El colibrí de Antigua

 Todas las tardes, exactamente a la misma hora, allá en la Antigua, un alegre y activo colibrí visitaba la blanca casa de dos pisos y dos siglos de la familia Hernández.

 

De aquí a allá, yendo y viniendo velozmente, aquel pajarillo se dedicaba a picotear todas y cada una de las flores de la buganvilla color fucsia que por afuera cubrían aquella blanca casa. Pero, además, siempre, antes de emprender su fugaz retirada, el frágil y danzarín pajarillo se situaba al frente de la ventana de la habitación de Luis Pedro. Ahí, justo en el centro de aquella, batiendo frenéticamente sus pequeñas alas durante algunos segundos y moviendo su cabeza de izquierda a derecha, veía reiteradamente hacia adentro de la habitación, cual si buscara algo. Luego, nervioso, desaparecía vertiginosamente por entre los rojos techos de teja de las vecindades.

 Días atrás, cuando Luis Pedro lo vio por primera vez, por cierto, tan solo de reojo pues prestaba suma atención al lienzo que ante sí tenía desplegado para pintar las Ruinas de Capuchinas que le habían encomendado, pensó que se trataba de una pringa más de las muchas que la naturaleza derrocha en aquella ciudad colonial; sin embargo, luego de casi dos semanas durante las cuales aquel extraño ritual se repitió día a día con acérrima puntualidad, el enigmático pajarillo principió a tejerle dudas e interrogantes. Máxime cuando percibió que aquel extraño colibrí, lejos de parecerle que buscaba algo, era precisamente a él a quien intentaba ver dentro de aquella habitación. —Cómo que quisiese decirme algo. —Pensó en algún momento, sumamente sorprendido y confuso.

 Ante el extraño comportamiento del frágil pajarillo, por las noches, sentado en su amplio sillón a la orilla de la chimenea, Luis Pedro se preguntaba ¿Qué querrá? —

 Estando en esas, pronto se percató que de tantas veces que había visto a aquel colibrí asomarse a la ventana y quedarse suspendido en el aire, lo tenía grabado en su memoria. ¿Será que quiere que lo pinte? ¿Estará posando?— se preguntó entonces.

Así, sin darle más vueltas al asunto, al siguiente día, en cuanto asomó el sol sobre las montañas circundantes, el joven artista tomó su caballete y lo situó justo frente a aquella ventana.

Habiendo pintado con anterioridad ya varias decenas de veces aquel entorno, le bastaron pocos minutos para reproducir con hábiles y precisos paletazos la pared encalada, el vetusto marco de madera de caoba, un ramo con hojas y flores de buganvilla color fucsia que parecían pender desde el techo y, de fondo, el celeste cielo. Al lado izquierdo, una sección de las faldas del volcán de Agua desvaneciéndose hacia arriba y hacia afuera del cuadro para que la imaginación de quien contemplara aquella pintura las continuara hasta la cima misma. Luego, salpicadas aquí y allá, utilizando el doranjado, pintó en lontananza tres nubes de crepúsculo en diciembre. Desde un principio había seleccionado, justo a la derecha, el espacio donde el siguiente lunes pintaría al extraño colibrí que él percibía que lo miraba.

Entre tanto, a lo largo de esa semana el extraño colibrí continuó apareciendo tan puntual como la primera vez. Repetía su ritual exactamente igual que los ya casi veinte días que llevaba haciéndolo. Luis Pedro cada vez se convencía más de que era a él precisamente a quien aquel colibrí veía cuando se asomaba a la ventana.

Así, cuando la delgada punta de la paleta se humedeció por primera vez con el óleo color verde esmeralda que llevaban las plumas del dorso de aquel misterioso visitante, Luis Pedro, con cautos y precisos trazos, principió a plasmar de memoria aquella colorida imagen del alegre y alocado colibrí.

Pintando tan solo las pequeñas alas pasaba del óleo verde esmeralda al verde musgo, luego al amarillo tierno, unos toques de negro y un poco de blanco. Para la cabeza, azul marino, celeste mar, un poco de turquesa y algo más de blanco porcelana. Aplicó algunos sutiles toques de marrón y de negro para el pico y un sin fin de toques color gris perla para formar las plumas del pecho. Captar el movimiento de las alas de aquel pajarillo batiéndose con energía frente a su ventana le resultaba sumamente difícil; sin embargo, en cada pintada, en cada trazo, la satisfacción que su rostro reflejaba  confirmaba que lo lograba.

