El cuento del 20: El linaje de Arkaitz
Aquella tarde, en la estación, minutos antes de partir rumbo a Bilbao, aturdido aún luego del agobiante viaje trasatlántico y el reciente cambio de huso horario, solo me confortaba la ilusión de descubrir pronto mi ascendencia en este lado del océano.
Llegaba desde Guatemala con tal propósito: descubrir el origen de mi apellido paterno, el cual según había investigado previo, se remontaba a la región norteña del País Vasco, en Elgeta, Gipuzkoa, para ser preciso. A pocos kilómetros de Bilbao.
Sin embargo, siendo mi primera vez en aquel lado del océano, todo me era novedoso por desconocido, así que unido a la ilusión por descubrir dicha ascendencia, me invadía también la angustia de afrontar eso precisamente: lo desconocido. De hecho, tales fueron razón suficiente para que en cuanto salí del aeropuerto de Barajas, me trasladara directamente hasta la estación, pues así me aseguraba de abordar el tren en tiempo.
Sí,
estuve ahí cerca de cuatro horas antes de la salida del tren, sin embargo, confieso,
fue fabuloso ver la multitud de personas entrando y saliendo de aquel edificio;
según me explicaron, me encontraba en el corazón mismo de la red ferroviaria española.
Entre la ilusión y mis angustias e inquietudes, no podía dejar de revisar en los carteles frente a mí los trenes que llegaban y salían; en especial, buscaba el Alvia 4187, que según mi boleto debería llegar pronto.
En
cuanto lo vi anunciado, tomé mi pequeña maleta, me dirigí a la puerta de
embarque y abordé.
Me acomodé lo mejor que pude en el mullido asiento, y aunque en primera instancia intenté con ilusión observar el paisaje o lo que se develara a través de las ventanas, el cansancio, aunque también el relax y la confianza de saberme a salvo durante las próximas 5 horas, me doblegaron.
Sin duda, el agobio de las cerca de doce horas en avión y casi cinco en la estación, sin las comodidades del hogar, exigieron recompensa, y caí entonces en un sueño profundo que solo cesó cuando alguien del personal a bordo me movió con fuerza el hombro y el tren se detenía en Bilbao. Eran las 21:30.
Una vez en el andén de la estación, frente a su vitral, aunque sin saber a ciencia cierta si despierto o soñando, apareció un mozo de 23, 25 años con un letrero con mi nombre. Me recogía y llevaría al pequeño hotel donde me hospedaría, en la cercana Lemona.
Luego del éxtasis de ese recorrido en auto por cerca de 20 kilómetros de carretera y poco más de 40 minutos, a las 22:10 me encontraba en el vestíbulo del hotel registrando mi ingreso.
En ese momento conocí a quien me atendió desde la página web cuando reservé. Contrario a la señora entrada en años que me había imaginado, resultó ser una hermosa mujer que campaneaba los 40, 43 de añejamiento; de enormes ojos negros y labios de rubí, como los de la canción. Sonreía y miraba como ángel, aunque con un sutil toque de travesura en ese mirar.
De no ser por el cansancio extremo y el aturdimiento que arrastraba en ese momento, pude quedarme conversando toda la noche, pero no; no sino hasta las 9:10 del día siguiente, cuando el sol iluminó de lleno mi ventana, ella tocó a las puertas de mi imaginación.
Teresa, según recordé en ese instante.
Ella, aunque más su sonrisa fresca y traviesa, empezaron a campanear entre mis pensamientos, tanto como mi próximo destino: Elgeta o Elgueta, aún no lo tenía claro, pero era el siguiente objetivo al que debía viajar luego del siguiente día.
A través de la ventana, aún en mi habitación, observé el entorno. Frondosas y verdes copas de algunos árboles en las inmediaciones y suaves montañas recostadas poco más allá me reconfortaron. La naturaleza y sus gratos efectos. Hice una pequeña rutina de ejercicios corporales para acomodar músculos, huesos y pensamientos, tomé una tibia ducha y aunque también dos tazas de café, aún me era extraña la sensación de no tener control total sobre mí; aún me sentía aturdido por el viaje.
Ordené la poca ropa que llevaba y salí al corredor; según recordaba, este me llevaría directamente hacia el vestíbulo. El hambre atormentaba, pero más el deseo de una comida formal y cómodamente sentado, luego de casi 36 horas de tan solo panes, galletas, jamones sin alcurnia y dos o tres manzanas prácticamente engullidas.
