CAPITÚLO II Luego de transitar a lo largo de muchas calles desoladas y frías, apenas alumbrando el sol y sin más autos que el camión en que íbamos, llegamos a la estación central del tren. Era las siete menos cuarto de la mañana. Y aunque el sol se esforzaba por iluminar, una perenne llovizna que caía de un cielo marmóreo daba un toque gris y frío a la mañana, contrastando de sobremanera con mi corazón, que irradiaba ilusión, luces, colores y felicidad. ¡Alegría total! Papá vestía su pantalón caqui de viaje, que era el mejor que tenía, y camisa blanca de manga corta y sombrero. Aunque también llevaba saco, se lo había quitado y lo llevaba colgando sobre su hombro. Se había rasurado la noche anterior. Mamá iba linda. Con un vestido de ligero algodón, decían ellos, y que papá le regaló para su cumpleaños. Era blanco con muchas florecitas color mandarina y sus hojas verdes. Le llegaba debajo de las rodillas. Pero ella sentía frío aún, como yo, por lo que no se había quitado su sweater...
_Chiles rellenos, huevos duros, gallina, pacayas envueltas ¿qué va a querer don? Seño, ¿le dejo su pollo frito? Tortillas con chorizo, con longaniza..._ El pregón de la aventura culinaria en la estación del tren, en Cocales, era amplio y diverso, tanto como urgente, pues a pesar que en la estación previa, en Escuintla, el osado menú era similar, en ese momento no tronaban aún las tripas como ahora, en esta estación, una hora después. La señora, de amplias dimensiones, con el enorme canasto a la cabeza, uno más en el brazo derecho y el recipiente con fresco de piña en el izquierdo, se bamboleaba en el corredor central del vagón tal si el tren estuviera en marcha. Claro, cuando la demanda excedía, asomaba su cabeza a la ventana y gritaba: nena, chiles, chiles. Y de inmediato la nena se asomaba a la ventana entregando el inventario necesario. De igual manera, las nesbits, las arcicolas y las delaware, las ofrecía el don que caminaba de ida y vuelta al lado de los vagones....
Esto es extraño. Recuerdo haber estado sentado a la orilla de la fuente, en el jardín, en casa. Escuchaba el trino de la aves y el ulular del viento que a su antojo mecía las rosas y las flores de pascua. Sin embargo, luego, no supe más; solo aquella blanca y brillante luz que veía hasta allá, al lejano fondo de aquel pasillo, el cual finalmente recorrí en todo su largo para finalmente llegar a su final. Ahora estoy acá, en una amplia sala llena de blanca luz; tiene un penetrante aroma a limpieza, a nuevo. Una mezcla entre cloro, amoníaco y plástico. Todo está reluciente. Pero de manera extraña no hay nadie y tampoco hay más que una mesa cuadrada al centro. No muy alta, quizás 40 centímetros desde el suelo. Sin sillas ni adornos ni ventanas. Sin embargo, escucho algunos sonidos, aunque meramente mecánicos. Como que alguien trapea o barre, quizá jala alguna gaveta. No sé, no logro identificarlo con precisión. Un redondo reloj verde grande, muy grande, es lo único que cuelga d...
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