Prisci!!!


La pequeña Prisci, con sus cabellos primorosamente peinados, su dulce carita sonriente, de conquista y de triunfo, de entusiasmo, vistiendo su largo vestido de algodón color azul y hermosas margaritas estampadas salió corriendo hacia su abuelo cuando lo vio llegar. Luego de correr trastrabillando con sus endebles piernas los doce o quince metros desde casa hasta la puerta de blancos maderos en la verja de la granja, con sus pequeños brazos alzados hacia él, cuando finalmente estuvo a su lado, ambos se fundieron en un abrazo de alegría y felicidad. El abuelo la cargó, dándole varias vueltas en el aíre y dándole besos reiteradamente en sus cabellos ya un tanto desaliñados. Sabían que irían a recorrer mundo. Así, una vez la algarabía del encuentro, el abuelo tomó a la enorme guerrera de su pequeña mano y, bajo aquel cielo brillante de tibio sol matutino, empezaron a caminar sobre la mullida y fresca grama verde de aquel extenso campo en el bosque, en pos de una mariquita. Tenía que ser una mariquita color rojo para que las margaritas amarillas del vestido azul de Prisci resaltarán en la estampa. 

Buscaban de flor en flor, la chiquita alargando sus manos para tomarlas de su tallo y ver con atención en cada uno de los pétalos aún con fresco rocío matinal cuando finalmente la encontró. Posaba sobre el blanco de una flor de pascua; con alegría avisó a su abuelo, aunque este estaba a su lado, pero en ese momento se arrodillo para conversar con la mariquita y acordaron los términos para realizar aquel viaje fantástico que realizarían. Se llamaba Teresa, y de inmediato montaron en ella y esta emprendió vuelo.

Aquel cabello primorosamente peinado con que su mamá le había permitido correr hacia su abuelo recobró de inmediato su natural desorden, y así, se esparcían por los aíres conforme la mariquita volaba hacia arriba o hacia abajo, o a izquierda o a derecha. Pero era la sonrisa de Prisci, sus carcajadas y el frenesí de su emoción lo que al abuelo, sentado a su lado, realmente deleitaba. La felicidad de aquella princesa, su princesa, no tenía precio. 

Habían acordado recorrer primero el extenso campo al lado de la casa de granja, donde Teresa los llevó luego de aquellas blancas flores de pascuas a las moradas del nazareno e inmediatamente después a las color lila de la buganvilia, aunque cuidando de no rozar o tocar sus espinas. Prisci iba feliz. Maravillada y sorprendida, viendo y descubriendo así, cerquísima, aquellas coloridas flores cuyos brillos y tonos se impregnaban en su mejillas, con la que su pequeño rostro, amén de sonriente y feliz, reflejaba los colores de cada una de aquellas flores conforme se acercaban.

Luego, la mariquita, Teresa, los llevó al árbol de aromáticas naranjas, donde a ratos se posaba sobre ellas para descansar, momentos que Prisci aprovechaba para dar un suave pizco a las aromática cáscaras y olerlas en toda su dimensión acercándoselas a su diminuta nariz. Sus vivarachos ojos relucían entonces aún más vivarachos, y en tono de complicidad le sonreía al abuelo, quien sin decir palabra alguna simplemente se regocijaba con aquel regocijo de su muchachita, a quien ocasionalmente debía quitarle algunos cabellos frente a sus ojos, pues ya nada quedaba de aquel primoroso peinado.

Desde el árbol de naranjas, dado que estaba al lado, pasaron al verde, verde de aguacates, donde Prisci ya no pudiendo pizcar algo, debió conformarse con lo que su abuelo le decía de hacer guacamole para los hot dogs durante el almuerzo. Ella, evidentemente no comprendía del todo, pero ya sabría durante el almuerzo de qué hablaba aquel viejito a su lado. 

A pocos metros se encontraba la fuente, y dado que Teresa tenía sed, los llevó a ella. A sus orillas, donde acercándose al agua pero cuidando que Prisci y su abuelo no se cayeran, bebió en abundancia dos gotas de refrescante agua, con lo que sació su sed. En ese instante, cuando la mariquita bebía, Prisci se vio reflejada sonriente y vivaracha en aquel remanso de agua, así como también vio sus cabellos desordenados, por lo que intentó acomodárselos con su pequeña mano, al mismo tiempo que en ese reflejo del agua veía a su lado, sentado y feliz como un niño, a su abuelo.

