Mi mejor amigo!!!


Más que amigos, puedo presumir él era mi otro yo, hasta se llamaba igual que yo, por eso lo que ahora escribo y les cuento es como si yo mismo lo hubiera vivido.

Aquel era un buen tipo. Servicial con los amigos, músico y cantante, amenizaba a donde fuera. Alegre y media vida; campechano, como le llamamos allá en Mendoza a aquellos que sin mucho aspaviento o delicadeza, en cuanto tienen oportunidad, sacan su guitarra y se ponen a hacerla de trovador al lado de la fogata o del brasero, reuniendo en su rededor tanto a las más aterciopeladas voces como a las más ingratas y chillonas, aunque entusiastas y alegres todas, en tanto a la luz de la luna beben mate.

Además, deportista, aventurero y como él mismo decía: fiel  admirador y seguidor de Borges y del enorme Quiroga, sin ocultar su pasión por Hemingway.

Al lado de Carola, guapa, dulce y entusiasta esposa, y sus tres hijos, todos con grado universitario por la de Buenos Aires y maestrías en Europa, aquel se encontraba en la cima del mundo. Casi retirado.

Solía salir por las mañanas a caminar por las calles del vecindario día a día desde cuando... no sé, quizás 20, 25 años atrás. Tal vez 30. Haciéndolo siempre con el decoro que la autoestima le exigía y la billetera se lo permitiera, por lo que de manera habitual vestía con tenis y pants. Nunca de rimbombante marca comercial como a algunos encanta; pero sí de buena calidad, como aquella modesta autoestima exigía y la billetera aguantaba.

Sin embargo, en algún momento durante los últimos ocho meses, como consecuencia de las altas temperaturas que empezaron a azotar la región, dejó de usar camisa o tshirt, y empezó a salir a caminar con el torso desnudo. Su hijo mayor no parecía muy cómodo con aquella decisión, pero guardaba silencio. Solo a mí me lo contó.

Alguna vez, recuerdo, y no fue hace mucho, supe que las piernas le flaquearon en tanto caminaba subiendo una leve cuesta ahí, en la colonia, y no tuvo más remedio que dejarse caer sobre la grama del arriate al lado de calle; sin embargo, para su infortunio, en ese mismo instante salía de su garaje uno de los vecinos del área en su auto, y sus perros se escaparon. Estos, al verlo tirado sobre la grama, lo atacaron con claras intenciones de morderlo.

A pesar que ese vecino era en realidad desagradable, se comedió a salir pronto del auto y ahuyentar a sus perros hasta someterlos al orden adentro del garaje; sin embargo, el daño estaba hecho, pues con sus afilados dientes y garras rompieron las mangas del pants que aquel llevaba; aunque por suerte no sus carnes ni sus huesos, pues ya se imaginan. Sin embargo, el pants, el pants de su predilección, de rodillas hacia abajo no era entonces más que un montón de tiras de tela, lo que lo hacía casi inservible, salvo como pantaloneta, una vez la pequeña rasgadura a la altura de la pierna causada también por las fauces de aquellos feroces no era muy notoria.    

De no ser por su arraigada costumbre de salir a caminar, seguramente no lo hubiera vuelto a hacer, sin embargo, luego de dos o tres días, retomó aquella rutina. Aunque entonces, más allá de con el torso descubierto por completo, también con las pantorrillas al aíre, pues aquellos tirones de la tela del pants los recortó burdamente con una tijera y lo usaba ahora como pantaloneta. Sí, en ese momento aquel vestía ya solo tenis y pantaloneta. A pesar de la insistencia de Carola porque usará alguno de los pants sin estrenar que guardaba en el closet.

Sobre su rostro, los tibios rayos del sol y ocasionales ráfagas de viento que mecían suavemente los arbustos y las copas de los arboles circundantes convirtieron en una enorme y placentera delicia para él; sin embargo, de a poco, cada vez más. Y más. Al extremo que los pensaba por la tarde y los soñaba por la noche con la ilusión de encontrarlos la mañana siguiente, lo cual le apresuraba entonces a emprender la rutinaria caminata, la cual ya iniciaba cerca de media hora antes de lo acostumbrado. 