 Entre acercándose y alejándose muchas veces del lienzo para alcanzar la perspectiva precisa del instante que llevaba grabado en su memoria, y mil y un sin fin más de cautos paletazos, lograba casi dotar de vida a aquel asiduo visitante.

Al caer la tarde, Luis Pedro suspendió la faena y principió a limpiar y guardar sus utensilios. Habiendo colocado un trapo sobre su obra para que no se viera inconclusa, se dispuso a esperar pacientemente a que aquel escrupuloso y distinguido visitante llegara.

Puntual, como a lo largo de ya casi un mes, el colibrí apareció chupando de flor en flor las dulces mieles. Primero una, luego otra, después una más, hasta que evidentemente saciado subió a la altura de la ventana y nuevamente se posó al centro. Luis Pedro extendió sus brazos y abrió la palma de sus manos invitándole a que se posara en ellas, sin embargo, aquel, luego de tres o cuatro segundos, como siempre, alzó su fugaz vuelo y desapareció por entre las cornisas de las casas vecinas.

Prontamente el sol comenzó a ocultarse tras las faldas del volcán, y paulatinamente el fresco que bajaba de la montaña se dejó sentir con intensidad. Luis Pedro vertió entonces chocolate caliente en una taza y prendió fuego en la chimenea a algunos cuantos troncos de ciprés y a una diminuta rama de eucalipto. El manto de la noche cubriría la ciudad en unos cuantos minutos.

Varios días transcurrieron sin que Luis Pedro volviera a ver su pintura, mucho menos continuarla; sin embargo, aquel pajarillo continuó realizando su misterioso ritual con la precisión de un reloj.

 Inexplicablemente, la fría madrugada del domingo 14 de julio, Luis Pedro sintió una fuerte inspiración. Un intenso deseo por terminar de una vez por todas aquella pintura. El sol apenas desprendía sus primeros rayos sobre las montañas, por lo que solamente caía sobre la ciudad una blancuzca claridad, sin embargo, esos brotes de inspiración que esporádicamente el artista tiene el don de recibir, no pueden postergarse un solo instante. Así, con el cielo aún develándose, Luis Pedro se puso de pie frente al cuadro y principió a transpirar aquel intempestivo brote artístico.

En realidad, la estampa ya estaba casi terminada. Tan solo eran necesarios unos cuantos toques más sobre la pequeña cabeza; los trazos de las delgadas patas y, lo más importante, los ojos. Todo ello, pensó, le tomaría cuando mucho un par de horas.

Sin embargo, el tiempo se tornó prisionero del arte, de la inspiración, y no fue sino hasta poco después del mediodía que Luis Pedro pudo finalmente soltar el aliento, el éxtasis, al considerar realizada por completo su obra.

 Atónito, no podía separarse de ella. Y es que no daba crédito a lo que sus ojos veían. En realidad, aquel pajarillo pintado ahí en la ventana pintada parecía tener vida. Incluso, tal cual el extraño visitante, éste, pintado, también parecía verle directamente a los ojos. Luis Pedro mismo se encontraba sumamente sorprendido de su talento.

Se alejaba y se acercaba, cambiaba de posición con relación a la pintura, la veía desde arriba encaramado en un banco y desde abajo, tirado en el suelo, el efecto era el mismo, aquel pajarillo continuaba viéndolo a los ojos.

Sumamente sorprendido, pero más satisfecho aún, decidió mostrar a sus amigos aquella sorprendente pintura. Así, salió en busca de alguno de ellos.

Cuando ya cerca de las seis de la tarde retornó con un par de amigos y Jesica, su novia, los llevó hacia aquella hermosa pintura. Sin embargo, al aproximarse a la habitación escucharon un extraño y agitado aleteo que salía desde dentro de la misma. Luis Pedro abrió de inmediato la puerta. Justo a tiempo, pues sumamente sorprendidos, los cuatro vieron cómo en el aire flotaban algunas plumas desperdigadas y por la ventana salían, raudos y veloces, dos colibríes en estrepitosa huida.

 

 

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