¿Frutas? ¡Frutazas!

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José Luis Elgueta Jegerlehner
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Corría el mes de marzo con sus calores y sus lluvias, pues en el pueblito así era, llovía aunque estuviera lloviendo; pero más cuando no llovía, ya que también entonces llovía. Los trece meses del año, decía él.

La temporada de mangos y de nances, de paternas y cushines, de mameyes, zapotes y mandarinas estaba en su apogeo. Y así, la casa toda se mantenía con esos aromas flotando desde el comedor y la cocina, donde solíamos guardar esas frutas que temprano recolectábamos de los árboles en el enorme campo trasero del que disponíamos.

A más tardar, a las 7 de la mañana, nos encontrábamos ya encaramados en las ramas de uno u otro de aquellos magníficos árboles recolectando sus frutas, aunque a veces imposibles de subir a causa de la lluvia misma, lo hacíamos con el largo garabato, cortándolas desde abajo, desde el suelo. Nunca, más de las necesarias para ese día, pues así todos los días disponíamos de fruta fresca, recién cortada, que había dormido en su árbol, nos ufanábamos.

Pero el árbol de mandarinas era por demás extraño. Había nacido y crecido al lado de un altísimo pero grueso tronco de un cedro, por lo que se me dificultaba llegar a algunas de sus ramas; sin embargo, como a 5 metros de él, una hermosa y amplia jacaranda de extensas ramas me lo permitía, y con el garabato, cortaba desde ella, 7 o 9 mandarinas de aquel.

Tal jacaranda, además, era el complemento morado perfecto para aquel lienzo de flores amarillas de palo blanco y rosadas y blancas de matilisguate, y de anaranjadas y jugosas mandarinas. 

Fueron años de frutas, de aromas, de magia. De campo y naturaleza. 

De vida.


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