Ese breve descanso dio nuevas energías a Teresa, con lo que de inmediato salió rauda y veloz hacia las otras plantas del jardín. Volaban sobre los rosales rumbo a la hermosa jacaranda lila cuando de pronto apareció intempestivamente un enorme ave negra, espeluznante; su trino era en realidad un canto ronco, ahogado, que causaba terror. La mariquita de inmediato resopló con fuerzas y agitó sus minúsculas alas con mayor velocidad para escapar de aquella, que devorársela quería. Pasaban aleteando vertiginosamente entre las rosas de los rosales y las flores de las azaleas , pues ahí era más difícil para aquella horrible ave lograr su cometido, sin embargo, no podía detenerse pues sería el fin, con lo que debía salir a campo abierto a cada poco. El abuelo, en defensa de su nieta, de su princesa, y de la mariquita, sacó su bastón, y de pie sobre Teresa, empezó a blandirlo contra aquella amenazadora ave, sin embargo, no lograba alejarla. Prisci se aferraba con fuerza a la mariquita, pero viendo que su abuelo no podía contra aquella extraña y horripilante ave, sacó de entre su bolsa un spray de pimienta y lo roció en el pico y los ojos de aquella. Una vez, dos veces, y la tercera fue la vencida. Finalmente, aquella horripilante ave se alejó.

Abuelo y nieta brincaron y chocaron sus manos en señal de victoria, y la mariquita, agradecida, les sonrió. Los tres estaban a salvo ahora; pero no podían descuidarse nuevamente. Sin embargo, el abuelo sabía que Prisci quería seguir en la aventura, por lo que cuando llegaron a la otra buganvilia, la color fresa, y vio que ahí estaba un colibrí, le preguntó si él podría llevarlos un poco más lejos, quizá hasta el río que pasaba cercano. Aquel accedió con una sonrisa de pico a pico. Con lo que luego de agradecer a Teresa el paseo, y ella, por haberle salvado la vida, ellos, abuelo y nieta, montaron sobre Quincho, el colibrí, y continuaron su aventura.

Prisci se veía preciosa con su vestido azul y sus margaritas amarillas sobre aquella ave. Además, iban más cómodos con el abuelo, pues había más espacio donde sentarse y sujetarse mejor. Eso sí, la velocidad y el viento alborotaban ahora los cabellos de Prisci tanto como arrugaban sus rosadas mejillas y le obligaban a cerrar sus ojitos, con lo que el abuelo le pidió a Quincho volara más despacio. Una vez estuvieron en sintonía, se dirigieron al río. Luego de pasar sobre las altas copas de árboles de mango y jacarandas, llegaron a sus riberas. Prisci, desde las alturas, contemplaba feliz aquel río de Titas, las gotitas, que transparentes y alegres iban y venían corriendo suavemente entre piedras y troncos, a la vez que soltando destellos del reflejo del sol.

Pronto el colibrí descendió sobre una piedra y, luego de acordar volvería por ellos en media hora, alzó vuelo nuevamente y desapareció raudo y nervioso entre las altas copas de aquellos imponentes árboles circundantes.

Una tortuga estaba ahí, al lado de la piedra aunque entre el agua y sin nada qué hacer, según vio el abuelo, por lo que le preguntó si podría llevarlos de paseo en el río. —Está bien, —le respondió, —si no tienen prisa. —Agregó. 

—No, para nada —respondió el abuelo.

Y así, en cuatro segundos, Prisci y su abuelo estaban ahora cómodamente sentados sobre la caparazón de Venecia, que así se llamaba aquella diligente tortuga que ahora nadaba y flotaba sobre las aguas del río, rumbo a donde aquel nacía, allá, entre las lejanas montañas.

Prisci nunca había estado ahí, con lo que conocer las verdes ranas croando y saltando a las orillas, los pececitos grises y azules nadando entre el agua y sí, también a Tita, la gotita, que entonces estaba relajada, la maravillaron. Era su primera vez en el río, y su rostro enigmático, sonriente, nervioso, dulce y de sorpresa a la vez, denotaban que disfrutaba de la experiencia. De hecho, ansiaba lanzarse al agua y nadar junto a todos esos nuevos amiguitos que descubría. 