Cuando en el vestíbulo, vi a un hombre mayor, quizá de 80, sentado en la silla mecedora al lado de la amplia ventana que enmarcaba coloridas bouganvilias. Lucía boina, tirantes al cinto y un puro sostenido a medias entre sus labios.
Al verme, se levantó de la silla desenrollando su corpulento cuerpo de hueso grueso, se dirigió a mí con cierto entusiasmo en su rostro, puso sus manos sobre mis hombros y sonrió, luego me dio un fuerte abrazo de bienvenida, cual si nos conociéramos de toda la vida. Inolvidable, máxime que en ese instante, al verlo, al sentir su abrazo y aspirar aquel olor a tabaco, de inmediato mi abuelo cobró vida.
—¡Caramba, entiendo vienes desde la lejana América! ¿Florida, New York, Arkansas?
—Eh,
sí, y no. Vengo de América, pero Central. De Guatemala —respondí rápidamente, para
evitar me confundiera con algún gringo, pues nunca se sabe cómo los recibirán.
—Caramba,
pero no pareces oriundo de las colonias. Más bien tienes toda la pinta de un
vasco. Mírate, eh! Buen porte y perfil de artista.
No
pudiendo evitar sonreír, contesté —Jajajaja, Pues verá, sí, de hecho mi
ascendencia es vasca; razón por la que hago este viaje, intentar encontrar el
origen de mi apellido paterno. Quizá mi tatarabuelo; no sé, no tengo ni idea.
—Bien,
bien, ya me contarás, ahora imagino buscas el comedor. Eres bienvenido. ¿Cómo
te llamas? —preguntó.
—José.
José Elgueta, ¿y usted?
El
hombre dio un paso atrás y arqueando sus espesas cejas. —¿Elgueta has dicho?
—Así
es. José Elgueta.
—Pues
mira, que yo soy Gorka. Gorka Elgeta.
El
sorprendido entonces fui yo, y quizá por algunos genes compartidos, también di
un paso atrás y seguramente también arqueé mis cejas.
—Pero
mira las cosas, de pronto y hasta parientes somos. —Agregó Gorka. —¿Qué sabes
de tus antepasados? —añadió preguntando.
Sin embargo, en ese instante apareció Teresa, quien me presentó entonces formalmente a su abuelo, Gorka Elgeta. Teresa era hija de la hija mayor de Gorka, razón por la que su primer apellido era Salazar. Teresa Salazar Elgeta. Ella, comedidamente, me indicó que el desayuno ya me esperaba, por lo que Gorka estuvo de acuerdo con que luego continuaríamos conversando e identificando la línea de mis antepasados.
Una vez en el comedor, a solas en mi mesa, en tanto degustaba sendos huevos fritos recién salidos del fuego, con media barra de pan, jamones y quesos, de alcurnia entonces; así como una generosa porción de cereal con leche, higos y espeso café, seguramente arábica, aunque llevado ahí desde algún país africano: cavilé.
Qué casualidad haberme hospedado en un sitio donde, aunque muy remotamente, existía la posibilidad de tener un pariente genético, máxime que ya había yo leído en algún sitio acerca de que Elgeta era lo mismo que Elgueta, aunque el primero en euskera y el segundo en español.
Pasando Teresa por ahí, le pedí me acompañara; a lo cual accedió a medias, pues no se sentó, simplemente se apoyó con sus manos en el respaldo de la silla frente a mí, y con su sonrisa de sol, me dijo:
—¿Sorprendido,
don Elgueta?
—Por
supuesto, todo parece perfecto; pero por favor, José, a secas. —contesté,
mostrándome complacido.
—Desde
cuando leí su apellido en la página web, supe que su estancia acá podría ser
una aventura interesante, tanto para usted como para mi abuelo.
—Sí,
totalmente. ¿Por qué no me lo has advertido?
—Lo
dejé al destino. Al azar. A la vida. Y ya ves, está resultando. —sentenció, en
tanto me hacía un guiño. —Tengo que irme, pero quizá por la tarde, si estás por
acá, conversamos. ¿Te place el vino?
—Claro…
¿en dónde consigo alguno?
—No,
pues nada. Yo traeré una botella del viñedo. Del viñedo Elgeta. ¿Te parece?