En otra oportunidad, según me contó Carola, aquel le dijo que inadvertidamente se percató de que caminaba por una parte nueva de aquel añejo vecindario. De hecho, le habría dicho a ella que estaban construyendo nuevas calles en el mismo. Cuando ella me lo contó, no le di mayor importancia, máxime que yo sabía no era cierto. Nada nuevo se estaba construyendo en aquel vecindario.

Al cabo de dos o tres semanas, nos pusimos de acuerdo por teléfono la noche anterior y le acompañé a la mañana siguiente en su caminata. Cuando nos reunimos en la calle, en la esquina de la iglesia, lo vi muy animado, con un inusitado entusiasmo en sus ojos; sin embargo, noté que su pantaloneta y sus tenis estaban sucios. Sí, la misma pantaloneta aún, la cual no había modo Carola lo convenciera de ya no usar. Pero sin duda, no los habían lavado. Así mismo, su barba y su cabello empezaban a notarse más largos que de costumbre. No se afeitaba ni habría acudido a su barbero como mensualmente lo hacía. Empezamos a caminar cuando de pronto, yendo por los conocidos recovecos de la misma me dice —Mira, esta es la parte nueva de que te hablé.

Yo vivía muy cerca de aquel, por lo que conocía muy bien el vecindario, razón por la que su comentario me extrañó, pues esa parte del barrio no había sido tocada ni modificada en lo más mínimo al menos durante los últimos tres o cuatro años. Cuando se lo hice ver, su respuesta me dejó pensando. —Tienes razón —fue todo lo que dijo, sin detener su caminata.

De a poco, yo percibía que aquel empezaba a construir otro mundo distinto dentro de su habitual mundo, y que paulatinamente, ese nuevo iba ocupando cada vez más espacio dentro de conocido habitual, reduciendo este último.

Sus caminatas matutinas que solían ser de 45 a 55 minutos de pronto se prolongaron a hora y media y casi dos; y según me contaban otros amigos, lo veían caminando tan lejos como tres o cuatro kilómetros fuera del vecindario. Siempre con el torso y las pantorrillas desnudas, barbado, desaliñado y con el pelo bastante más largo de lo habitual. Y evidentemente ya no se ocupaba en lo mínimo por lavar aquella indumentaria. De hecho, Carola lo hacía a escondidas de él, a la vez que le suplicaba fuera al barbero, pero él, ofreciendo que lo haría, nunca lo hacía.

Ya era tema de preocupante conversación en la familia la extraña conducta de aquel, al extremo que no pocas veces me invitaron para darles mi opinión. Por supuesto, por respeto a mi amigo, siempre traté de ser cauto y no ofenderlo.    

Sin embargo, pocos días después, alguna tarde de jueves cuando salí a tomar el mate con otro amigo, al pasar caminando frente a la barbería del parque Patricios, de reojo vi en sus espejos a mi amigo pasando enfrente. Mi sorpresa fue enorme, una vez yo sabía que aquel no podía estar ahí. Pero ahí estaba. Me detuve y me acerqué a aquellos amplios espejos. Y para mi sorpresa, aquel hizo lo mismo. No hasta cuando lo tuve justo a diez o doce pulgadas de distancia reaccioné. 

Frente a mí estaba un viejo amigo, mi mejor amigo quizá. Yo lo reconocía. Sin embargo, ahora lucía sucias barbas enmarañadas y cabellos desordenados, ojos vivos, colorados y saltones y extasiada sonrisa. Me preguntaba a mí mismo qué le habría sucedido. Quise hablarle, pero no pude. La imagen que se reflejaba en aquel simplemente me miraba sonriente aunque sin verme, totalmente despreocupado y ajeno a mí. 

Finalmente me convencí. Aquel amigo que yo veía ahí era yo. Estábamos ahí los dos, pero ni uno ni otro era aquel alegre anfitrión de dos años atrás.

Lo llamé por mi nombre, y entonces algo cambió en él. De aquella risa fuera de sí, se puso serio, dubitativo, y finalmente me vio con atención, como reconociéndome, y de pronto sus ojos estallaron en un júbilo de alegría y lágrimas que nos incitó a abrazarnos, y justo entonces, hicimos añicos el espejo. 



 

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