Era lo que era!

Al filo de las 2 de la tarde, con el sol aún en lo alto aunque con refrescante brisa desde las olas, Juanjo acomodó y ató la hielera en su kayak, se ajustó el sombrero, se despidió de cada uno de nosotros con fuerte abrazo y de inmediato montó ese hermoso kayak amarillo con el que siempre ha recorrido los lagos y pantanos, y ahora la mar, en el país. De inmediato se puso a remar rumbo mar adentro, en línea recta, alejándose de la playa golpeando de frente las olas o esquivándolas levemente, según la distancia en que se las encontraba. Voy en pos del sol —fueron sus últimas palabras —, hasta allá, en lontananza. Quiero acariciarlo. 

Lo vimos remar con ímpetu durante cerca de dos o tres millas, quizá cuatro, luego, con sus fuerzas un tanto disminuidas, remó más despacio aunque constante. Claro, ya lo veíamos con la ayuda de prismáticos. Finalmente, cuando creemos se sintió al fin lejos de la costa, decidió disfrutar a placer su odisea entre el mar y el sol, y empezó a remar despacio, sin prisas, a sabiendas de todo el tiempo que delante de sí tenía. Serían las 4 de la tarde.

—Esto es vida —pensaba, —Yo y el mar solos como nunca antes, pero como siempre soñé. Tantos años con el deseo de hacerlo y nunca me atrevía. Pero ya basta. Pase lo que pase, que pase, pero realizo un sueño largamente anhelado. Además, vivir con miedo a la muerte no es vivir. 

Marcela, entre nosotros, avisó que lo veía sacar algo de la hielera. Una botella de agua fría, según vio ella y anunció. La bebía despacio, sorbo a sorbo, seguía contándonos en tanto se aferraba a los prismáticos para no perder detalle alguno de aquel. Pero no rema, está quieto, dijo. ¿Pensará volver?

Aquel, creo yo, seguramente contemplaba el paisaje en torno suyo. Aquel mar azul platinado, montañas difuminadas detrás nuestro y celeste cielo cubriendo por completo la bóveda, salvo alguna blanca nube a la distancia y el sol aún allá, hasta allá, en lontananza, igual que cuando había montado su kayak y salió de la playa, ya casi tres horas atrás. Entre tanto, pequeñas olas, sin duda, han de mecerlo en un vaivén que no lo llevará a más allá que de arriba a abajo y otra vez arriba.

—Esto es espléndido —pensaba nuevamente —Me imaginaba algo similar, pero esto es, uf, por demás hermoso. La paz, el agua vibrante, los peces saltando seguramente extrañando verme acá, aquellas gaviotas acompañándome y este vaivén que a ningún lado me lleva más que arriba y abajo, es maravilloso! Gracias Señor por permitirme hacerlo realidad. Solo un café me hace falta. Sería fantástico. Ojalá aquellos allá en la playa aún me vean. —Chao amigos, —gritó, levantando sus brazos con el remo entre sus manos. 

Seguramente está satisfecho con lo que ve, principalmente a sus espaldas, según logro distinguir, pues ve para acá. Subió su remo con sus brazos.  —decía ella nuevamente — Ahora retoma la faena de remar, aunque sigue así, sin prisa. Creo que sonríe en tanto contempla y se deleita. Está muy lejos. Lo veo ahora acercándose al umbral de la mar, al horizonte; ya casi no se distingue, incluso con los prismáticos. Sin embargo, ahora mismo, sí, en este instante, ha cruzado el umbral. Ha pasado finalmente al otro lado del mismo. Ya no lo veo, y tampoco a la mar delante de él. Ha desaparecido.

Nadie más que a mí me confesó la verdad justo cuando veníamos aún en carretera, haciéndome prometerle que no diría nada ni actuaría de forma alguna para impedírselo. Su anhelo nunca fue llegar al sol, y lejos de querer acercarse a él, lo que de verdad anhelaba era alejarse de esta orilla, de esta playa. De esta parte del planeta que en la que ya no encajaba. 

Se entregaba así, de tal manera, a la bendición de Dios. Y que fuera lo que fuera, que fuera.  

Aunque quizá debí decirle que era él quien era lo que era. Y lo llevaría consigo.


Capítulo I en camino de las 300 lecturas.  



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