¿Amanecer?
Aquella fue una noche excepcional. Sin estrellas, sin luna, sin reflejos y, lo peor de todo, sin gente con luces, era totalmente oscura; y por si fuera poco, se impuso a plena luz del día, contra el mismo sol. Sí, aquella oscuridad derrotó al mismo sol, y se impuso y extendió por lo que otrora fuera la ciudad despierta, de luces y destellos, de música, bailes y alegría para convertirla de la mañana a la noche en un moribundo barrio de quinto patio.
Cuando las campanas anunciaron las siete de la noche, la oscuridad era total, y si alguna ínfima luz se atrevía a intentar lucir apenas, de inmediato un soplo frío y gélido, tal la mortal gota fría valenciana, la arremolinaba y apagaba de tajo, sin que nadie supiera a ciencia cierta quién soplaba.
Los mortales, sin luz, sin vida, en pocas semanas empezaron a deambular mendigando un soplo, tan solo un soplo de aliento tibio y confortante que les devolviera un gajo de vida, aunque fuera tan solo una mísera lágrima de vida; pero no, la condena de la oscuridad había sido impuesta y nadie podía osar figurar con vida y ni siquiera fingir que vivía.
Y aunque la muerte no hacía acto de presencia, aquella impuesta ausencia de vida la imitaba a la perfección, una vez nada se movía y nada sucedía, salvo tenues luces a la distancia que por uno o dos segundos, y muy esporádicamente, intentaban lucir y titilar pero que inmediatamente eran extinguidas.
El quinto patio era un enorme sepulcro sin cruces que se extendía a lo largo y ancho del valle. Las otrora hermosas casas con chimenea y amplios jardines decorados con magníficas fuentes eran ahora marmóreos mausoleos donde las gentes vivían sin vida, cenicientos, viéndose unos a otros a la distancia sin emoción alguna.
Ellos, los muertos, que reitero no habían muerto, caminaban apenas cubiertos con raídos y sucios sueños y esperanzas rasgadas, cargando su propio espantajo, muerto sí, a sus espaldas. Lo llevaban cargando de un lado a otro, totalmente inerte y desanimado, como consuelo y compañía a su propio desánimo y falta de vida.
Y aunque en un principio todos anhelaban llegara el amanecer con algún tibio rayo de sol que les permitiera aunque fuese solo aquel gajo de vida, luego de varias semanas y meses en aquella gélida oscuridad, terminaron convenciéndose de que aquel nunca regresaría. Salvo dos o tres mantenían la esperanza, que aunque lejos de verde, también era cenicienta, una vez no recordaban ya por completo cómo era un amanecer.
Los años pasaron, y con ellos se fue yendo la mayoría de los muertos que años atrás, décadas atrás, habían empezado a desconocer lo que era vida, con lo que hasta aquella esperanza ceniza había desaparecido también. Y así, sin vida, sin colores y sin flores, sin sueños vivos, pues nada de eso se conocía, deambulaban desconociendo incluso, más allá de cómo era un amanecer, qué era un amanecer.
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