Karina!!!


El arma al cinto no lo delataba como asesino. Era su mirada muerta sobre su rostro sin sangre y el tono lento y apenas audible de su voz lo que realmente lo marcaba como el auténtico hijueputa que era. De nariz peculiar de alguna manera, se la ocultaba con un bigote falso.

Como todo criminal perfecto carecía de vicios, compromisos familiares y domicilio conocido; a la vez que cumplía metódicamente, al pie de la letra, sus rutinas preestablecidas de muchos años, iniciando con el vaso de agua natural que bebía al levantarse, a las 4:50 de la mañana, y la taza de chocolate caliente con nuez moscada a las 5:15. Cada 15 días se cortaba el cabello de la mismísima forma. aunque siempre lo hacía en distinta barbería. Su ropa holgada, cómoda.  

Meticuloso y observador, dedicaba días y a veces semanas siguiendo a sus víctimas para establecer el momento preciso de actuar contra ellas sin dejar rastro ni señales de violencia ni nada.  De hecho, a la mayoría de sus víctimas las autoridades forenses les atribuían muerte por causa natural, tanto por su ignorancia como por la cantidad de muertes que generaban de dos años para acá los efectos colaterales de las polémicas vacunas para prevenir COVID.

Pero hasta el mejor asesino falla, máxime cuando desconoce que conoce a su víctima, tal le sucedió a Goyo, el triste, como le apodaban en el mundo del hampa, incluso sin conocerlo.

De hecho, Goyo, el triste, aunque nunca nadie lo había visto e incluso se especulaba que hasta podría tratarse de una mujer, era toda una celebridad en bares, cantinas, prostíbulos y cárceles del país, una vez se contaban y se escuchaban tantas anécdotas de él como hábil delincuente que hacían palidecer a los mismísimos Capone, Jack El Destripador y Miculash, entre otros. Sobre todo, en esa capacidad que poseía de no dejar rastros de sus actos. Pero era precisamente su rostro seco y pálido así como el bajo tono de su voz las características que más le reconocían.

Sin embargo, aquella misión en Coatepeque, cuando su objetivo era una mujer de apenas 23 años, llamada Ferminda, trastocó toda su vida.

Viajó desde Escuintla en transporte público extraurbano, sin teléfono ni otro artefacto que pudiera ubicarlo, como lo hacía siempre. Al llegar a la estación de buses, ahí mismo compró un Samsung de doble chip, sin embargo, no le puso alguno. Abrió su nueva cuenta en redes sociales, buscó al contacto preciso y le envío el mensaje: Precioso pueblo, gracias por la invitación. Anunciando que ya estaba en el sitio. 

Caminando por aquellas descoloridas y escuálidas calles llegó a donde antaño estaba la estación del tren, ubicó la toma de agua y de ahí se dirigió caminando también a la cuadra, cuadras arriba, en dirección hacia el parque, donde la casa color mandarina, de madera, de dos pisos, con enorme ventanal al frente, arriba, albergaba a su víctima. Sí, ahí vivía aquella vivaracha jovencita que se graduaría de la universidad tres o cuatro meses adelante.

Para su fortuna, enfrente de aquella casa, pocos metros a la izquierda, había una tienda que podría servirle de escaparate para ver sin ser visto, o al menos para pasar desapercibido como cliente de la misma.  

Era apenas su tercera vez en esa ciudad, pues aunque había vivido cerca de siete meses en las cercanas  Las Palmas, nunca le encontró sentido mudarse a esta ciudad. Además, en Las Palmas habría tenido una tórrida experiencia familiar cuya ruptura repentina le debastó, haciéndolo volver la vista al futuro y olvidarse de aquella vida cómoda y en paz que tenía y disfrutaba entonces administrando una enorme bodega de fertilizantes.

Desde entonces deambulaba por toda Guatemala y ocasionalmente en el vecino San Salvador. Claro, trabajando, como se dice decía de su oficio de asesino a sueldo. 

Apostado en la tienda en tanto bebía una Tecate de contrabando, controlaba la casa. 

Sin suerte, tuvo que ir a caminar algunas cuadras alrededor para no despertar sospechas. Regresó cerca de dos horas después, cuando prefirió apostarse sobre la cuadra vecina, que aunque más lejos, aún le permitía observar quién entraba y salía. De pronto vio a quien podría ser Ferminda. Una muchacha alegre y jovial, de la misma altura, complexión y color de pelo que le había indicado; además, el cuerpo coincidía con la de la foto. Llegaba en bicicleta.

Se puso de pie y se aseguró de tener la jeringa entre la bolsa de su camisa, cargada con el preparado que él mismo hacía. Ahí estaba. Aspiró una bocanada de aire, aunque por la nariz, se irguió tal momia de Sinaloa y empezó a caminar. Distaba no más de 25 metros. 

La chica abría el portón apenas, y con la otra mano sostenía su bici. Se le dificultaba. Veinte metros los separaban. A la chica se le cayó la bici, por lo que tuvo que soltar la puerta un segundo. Segundo mismo en que la misma se cerró abruptamente. Distaban 15 metros uno del otro. La chica apoyó la bici contra la pared y abrió la puerta nuevamente. Tomó la bici y la adelantó un metro, metiéndola al garaje; justo cuando iba a cerrar la puerta, otra mano se lo impidió con fuerza. 

Ferminda volteó a ver justo en el momento cuando una jeringa sujeta por otra mano se aproximaba a su cuello, pero justo en ese instante, cuando ojos de víctima y de asesino se cruzaron, aquella mano empuñando la jeringa se detuvo de manera súbita. Sus ojos se cruzaron en una mirada de un segundo, pero tan profunda que pareció ser de veintipico de años, hasta cuando el asesino, sorprendido, dijo: ¿Mija, Karina, eres tú?

Mamá!!!! Contestó la chica.     


Gracias por su lectura. Capítulo I se ha quedado varado en torno a las 215 lecturas. Well, si llega a las 2 mil, excelente, pero de lo contrario, compartiré el Capítulo II durante diciembre. Así que, veremos. SAludos. Y gracias miles por sus comentarios.  

 




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