ambiente de aquélla penumbrosa habitación.

Cubierta con raídas y descoloridas sábanas de algodón y con la mortífera huella de un cáncer que por más de tres meses la carcomía, a medias se lograba divisar a doña Juana acurrucada en su lecho. En realidad, dado lo seca que estaba, lo consumido de su ya diiminuido cuerpo, aquella cama parecía más bien estar solamente desarreglada, sin nadie en ella.

Desde ahí, aún  bajo el umbral de la puerta misma, Santiago escuchó otra vez, aunque muy tenue, que ella efectivamente le llamaba con su singular silbido. Abrió entonces poco más la puerta, justo para dejar pasar solamente su cuerpo, y se dirigió hacia el lecho de aquella desmejorada y lánguida mujer que sobrevivía penosamente sus postreros días, luego que todos daban ya por perdida su batalla contra la terrible enfermedad.

La tenue luz de la lámpara sobre la mesa de noche iluminaba pobremente el entorno.

Cuando Santiago llegó a la orilla de la cama, se sentó justo a su par, y extendiendo su brazo, posó su tibia palma sobre la cenicienta y gélida frente de aquella anémica mujer, diciendo —¡Si, madre? dime —

En tanto esperaba la respuesta, con sufrimiento observó el largo y descuidado cabello completamente cano de aquella otrora vigorosa mujer. Sus pequeños ojos, extintos casi, emergían apenas de entre verdecidas aureolas. En su costado derecho, al otro lado de donde él se encontraba, una bolsa plástica transparente recibía un extraño líquido verdoso a través de un tubo que salía de entre las sabanas. Esa bolsa era la inequívoca señal para Santiago del acelerado deterioro de su madre, pues apenas en la mañana de ese mismo día, cuando temprano había ido a verla para comprobar su estado y darle los buenos días, aún no la tenía.

Vio también sobre la mesa de noche varias cajas con pastillas de diversos tamaños y colores, frascos con distintos jarabes medicinales y un vaso con agua a medio llenar. Una taza de porcelana completamente vacía se encontraba en el otro extremo.

Con sumo esfuerzo, la moribunda madre logró al fin tomar entre sus delgadas y endebles manos las de él, y entre su persistente ataque de tos y el ahogo que hablar le producía, con voz casi inaudible y relamiéndose los resecos labios, logró preguntar — Hijo, ¿por qué está gritando tu papá? ¿qué es lo que lo ha enojado tanto? —

Cuando Santiago terminó de explicarle los hechos, la débil madre, desde su mismo lecho de enferma y realizando un enorme esfuerzo, extendió con compasión y dulzura sus temblorosos brazos e invitó con sus ojos a media luz a que el joven muchacho se refugiara en su regazo.

Él, silencioso, trémulo, reposó su cabeza sobre el pecho de la agonizante mujer y se entregó por completo a aquel reconfortante abrazo. Cuando sintió las débiles y enjutas manos sobre su cabeza intentando aún revolverle los cabellos como ella agitadamente lo hacía apenas unos cuantos meses antes, Santiago no pudo contener más las lágrimas que de mucho atrás llevaba dentro. Brotaron. Se escurrieron como silente manantial por sobre la flácida y delgada piel del pecho de aquella pobre mujer. Ella, aunque realmente sin poder hacerlo de verdad, sin siquiera lágrimas, también lloraba. Lloraba por dentro.

Hijo, — escuchó Santiago que dificultosamente balbuceaba su madre entre su seca tos y el perenne ahogo que hablar le causaba— si tú quieres ser escritor, no te preocupes, tienes mi bendición. Prométeme solamente que te dedicarás a ello con todo tu corazón. Que te esforzarás por ser un escritor noble, de buenos principios. Amante y practicante de la verdad, en todo momento.
¡Gracias, madre linda! ¡Claro que sí! ¡Claro que así lo haré! Te lo prometo. —respondió el joven.

Justo en ese momento, sintiendo que ella le abrazaba contra su regazo con todo el corazón que aún tenía, le escuchó decir —Entonces ¡que Dios te bendiga!, hijo mío. ¡Cuando lo logres, yo estaré aplaudiéndote! —

Súbitamente, aquel fuerte abrazo cesó.



FIN

2 comentarios:

  1. Le has encontrado el gusto a esto. Me alegro. A ver cuando veo publicado tu primer libro.

    Abrazos desde lejos para un hombre cercano

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  2. Tou, gracias. Acá en Guatemala es harto difícil, pues el valor de lectura es ínfimo. Además, no soy hombre de relaciones, y eso lo hace más difícil aún. Por ello ahora este medio, con la esperanza de tropezarme frente a un editor que luego me lea y le agrade, y entonces.

    ¿Y tú, cómo vas? ¿Qué tal el magnífico jardín? ¿Y el blog?

    Saludos.

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