—Dios
santo… esto es toda una caja de pandora. Claro que sí. ¿A qué hora?
—Cuando
el sol empiece a ocultarse detrás de aquella montaña —contestó sonriente en
tanto dirigía su vista y señalaba hacia izquierda, atrás de mí.
Volteé a ver hacia donde ella me indicaba, y si, ahí había una amplia ventana que enmarcaba por su parte baja una montaña suavemente recostada, y por arriba, el brillante e intenso cielo azul. Intenté visualizar qué hora sería cuando el sol se ocultara ahí, pero no tenía idea. Cuando volteé nuevamente hacia Teresa para continuar conversando y saber poco más o menos al respecto, ella había desaparecido.
Poco después, salvo por los sonidos del jardinero que podaba en ese momento las ramas de un árbol, del correr precipitado entre piedras de algún riachuelo cercano y del trino alegre de las aves, el acogedor hotel me mostró lo que los hoteles del mundo muestran. De tal suerte, dispuse salir, caminar y conocer los alrededores.
Durante el periplo, tarde ya, me detuve a almorzar en un pequeño restaurante abarrotado de gente, lo cual me indicaba su comida era buena; además, era magnífica oportunidad para indagar desde otras fuentes acerca de la villa de Elgeta y mi árbol genealógico.
La mejor recomendación que recogí ahí, me pareció, fue que me hospedara en la pensión: Margaritas, que aunque ubicada a las afueras de Elgeta, era atendida por descendientes de una misma familia desde cerca de 300 años. Su registro de huéspedes podría resultar interesante.
El sol no mostraba aún la mínima intención de esconderse atrás de la montaña, como yo anhelaba, por lo que de vuelta en el hotel, donde se esparcía el aroma de los jazmines de su jardín, me dispuse a tomar una siesta. Sin duda, el complemento perfecto para de una vez por todas ubicarme en el nuevo horario en que me encontraba. Sin embargo, mi ilusión por la inminente cita que a incierta hora tenía, me obligaba a despertarme cada pocos minutos para ver por dónde avanzaba el astro.
Así, sin en realidad haber podido hacer una auténtica siesta, opté por levantarme, prepararme un café y, con las pocas ropas que llevaba, vestirme a manera de parecer lo menos vago posible. El sol finalmente estaba por posarse sobre la montaña.
Me dirigí hacia el vestíbulo; sin embargo, en el trayecto me encontró el mismo joven que me recogió en la estación, Benjamín, quien me indicó que Teresa me esperaba en otro salón. Que lo siguiera. Mi mente inmediatamente elucubró lo que quizás no debía elucubrar, aunque sin dudar, seguí sus pasos.
Luego de bajar algunos escalones, Benjamín se detuvo ante una hermosa y añeja puerta de madera, y con sus nudillos dio leves toques.
—Adelante.
Alcancé a oír a Teresa decir. —
Mincho abrió entonces la puerta y me hizo señas de que pasara yo por delante. Justo debajo del dintel me detuve cuando observé que la habitación estaba completamente a oscuras. Inmediatamente empecé a dudar y a pensar qué diablos sucedía cuando, repentinamente, se encendieron las luces y cerca de 12, 15 personas adentro gritaron al unísono: ¡Primo, bienvenido!
Serpentinas y pitos se unieron al instante al festejo, así como algunos niños y niñas, quienes con su frenesí y euforia lo realzaban. Pronto, algunos de los presentes corrieron las cortinas de las ventanas y la luz natural iluminó el salón en tanto yo recibía abrazos y felicitaciones a granel.
Todos eran desconocidos para mí, salvo Gorka y Teresa, sin embargo, con el resto también teníamos rasgos físicos en común. Estatura, color de piel, corpulencia, nariz, pelo, en fin… parecíamos ser familia. Mi familia.
Teresa pronto me explicó. Cuando hice mi reservación en la página web, entre los motivos de mi visita a Lemona, yo había respondido: buscar mis orígenes. Mi árbol genealógico. Y eso bastó para que ella anticipara alguna sorpresa, tanto para mí como para su familia. Y es que fuera como primero o segundo, supe entonces, todos ahí en el salón llevaban el apellido Elgeta, y vivían en Lemona, en el cercano Bilbao e incluso alguno llegaba desde Mañaría.
