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José Luis Elgueta Jegerlehner
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Absorto, intentando elucubrar las palabras adecuadas a tejer para darle color y forma, y vida, a aquella alfombra de letras que yo tejía con el anhelo fuera capaz, una vez terminada, de cargar en ella a mis más gratos lectores y llevarlos volando sobre aquellos hermosos parajes de los azules y altos montes Cuchumatanes, desde la Capellanía hasta la laguna Magdalena, el nacimiento del San Juan e incluso Todos Santos mismo, no prestaba mayor atención a mi rededor.
Esto de escribir, perdón, esto de tejer alfombras con palabras, entretiene, pero exige atención; por lo que suelo hacerlo por las noches, empezando poco antes de la medianoche, cuando ya nada ni nadie puede robar mi atención, y finalizando bastante después, aunque antes de que algo o alguien pueda robar mi atención.
Así, sentado frente al teclado, perdón nuevamente: frente a mis agujas de tejer alfombras con palabras, como a las 23:15 de anoche, recuerdo haber percibido un ligero soplo de aíre frío, gélido más bien, sobre mi oreja derecha, que de a poco bajó hacia mi yugular, desvaneciéndose por ahí. Sin embargo, en ese momento no le presté atención. Me acaparaba la alfombra voladora que con letras tejía.
Quizá doce o quizá quince minutos más adelante, sentí también flotaba en el ambiente un sutil aroma entre agrio y dulce, como de rosas marchitas, como las rosadas que tengo en el jardín, aunque no marchitas, pero también fue efímero. Sin embargo, cuando la pantalla, la alfombra, perdón, que yo me esforzaba en dotar de los colores y matices que me proponía, y de vida, de manera extraña empezó a parpadear, tenuemente en un principio, y de apoco a desvanecerse pálida frente a mí, supe que había algo más ahí conmigo, anoche, en esa habitación.
Intenté voltear a ver a mi rededor, y sí, recuerdo haberlo hecho hacia derecha un tanto, pero cuando volteaba para ver hacia izquierda y pasé mi vista por el frente, vi de pronto mis dedos, sí, mis dedos señores, empezando a ser cerosos, como de cera de candela, de las amarillas de antes, no de esas blancas endebles de ahora, y se derretían.
Sí, mis dedos, señores, mis dedos de carne y huesos a cada instante se hacían más y más líquidos, derritiéndose.
Sí, yo me derretía; todo yo, empezando por ellos, mis dedos, que ya se escurrían despacio y lentamente, pero se escurrían señores, entre los diminutos espacios de las teclas en el teclado, que por fin en ese momento vi ya no eran agujas, pero que tampoco podía soltarlo y menos aún desprenderme de él.
Con angustia, y sin creerlo, veía cómo de a poco solo me quedaba la masa de mis manos, ya sin dedos, aunque las tales masas de carne también empezaban a escurrirse derretidas dentro del teclado. Y yo sin poder levantarme siquiera, ni pedir auxilio, para no despertar a quien pudiera robar mi atención.
Me consideré perdido cuando mis manos completas, sí señores, todas mis manos completas desaparecían entre el teclado, y sin poder aún arrancármelo, empezaba entonces a tragarse mis muñecas. Huesos, venas, carne. Todo. Yo me estiraba hacia atrás con denuedo y esfuerzo, pero era en vano. Entre más lo intentaba, más me derretía.
De pronto vi que caían gotas de cera sobre el teclado, y viéndome la punta de la nariz, vi que también se derretía mi rostro. En breve, el teclado se estaba tragando mis codos y parte de mi nariz y del cachete derecho. Solo mi bigote se conservaba como tal, cayendo entre la cera los diminutos pelos revueltos entre ella. ¿O serían mis cejas?
Perdí las esperanzas por completo entonces, y me dejé llevar. Y desde entonces, vivo en ese teclado.
Dado que nadie supo más de mí y aquel teclado se veía limpio y lustroso, como nuevo, alguien de mi familia lo regaló.
¿Será el que tú usas?
LIBRE PARA COMPARTIR, Y YO: AGRADECIDO, MUY AGRADECIDO.
Voy a revisar mi teclado!! Para el pelo tu relato
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