Emperador
Aquel día, poco después del alba y del café al lado de la leña ardiendo en la cocina, fui a la vieja caballeriza a conversar algunos minutos con Emperador, mi noble y hermoso caballo blanco de manchas color ocre oscuro en cuello y pecho, compañero de mil andanzas en aquellos parajes montañosos donde vivíamos. En tanto le hablaba, lo cepillaba con su cepillo favorito, el de cerdas gruesas y largas. Luego, le puse la silla apretando fuerte pero con delicadeza las cinchas, lo monté y, sombrero a la cabeza, riendas a la mano y botas con espuelas en los estribos, lo espoleé suavemente un par de veces, más como señal de salida que como espoleo propiamente, y salimos a medio galope por el camino de piedra boluda hacia las lomas descampadas, allá, sobre la cordillera.
Para llegar a ellas debíamos abandonar metros adelante ese camino empedrado y adentrarnos en veredas, entre la montaña viva, descender 3 o 4 barrancos y, luego de atravesar los pequeños ríos que ahí en el fondo parecían lamer las heridas profundas de la montaña, ascender nuevamente por las laderas al otro lado. Un trecho que nos exigía cuando menos cuarenta y cinco minutos y sumo cuidado, pues las laderas si bien no eran altísimas, eran un tanto empinadas, por lo que un resbalón de Emperador y la cosa terminaría mal. Muy mal.
Así, con la parsimonia de la precaución y la armonía de nuestra profunda comunión con Emperador, y al cobijo del trino de las aves y la frescura de la montaña y sus pinos y sus cipreses, aquel recorrido resultaba siendo un auténtico placer, una vez, a solas los dos, con todo la vasta montaña y sus ecos y sus nubes distantes siendo solo para nosotros, era nuestro mejor momento. Aunque no por ello lo hacíamos con frecuencia, ya que cuando mucho íbamos a aquellas lomas 3 o 4 veces al año.
Emperador conocía el camino a la perfección. A la larga, lo había visto y olido cerca de 40 veces. Además, sus dotes como compañero de andanzas durante más de doce años no las podíamos ocultar. Bastaba un ligero tiro de la rienda a izquierda o derecha para que él tomara el curso a seguir; sin embargo, de presentir algún peligro, esquivaba mi orden y se hacía a uno u otro lado y rodeaba al mismo. Y cuando el camino estrecho, con vegetación o paredones a izquierda y derecha nos impedía toda otra más que dejarnos llevar, yo aprovechaba para silbarle, cantarle o conversarle a modo de susurro, y aunque pareciera él no escuchaba ni entendía, yo sabía que me respondía con sus movimientos de cabeza, sus cambios de ritmo en la cabalgata e incluso con la intensidad de sus relinchos y resoplos, que cuando estaba de acuerdo conmigo eran suaves; o fuertes, cuando él creía yo estaba disparatado.
Así, en mutua compañía, y más despacio de lo habitual dado el encanto que esa mañana poseía, luego de casi una hora finalmente llegamos a la loma.
Allá, en la parte de atrás de aquella, el río formaba una pizpireta cascada que estrellándose sobre distintas rocas, de gran tamaño todas, caía cerca de los doce metros, formando al caer una poza que por muy poco no era laguna.
Al asomarnos a aquella y estar en sus orillas, el nerviosismo y las ansias de Emperador por zambullirse en sus aguas era más que evidente. Sus ojos, enormes y brillantes, y su trompa, sus labios, parecían esbozar sonrisas. Solo quienes han tenido caballo me comprenden.
Era aquella una enorme poza de poco más de una cuerda, calculo, de aguas frescas y transparentes, en la que Emperador y yo entrabamos una vez nos habíamos despojado de nuestras prendas, lo cual yo procuraba hacer a toda prisa. Yo, de mis ropas y a él de su reluciente silla de montar. Y entonces, en calzoncillos y él en pelo, me montaba sobre su lomo, y agarrándome de su crin, nos adentrábamos en aquella poza justo hasta donde la profundidad ya no nos permitía disfrutarlo, siendo momento de que yo me bajara de su blanco lomo y los dos nadar entre las aguas cual chirises de primeros grados en la escuela. Era evidente su retozo, y creo que él veía también el mío. Puedo asegurar que él se carcajeaba y era tan feliz como yo.