La amabilidad y empatía de mis anfitriones eran tales que sin percatarme empecé a sonreír y bromear con ellos tal si estuviera en casa, con mi familia, allá, al otro lado del charco; pero no, no estaba allá; estaba acá, en Lemona, conociendo gente la cual empezaba yo a añorar porque realmente fueran también familia. Mi familia.
Gorka y Teresa me presentaron uno a uno con todos, entre ellos, la hermana mayor de Gorka, Magda. Una encantadora mujer que frisaba los 96 años, aunque con una mente lúcida y serena.
Ella,
en cierto momento, me tomó la mano y mirándome con sus diminutos ojos color
café me dijo: eres igual a Lorenzo, al tiempo que sus ojos se humedecieron.
Teresa, al lado, me explicó que Lorenzo era hijo de Magda; fallecido tres años
atrás en un accidente de auto.
Entre los pequeños, Sebastián, de nueve, diez años, se dirigía a mí llamándome: abuelo. Al parecer, otro miembro de la familia con similar parecido, sin embargo, luego me explicaron se trataba del mismo Lorenzo, quien habría sido el auténtico abuelo del niño
Teresa también me presentó a su esposo y a sus dos pequeños hijos, y aunque continuaba siendo hermosa y singularmente traviesa, supe que era su modo de ser, y no lo que antes campaneó en mi imaginación.
De entre los presentes, Viktor Elizalde Elgeta, ofreció llevarme en su auto a Elgueta, como oficialmente, según me explicaron, se llamaba el poblado a dónde yo iría pronto. Además, todos coincidieron en que sí, la pensión Margaritas era la mejor opción, tanto para hospedarme como para llevar a cabo mis planes.
Entre el humo de tabaco y los aromas de jamones, quesos y tzakoli, sobresaliendo la piperada, esa familia que entre todos recién inventábamos, me brindaba una noche maravillosa. La cocina, a cargo de Teresa, salvo el tzakoli Elgeta Especial, cuya preparación artesanal corría desde el viñedo hasta el envasado por el educado y fino paladar y olfato de Gorka, resultaron sensacionales. Por cierto, la familia recriminaba a Gorka no enseñarles ni decirles sus secretos de preparación y añejamiento. En un brote atávico, pensé: somos familia, sin duda. Aunque él respondía que en tanto ninguno de ellos poseyese sus habilidades de paladar y olfato, no perdería tiempo, pues: lo que natura no da… Decía, dejando en suspenso a su audiencia.
Fue una noche inolvidable, incluso pensé que aunque ya no tuviera la oportunidad de saber y conocer más acerca de mi origen y árbol genealógico, podía darme por satisfecho con esa familia que Teresa gratamente construyó para mí.
Al despertar, alrededor de las 8 de la mañana del siguiente día, bastante animado y sintiéndome incluso miembro de aquella familia, casi dueño de aquel hotelito de ensueño, tomé mi ducha, senda taza de café y luego bajé a desayunarme.
Gorka me esperaba, con lo que pasamos un buen rato conversando. Finalmente, me sugirió ir a Bilbao, específicamente al museo Guggenheim, su terraza bar y sus rededores.
En la terraza bar del Guggenheim, conocí a Jorge, uno de sus baristas, con quien inicié una conversación trivial respecto al café, y entre esto y lo otro me comentó ser oriundo de Elgeta, aunque por revolucionario se rehusaba a llamarle Elgueta.
Su primo Viktor vivía en Elgeta, y era funcionario en la biblioteca municipal. Me planteó la posibilidad de que quizás ahí tuvieran algún documento de la época en relación con mi búsqueda. Ante mi muestra de gratitud por su comentario, tomó el móvil y lo llamó, indicándole, según escuché, que José Elgueta, un nativo oriundo de América llegaría a buscarlo en los próximos días, que por favor lo atendiera con esmero. Un gesto invaluable hacia mí que agradecí con senda propina.
Cerca de las 8 de la tarde noche, con el sol iluminando aún sobre la montaña, regresé al hotel. Gorka estaba en la mecedora, y haciéndome señas me pidió acercarme. —Siéntate, por favor. Me indico, señalando una silla cercana.
—y
bueno sobrino, ¿cómo vas con tu investigación? —preguntó.
—Pues
nada concreto, aunque he reunido algo por ahí, además de lo que Aitor y su
esposa me comentaron anoche.
