Tinta!!!
Al sentarme a escribir, sin percatarme, me senté sobre la pluma y la quebré. ¡Qué desgracia! Otro de mis más preciados tesoros. La conservaba desde cuando supe mi abuelo la usaba en tanto dirigía el liceo allá, en Xela, a principios de siglo pasado, en aquel hermoso edificio de cien ventanas donde hoy algunas damas y otras no tan damas seguramente cumplen condena penal, sea que lo hayan hecho o no. Aunque como la vida lo exige, sin duda entre placenteros cuentos, chismes y algunos pocos cariños pecaminosos, sin embargo, cariñosos. Pero bueno, eso fue vivaracho un siglo y otra decena de años atrás. Sí, lo de mi abuelo dirigiendo aquel; más o menos en los mismos años cuando el Sesostris encalló en las playas de Ocós, albergaba a decenas de católicos expulsados por Pancho Villa y su novelesca revolución en México y... y... y... proporcionaba energía a aquel pueblo, hoy recóndito y delincuencial pero entonces conclave del desarrollo nacional, una vez contaba con puerto, muelle y línea férrea, gracias a los caficultores del área para dar salida al mejor café del mundo: el de Guatemala, y de paso, al mejor de Guatemala, el de el alto Tumbador.
Sin embargo, contándoles lo que vengo a contarles, el hecho de haber quebrado la pluma es lo de menos, ya que una vez abrí mi billetera, vi no tenía quetzales suficientes para comprar tinta y seguir escribiendo con el canutero que reemplazaría a la pluma, por de pronto. Vaya infortunio para alguien que escribe quedarse sin tinta. Es como quitarle el oxígeno al buzo, la cámara a mi sobrino, el fotógrafo. O los besos de Teresa al escritor sediento de amor.
Pero lo peor, o lo mejor, aún no lo sabía en ese instante, fue cuando vi el calendario, y en él, mi próximo ocaso. Mi inminente ocaso, según sabía de tres veintenas de años atrás, cuando leí a Platón en su Fedón.
Acercarme a ese postrer destino sin la tinta necesaria para gritar mi renuncia a morir como escritor me mataba. El dolor, la angustia de no poder contarle a mis amigos, a ustedes, que esto de empuñar la pluma moría, me hacía sentir haber llegado aún con vida al mismísimo caldero ardiente de las profundidades.
No tener un solo frasco de tinta, de ningún color, era peor que no tener sangre entre mis venas. Sí, si como escritor se puede alcanzar la inmortalidad, poco o nada importa el cuerpo muera; pero sin tinta, el escritor muere antes, y luego... ya nada importa.
Desesperación y llanto se apoderaron de mi yo escritor. Sin embargo, no podía gritar tan fuerte como con mi pluma y la tinta lo hice tantas veces. Lágrimas, por cientos, fluían de mis ojos derramándose cascada de río sobre mi marchito rostro. Pretendían, creo, salvarlo y darle vida; sí, a mi rostro. A mí. Y fue eso precisamente lo que me alumbró, y entonces lloré con todas mis fuerzas y gran alegría, a la vez que una a una recogía mis lágrimas y las colocaba en el tintero.
Finalmente tenía tinta, y aunque no suficiente como para escribir alguna novela, sí para sobrevivir ese día.
✍️un tesoro
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