El violinista dormido

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José Luis Elgueta Jegerlehner
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No llovía. Simplemente, en el ambiente flotaban diminutísimas partículas de gotas de agua que, siendo tan pequeñas, no alcanzaban a caer sino permanecían en el aíre danzando conforme el viento las llevaba, las traía y volvía a llevar, en un vaivén armónico que intentaba arrancarle lo marmóreo al cielo y darle un toque de magia, color y fantasía.

Sin duda, él lo vio así, pues de inmediato sacó su violín y su paraguas, aunque primero el último para resguardar al primero, y llevándoselo al hombro, empezó a rasgar sus cuerdas con el arco al mismísimo ritmo con que aquellas diminutas partículas danzaban.

Pero el viento era tan irregular que aquel violinista debía ir de prestissimos a lentos moderatos en un sí y un no, aunque cabía también un también, tanto como un otro. 

Pero esas notas, esa cuerdas vibrando, que en un instante parecían llorar, y al otro, reír y de pronto hasta morir, dotaron de tal encanto a la escena que lo marmóreo del cielo se vistió de tonos rosas, celestes, anaranjados y dorados, aunque las diminutas partículas de agua, embelesadas con aquellas notas que flotaban entre ellas, resistieron, y permanecieron danzando hasta que la noche cayó, cuando el violinista durmió.  



Agradecido, muy agradecido con su lectura. 









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