Emperador nadaba con rapidez atravesando la poza, hasta colocarse debajo de la catarata, a lo que yo le acompañaba con enorme gozo. Él sabía bien que ya había estado ahí; conocía el sitio a perfección, pues recorría los mismos puntos de siempre, y en el mismo orden. Luego de estar bajo la cascada algunos minutos, se iba hacia una playa cercana, a derecha, se echaba y rebozaba entre la arena y el fango; luego, volvía a meterse en la poza hasta llegar nuevamente debajo de la cascada, donde permanecía algunos minutos.
Justo estaba debajo de la catarata ahora nuevamente cuando de pronto, sorpresivamente, dio un relincho muy fuerte y agitado. Yo estaba a tres o cuatro metros de él y no supe qué le sucedía hasta cuando vi una larga serpiente que nadaba ondeando sobre la superficie del agua en dirección a la orilla contraria cubierta de vegetación. Seguramente cayó desde la catarata. Emperador estaba ofuscado por completo, y yo no lograba calmarlo. De hecho tuve que alejarme y hacerme a un lado muy rápido para que no me golpeara en su tropel, pues lanzaba sendas patadas a uno y otro lado, como queriendo quitarse algo de encima. Luego de tres o cuatro minutos que parecieron un siglo, logró llegar a la otra orilla. Yo detrás de él aunque sin poder ayudarlo. Pero en cuanto llegó, no pudo más permanecer en pie. Cayó abatido sobre las piedras, y en la parte de su cadera, de resplandeciente blanco, se dejó ver una mancha roja de sangre que ya cubría su cadera y casi la totalidad de su pierna. Emperador apenas si levantaba su cuello, intentando voltearse para ver qué le había sucedido ahí, atrás, en su cadera, donde sin duda sentía extremo dolor. Yo, a rastras, al lado de él, me acerqué a su cadera para revisarla. Dos grandes orificios de los cuales brotaba sangre a borbotones e incluso un colmillo de la serpiente clavado en uno de ellos era razón más que suficiente para saber qué había sucedido. Sin pensarlo, extraje a toda prisa con mis dedos aquel colmillo. Él, para entonces, estaba más quieto. No en calma, de ninguna manera, sino más bien imposibilitado de moverse. El veneno le corría por el cuerpo, lo inmovilizaba y pronto le atacaría el corazón. Y yo no sabía qué hacer; de hecho, sabía que no podía hacer nada. Estábamos solos los dos, yo apenas en calzoncillos y mi ropa en otra de las orillas, al otro lado de la poza, sin ningún otro recurso apropiado a mano.
Emperador gemía, relinchaba, resoplaba el pobre, pero cada vez más apagado. Me acerqué a su cara, y sus ojos vidriosos aunque con poco brillo me miraron clamando le ayudara. Yo no podía hacer nada. Quizá incluso me pedía le dispara un balazo en su sien, pero tampoco llevaba el revolver. Y no sé si hubiera podido hacerlo. La impotencia, mi impotencia me carcomía las entrañas. Me abatía. Un grito mío de desesperación y angustia resonó entre la montaña reverberando en un eco que nunca olvidaré. La mordida en la cadera no permitía siquiera un torniquete. Sus ojos me seguían con cada pequeño movimiento que yo hacía. Me miraba suplicando le ayudara, transmitiéndome su dolor, su sufrimiento, su inminente encuentro con la muerte, de la cual tantas veces antes nos habíamos escapado apenas escurridizamente.
Sufríamos. Sí, los dos sufríamos. Yo, por no poder hacer nada para arrancarlo de ese maldito dolor que lo aquejaba, lo cual se reflejaba en sus enormes ojos saltados, vidriosos, que se apagaban, y el temblor de su cuerpo que empezaba a manifestar. Emperador me decía que moría, pero también me decía que yo era su amigo, que me amaba, y que yo supiera que hasta ese último momento, él era mi caballo, y yo su jinete.
Adiós, Emperador. Entrañable amigo!
Ala nooo ... Yo estaba tan feliz disfrutando el paisaje, las lomas, la cordillera, el agua fresca la catarata 🙂 hermoso todo ❤
ResponderEliminar... y si encontramos alguien q nos ayude y Emperador se salva? 🙂 😞😭🙏🙌 porfa ... Porfa si?
soy Almirene Romero
EliminarBuenisimo cuento de Emperador, me llevaste a lugares mágicos junto a Enperador.
EliminarQue dolor haberlo perdido, tenian una conexión grande.