—Ah
sí, con Maia. ¿Qué hay con ello?
—Pues
algo similar escuché allá, en Guatemala, cerca de 40 años atrás, de labios de
mi bisabuelo.
—¿Lo
de los tres hermanos?
—Sí.
De tres Elgueta que llegaron allá sin más que sed de aventura, pero esa
información siempre ha sido muy vaga. Que un marinero y dos soldados, que dos
abogados o soldados, incluso con una hermana; tan diversa y dispersa que en
realidad no tengo certeza. Incluso se dice que uno de ellos regresó a España,
pero no sé si hasta acá, a Elgeta o se quedó en puerto, en fin, ni siquiera sé
si es cierto o si sobrevivió al viaje.
—Manuel
Elgueta me dices… ¿y de qué año habrán sido esos libros donde estaba escrito
tal nombre?
—No
tengo idea, pero llamemos a Magda.
Piu piu
piu
—Alo,
Gorka, qué sucede. Ya es tarde.—Gorka abrió el parlante de su teléfono para que
yo también pudiera escuchar.
—Magda,
disculpa, estamos acá con José, y tenemos una duda. ¿Tú recuerdas de qué año eran
los libros donde viste escrito a mano el nombre Manuel Elgueta?
—Ay
Gorka, eso fue cerca de 85 años atrás, y en ese entonces ya eran libros viejos,
antiguos, por eso me llamaban la atención. —Escuchar tales palabras me
sorprendió, pues yo en lo personal también soy amante de coleccionar
antigüedades, y entre ellas, libros. Sí, es mi familia, pensé.
—Pero
calculo —agregó Magda —que habrán sido de 1870, diez más, diez menos.
—Bien,
Magda. Gracias. Descansa. Buenas noches, hasta mañana.
—Bien,
ya escuchaste. Espero te sirva. ¿Cuándo sales para Elgeta?
—Mañana
mismo. Viktor quedo de venir por mí cerca de las 10:00.
—Bueno,
magnífico. Ya sabes, cualquier problema o lo que necesites, acá estamos, sobrino.
— cerró Gorka sonriendo, en tanto anotaba su número de móvil y el de Teresa en
un papel y me lo daba.
Viktor disminuyó la velocidad del auto cuando asomamos a la rotonda central de la villa; recorrió luego cerca de dos kilómetros más, dejando atrás el diminuto casco urbano, y en plena campiña, en la parte alta de una suave colina, la majestuosa casa de 3 pisos y techo de dos aguas que me albergaría en Elgueta: la pensión Margaritas.
Agradeciéndole a Viktor su gentileza, nos despedimos.
La pensión Margaritas era sin duda una construcción añeja, a tramos aún de piedra, aunque en otros, la modernidad sin duda debió haber acudido a su rescate en años recientes.
Una vez dentro, en su amplia sala de recepción se encontraban varios españoles de auténtica cepa, como pude ver y escuchar, ya que como me había anticipado Viktor durante el trayecto, muchos ahí conversaban en idioma euskera. Yo no comprendía ni papa del tal, pero bueno, luego de enunciar educadamente —Buenas tardes, señores. —me dirigí hacia el mostrador, escuchando que algunos de aquellos respondían mi saludo en español.
—Hola,
señor. Bienvenido. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Hola,
Julyan —alcancé a ver su nombre en el pequeño gafete —Tengo una reservación a
nombre de José Elgueta para estas próximas 2 noches.
—Déjeme ver… sí, acá está. Su pasaporte, por favor.
Luego del universal ritual, me extendió una llave magnética e indicó —Habitación 39, por favor. Por el corredor, al fondo, sube las gradas y el corredor de vuelta, ahí mismo.
Fue entonces cuando le pregunté si él era familiar de los propietarios, pues me interesaba conversar con alguno de ellos, dados sus muchos años de operación con el negocio. Quizá existían libros de registro de visitantes de uno o dos siglos atrás. A ello me respondió que sí, que era nieto del propietario actual; pero su abuelo solo estaba ahí a partir de las 6 de la tarde, aunque asumía que me atendería gustoso. Satisfecho por la buena nueva, me dirigí a mi habitación.
Un
espacio justo para la ocasión: menuda, y con fortuna, equipada con lo básico para
prepararme café cuando se me ocurriera. La ventana no tenía vista hacia el
frente, como me hubiera encantado, ya que vería a Elgueta a mis pies; aunque la
vista hacia el bosque y parte del prado era magnífica.
