viernes, 20 de marzo de 2015

El No. 9

Cuando a mi mente viene el recuerdo de aquel niño, no veo más que su pelo liso y aguado, aunque ordenado, puesto sobre su cabeza así, como sin querer ponerse sobre ella; también su mirar, pícaro y travieso, pero a la vez: ingenuo y diáfano. 
No recuerdo su nombre. Fue hace tantos años. Sin embargo, lo recuerdo porque recuerdo que le encantaban los globos. Y cuando quería alguno, con las yemas de sus dedos lo dibujaba ahí mismo, en el aire, y en el acto lo tenía. Recuerdo que dibujaba muchos más rojos que amarillos o azules, y ocasionalmente alguno verde, pero, sin duda, el rojo era su color favorito.
Era feliz cuando el viento se los arrebataba de entre sus manos y los arrastraba por la calle y los alejaba de donde él se encontraba. Sus pequeños pies parecían en cierto momento entonces montarse sobre la escoba de alguna bruja y emprender el vuelo raudo y veloz tras ellos, a ras de piso, en un vano intento por recuperarlos, pues los globos se iban. Se iban una y otra vez. Siempre. Y él, sin desánimo alguno más que el que la prisión podría proporcionarle a alguien de su edad, los dibujaba contra el aire con la yema de sus dedos una y otra vez. Siempre.
Alguien, no recuerdo quien, bautizó algún día aquel paraje del pueblo como el rincón de los globos, pues aquel niño vivaracho no cesaba un solo día en su entusiasmo por dibujarlos. De suerte los dibujaba inflados, pues imaginemos los cachetes que hubiera llegado a desarrollar de tanto soplar, de haberlos dibujado desinflados. Lejos de su rostro seco y blanco, gachupín, con tanta sopladera quizá algún día hubiera llegado a ser un niño cachetón y colorado. Afrancesado. Aunque siempre sonriente.
Sí. Su sonrisa inundaba los rincones de las casas del vecindario a lo largo del día, cuando en su trajín de dibujar globos y correr en pos de ellos, su alegría dibujada en… qué he dicho, sonrisas, no; eran carcajadas, carcajadas frescas y diáfanas como sólo un niño es capaz de parir, y entonces, aquellas se esparcían flotando entre cada uno de los pequeños rincones de aquel gran rincón de los globos.
Sí, aquel niño corrió, rio, gozó, fue feliz, sin duda. Como muchos. Como todos. A pesar que, como todos, su prisión tenía.
No me hubiera acordado de aquel niño a no ser por la conversación que recién tuve con alguien que lo rescató de entre mi memoria. Y lo revivió.
Cuando me preguntó por él, no supe qué decirle. En principio, que quizá había muerto. Que seguramente no corría más tras los globos y que aquellas carcajadas que recordábamos eran simplemente eso, una vago recuerdo de la felicidad de un niño que corre tras globos. 
No —insistió esa persona, —ese niño está ahí. Y hay que liberarlo —añadió.
Pero, aquel niño, ha de ser un viejo ahora —le contesté.
Sí, pero sé perfectamente que sigue teniendo el alma de niño —espetó, con no poca contundencia y mucha bronca.
Yo no atiné a responder algo, alguna pendejada o alguna sutileza, ante tanta fuerza y dureza en aquellas palabras, en aquel gesto. En aquel mirar.
De pronto recordé nuevamente a aquel niño. Y sí, lo vi. Seguía vivo. Seguía dibujando globos. Rojos, como los prefería. Y también corría tras ellos y su carcajada diáfana aún inundaba los rincones del rincón del globo. Sin embargo, más allá también de su pelo liso, aguado aunque ordenado, puesto sobre su cabeza así, como sin querer ponerse sobre ella, y su mirada pícara y traviesa, pero a la vez ingenua y diáfana, recordé también la cárcel en que ha estado prisionero.

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