Nicanor!

Juan, qué bueno que has venido. Nicanor ha preguntado por ti ya varias veces.

—Gracias. Sí, recién me enteré y decidí venir de inmediato. ¿Está muy mal?

—Pues a decir del médico, una vez no haga esfuerzo alguno estará bien, pero con sólo caminar tres o cuatro pasos se descompone totalmente. Como que se asfixia. No sé, es algo complicado. Ve a saludarlo. Estréchale la mano y háblale fuerte, pues no oye muy bien. Ve, salúdalo y procura reconfortarlo. Es por ti por quien más ha preguntado.

—Bien. Vuelvo enseguida.

—Sí, mira, ahí están sus hijos también, junto a Karina. Aprovecha y salúdalos.

Nicanor, sin querer acercarse por el peso de la amistad, se acercó a aquel núcleo que entonces lucía desperdigado. 

—Hola Nicanor. 

—Hola Karina. Hola mija. Hola Sebastián.

—Juan, que bueno que vino. Mi papá ha estado preguntando por usted desde anoche.

Si mija, ya me contaron. Enseguida voy a hablarle, sólo quise saludarlos antes a ustedes. ¿Cómo están?

—Pues ya te imaginas, Juan. Nicanor y Sebastián llegaron anoche desde la capital. Leticia está de vacaciones, por casualidad.

—Bueno, lo importante es que la familia está reunida. ¿Qué ha dicho el médico?

—Pues que en tanto Nica esté acostado, estará bien, pues el problema parece ser un pulmón colapsado y una dolencia cardiaca que le impide realizar cualquier actividad por leve que parezca.

—Eso está mal de verdad, Karina. Y de curación o recuperación, ¿qué dice? ¿Hay esperanza?

No Juan, ya no hay remedio. Es probable que fallezca de paro respiratorio o infarto de un momento a otro; aunque puede ser que sobreviva durante meses, incluso hasta uno o dos años, según dice el médico, ante varios casos similares que ha atendido.

—Ah... si nos hubiera hecho caso. Siempre le dijimos que el trabajo en la mina no era bueno, pero necio que siempre fue. Que la tradición, que los tatarabuelos, que los bisabuelos, los abuelos y su papá, todos mineros, y él no podía fallarles. Vaya tradición. 

—Sí, mis antepasados también fueron mineros. Y casi todos terminaron en similares condiciones. No sabes cuánto lo lamento, Karina. Y tu Nicanor, como hijo mayor, ni se te vaya a ocurrir ir a trabajar a la mina.

—No, Juan, Para nada. Yo estoy estudiando Derecho y ya cierro este año.

—Qué bien. Me alegra mucho. Bueno, ahora sí, voy a saludar a tu papá. Con permiso.

La habitación, a media luz por las cortinas corridas y con un sutil aroma a dolor y lágrimas contenidas flotando en el ambiente, recibió a Juan. En la esquina, al otro lado de la ventana, postrado sobre la cama, aquel gran amigo de toda la vida sobrevivía en el ocaso de su madurez, con escasas posibilidades de llegar a viejo.  

—Nicanor... Nicanor... me escuchas. Soy Juan.

—Juan, mi amigo del alma, mi hermano, qué bueno que... —la tos y la emoción interrumpen la respuesta.

—Calma Nicanor, tranquilo, no hables. Sólo quiero que sepas que estoy aquí.

—No mi amigo, hablarte... cof, cof, cof,  es una dicha que no puedo dejar pasar. Aunque... cof, cof, cof, sea lo último que haga. ¿Cómo has estado? ¿Cómo está Melisa? ¿Aún tiene sus perritos?

Los ojos de Nicanor repentinamente habían adquirido el maravilloso brillo de la ilusión. Quizá su postrera, pero ilusión al fin. Y Juan, cuyos ojos se inundaban en lágrimas que no podía derramar, realizaba severo esfuerzo por contenerse y no demostrar su debilidad ante el deteriorado estado de salud en que encontraba a su amigo y, más aún, ante lo inaudito que le resultaba ser capaz de brindarle, aunque postrero como hemos dicho, aquel maravilloso brillo a los ojos de su amigo de toda la vida. Era el más maravilloso regalo que la vida le daba en ese momento a Juan, a pesar de que también contenía los últimos hálitos de su querido amigo. Y es que, ¿qué más grande que ser uno ilusión de alguien?

—Juan... Juan...

—Sí Nicanor, aquí estoy. Dime.

—Ya sé que estás aquí, pero quería saber... cof, cof, cof, si me escuchas.

—Pues claro que te escucho. Siempre fuiste el más gritón.

—Cof, cof, ja, ja, ja, cof, cof, ja, ja, cof Aún soy el más gritón.

—Sí, Nicanor.

—Juan, dime pues ¿cómo... cof, cof, cof, está Melisa, y tus hijos, y tus caballos Juan? Cof, cof, cof, Cuánto los has querido, ¿verdad?

 —Pues Melisa está bien, Nicanor. Ya sabes, siempre en cosas de mujeres. Que esto, que aquello, que lo otro. Pero bien, como te digo. Y los muchachos, pues creciendo. Juan está por salir de ingeniero, Martita recién estrenándose como mamá, pues acaba de nacer su primer hijo y Laurita, aún estudiando.

—Los quiero mucho, Juan. A todos ustedes. —Dijo el amigo moribundo con los ojos brillantes como soles y húmedos como pilas. Lloraba. Lloraba de emoción, de ilusión, de amor. Cof, cof, cof… —Y tus caballos, Juan, cómo están tus caballos, cuéntame.

—Nicanor, los caballos están bien. Te acuerdas del alazán. Al que bautizaste como Alacrán... Ahora es el rey de la manada. Es mi semental. Y mando su semilla hasta allá, a los Estados Unidos. ¿Qué tal! Tenes buen ojo para eso. Ojalá y puedas ir a ayudarme algún día.

—Ja, ja, cof, cof, ja ja, cof, cof. Juan, ayúdame a sentarme. Tengo que abrazarte aún erguido. Como siempre te recibí y tú siempre me recibiste. Por favor, cof, cof, cof, ayúdame.

Una vez erguido, aunque a medias, los dos hombres se fundieron en sendo abrazo. Y al oído, y con perfecta claridad, dijo: Juan, no fue la mina. Por Dios que no. En ella tuve los años más felices de mi vida, por favor, no le achaquen mi dolor ni mi muerte.

—Nicanor, no soy yo quien lo dice.

—Juan, por favor, cof, cof, cof, ella fue como mi segunda esposa. Por favor, cof, cof, cof, aghhh, no permitas que la critiquen ni la maldigan, aghhh.

El abrazo cesó sin más, y entre los brazos de Juan el cuerpo aguado de Nicanor se le resbaló hacia su postrer morada. 



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