Sin más, emprendí el meollo de mi aventura. En principio, buscar a Viktor, el funcionario en la biblioteca municipal. Así, una vez de vuelta en la recepción y luego de preguntarle a Julyan y recibir sus directrices, ubiqué la biblioteca en mi teléfono, aunque me llamó la atención que el GPS la señalara como: Elgetako liburotegia. Distaba cerca de 2 kilómetros desde Margarita. Los recorrería caminando.
El clima, más fresco que en Lemona, y el agradable aroma a bosque que flotaba, los aproveché para inflar mis pulmones y mis ánimos, y empecé a caminar por el solitario camino bordeado de campiña.
La emoción de conocer y conquistar me invadió, como seguramente también le sucedió a los habitantes de las cuevas de Altamira, distantes de Elgeta como 150 kms. y de quienes se dice los vascos descienden. ¿O descendemos? Aunque lo sentía, era osado aún arrogármelo.
Dado lo desconocido del entorno, que me exigía detenerme constantemente para escudriñar y apreciar mejor los rededores, me tomó cerca de una hora recorrer los escasos dos, tres kilómetros hasta la liburotegia.
Viktor supo de quien se trataba en cuanto ingresé al recinto bibliotecario, pues en Elgeta todos se conocían entre sí, siendo yo el único foráneo. De hecho, durante mi caminata percibí cómo algunos me miraban de reojo, incluso con cierta desconfianza.
Inmediatamente nos pusimos en el tema. Y luego de escucharme, ofreció tenerme para la mañana siguiente los documentos que podrían ser de interés, los cuales estimamos estarían comprendidos entre 1830 y 1880. Diez más, diez menos, como había campaneado Magda.
Por la noche, en Margarita, conversé con el abuelo de Julyan, quien me permitió ver los libros de registros más antiguo que conservaba: 1844 a 1850.
En estos aparecían varios Elgeta hospedándose, pero en dos ocasiones y juntos, se hospedaron dos parroquianos con el apellido Elgueta. Aitzol y Jokin, al parecer, hermanos. Pero lo interesante fue ver los lugares de procedencia. Puerto de Ferrol, en la primera, y Guijón, en la segunda. Y en posterior ocasión, mucho más sorprendente, se hospedó Jokin, solo, indicando como procedencia: América.
En ese momento el corazón me latió aceleradamente, pues era la primera conexión documentada entre Elgueta y América que yo encontraba. Imaginé a los tatarabuelos Aitzol y Jokin llegando a las costas de Guatemala a bordo de magníficos barcos de madera, ondeando sus velas al viento y rompiendo tras de sí la pacífica mar atlántica.
Finalmente tenía nombres para mi búsqueda. Por supuesto, tomé fotografías de las páginas para documentar mi descubrimiento.
Casi sin poder dormir del éxtasis, temprano del siguiente día me dirigí nuevamente a la biblioteca. Al extremo que tuve que esperar afuera de ella algunos minutos en tanto Viktor llegaba.
Una vez llegó, de inmediato me condujo hacia una amplia mesa donde muy ordenados se encontraban varios documentos del clérigo de la localidad, datados de 1840 a 1880.
Según rezaba alguno de ellos, los hermanos Aitzol, militar, de 24 años; Jokin, abogado, de 28 y Arkaitz, cura de la Santa Diócesis, de 31, de apellido Elgueta los tres, habrían solicitado permiso a la comunidad para embarcarse rumbo a América en el año 1844.
En fecha posterior, Jokin, solo, estuvo de paso en la villa Elgueta, habiendo manifestado ante el clérigo que dejó en América, en Veracruz, México, enterrado en el cementerio de la localidad, a Aitzol, quien murió en duelo a espadas por el amor de una dama, y a Arkaitz, el sacerdote, quien por su gusto y cuenta se quedaba en el Nuevo Continente y se dirigiría pronto a Guatemala.
Finalmente,
me encuentro en la estación del tren, en Guatemala, minutos antes de partir
rumbo a Escuintla, aturdido aún luego del agobiante viaje trasatlántico y el
reciente cambio de huso horario, aunque me conforta la satisfacción de haber
descubierto mi origen ancestral allende el océano.
FIN
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