Una docena de mariposas color turquesa pasaron volando muy cerca de ellos, tanto que Prisci estuvo a punto de estirar sus brazos para agarrar alguna, pero pronto pensó que eran bellas en tanto volaban. Era su libertad la que las hacía bellas.

Ocasionalmente ella, inclinándose peligrosamente, metía sus manos entre el agua, en tanto Venecia se esforzaba por mantener el equilibrio para que ella no cayera, sin embargo, el abuelo, que empezaba a ser niño nuevamente, se balanceó repentinamente sobre Venecia e inclinó su caparazón para que Prisci cayera al agua, y con ella, él. La dulce y luchona guerrera estaba más feliz aún, pero sospechaba que su abuelo había hecho alguna trampa, pues lo veía así como ya lo había visto antes, con alguna complicidad. Ahora ambos chapoteaban entre el agua bajo la mirada incrédula y perpleja de Venecia, sin embargo, en esas, el abuelo se percató que la mamá de Prisci lo regañaría por mojar a su chiquita, por lo que pensó en sacarla del río inmediatamente y ponerla a secar sobre alguna piedra, pero de pronto advirtió: !será después, entre tanto, divirtámonos¡ Y que siga la aventura. Era otro niño.

Las aguas, aunque corrían, eran más bien calmas, y con muchos peces yendo y viniendo. Algunas enormes flores blancas flotando encima, en la superficie, según veían desde abajo. En esas, un pececito se acercó a Prisci y le ofreció llevarla a conocer los recovecos del río, a lo que ella, emocionada, volteó a ver a su abuelo en señal de aprobación, pero este, ni lento ni perezoso, buscó otro pececito para acompañarla, y así, ambos, fueron en pos de más aventuras, ahora bajo las aguas de aquel río.

La chiquita linda tuvo oportunidad entonces de conocer también cangrejos, otros peces de varios colores y tamaños, pequeños renacuajos y hasta un nido de huevos de rana. Un mundo completamente diferente al que conocía, allá afuera, en la granja. Sin embargo, inesperadamente, de entre las profundidades del río surgió otro enorme pez de afilados dientes y empezó a perseguirlos, tal como lo había hecho aquella ave negra, salvo que ahora no llevaba el abuelo su espada ni ella su spray de pimienta, pues los habían dejado sobre la piedra. El enorme y hambriento pez los perseguía en tanto ellos montados en los pequeños pececitos que huían despavoridos. Estos se escabullían entre estrechos túneles y promontorios de guijarros, corrientes de agua y troncos ahí en el lecho del río, pero aquel pez era poderoso y malvado, y rompía con todo aquello donde ellos se refugiaban. Hasta cuando a uno de los pececitos se le ocurrió nadar directamente contra la corriente, y uno detrás del otro subieron varias cascadas y saltos de agua que de a poco eran más altas y verticales, hasta donde aquel bagre pesado no pudo subir más, y así los pequeños salmones no solo se salvaron sino también a Prisci y su abuelo. Pero cansados en extremo, se disculparon con estos y les pidieron bajarse, pues ya no soportaban más su peso. Así, Prisci y el abuelo se quedaron sobre otra piedra, varios metros río arriba de donde el colibrí los había dejado media hora antes.

El abuelo, viendo el panorama y analizando la situación en que se encontraban, dedujo que el colibrí no los encontraría, por lo que se dispuso a buscar otra manera de regresar a la granja. Y entonces, entre los cañaverales a derecha, el trino dulce y suave de una parvada de azulejos le dio motivos para sonreír. Estaban a salvo. 

Prisci, al cabo de algunos minutos, estaba completamente seca hasta del cabello, al igual que el abuelo, y en compañía de una veintena de azulejos surcaron entonces los cielos y se dirigieron hacia la granja, donde papá y mamá, y las tías y primas de Prisci, que llegaban de visita, les esperaban con sendos panes tostados con miel y taza de chocolate. 

Cuando Prisci vio a sus primas, se soltó de la mano del abuelo y fue corriendo hacia ellas. Se abrazaron con alegría ella y les empezó a contar su aventura. Tan increíble era que aquellas le pidieron las llevara el siguiente día. Y así lo hicieron. Ya les contaré, porque yo las vi. 




Comentarios

  1. Que belleza de lectura, las aventuras de un abuelo y su nietecita. Un tierno y dulce relato. GRACIAS.

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  2. No hay nada como un abuelo que sepa contar cuentos...gracias Güicho por hacernos sentir niños de nuevo

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