Especial de Fiambre!!!

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José Luis Elgueta Jegerlehner
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Todo tiene lugar en un tiempo, incluyendo los lugares mismos. 

Así, escuchamos de aquel tiempo de cuando los chuchos (hoy canes) se amarraban con longanizas, en alusión al respeto mutuo que entonces prevalecía, y aunque quizá más consecuencia de la presencia de autoridad firme, no había ladrones. Nos respetábamos. 

Pues bien, en aquel tiempo de chuchos y longanizas, de calles empedradas y viejitas arrugadas, el fiambre del Día de Santos no podía ser, ni por asomo, como el que hoy consumimos ese día.

La preparación de aquel iniciaba, recuerdo, en el mes de agosto, cuando mi madre empezaba a buscar en el mercado, entre las marchantes que en fin de semana bajaban con sus productos en sendos canastos desde el altiplano, las cebollas adecuadas para encurtir. No cebolla ni cebollín sino aquella, la chiquita cabezona y hasta de un tono de blanco especial. Y cuando finalmente la encontraba, que no era fácil, entonces el laurel, el tomillo, la sal y el vinagre. Ah, pero tampoco cualquier vinagre. Debía ser ese que ella sabía agradaba al paladar, sin ser acético en extremo. Aunque en ocasiones, no consiguiendo vinagre, se acudía a la farmacia a comprar dicho ácido. Claro, los frascos de vidrio para conservarlos. Lavarlos y ponerlos a hervir. Y finalmente, guardar las cebollitas preparadas en la alacena de la cocina durante esos 2 meses y días, hasta el Día de Santos. 

A lo largo de esos dos meses, ella se encargaba de recordarle con insistencia a papá de comprar un frasquito de aceitunas o alguna otra cosita sabrosa, enlatada o envasada y por ende importada, y por supuesto, escaza y cara, en su viaje mensual a ciudad Guatemala. 

De hecho, en la ciudad entonces,  a lo sumo una Sevillana, otra Samaritana, Los 3 Luisitos y Paiz a la vuelta del congreso. Eso era todo. Aunque si se tenía conectes con militares, el Comisariato del Ejercito. 

Tales eran los albores de aquel platillo que reunía a mamá gallina y sus pollitos, aunque en esencia, nunca el fiambre de mi madre la llevó. 

A partir del 23, 24 de octubre, entonces sí, el jolgorio que rayaba en caos iniciaba; pues entre esperar a que no lloviera para poder pintar las tumbas en el cementerio y elegir el color de pintura; pelar, cortar en trocitos de este tamaño, no grandes ni chicos, de ese tamaño, y cocer y curtir zanahorias, ejotes y remolachas esencialmente; buscar y limpiar los frascos, comprar chorizos y longanizas; buscar la pierna de cerdo adecuada, de 9 libras aproximada, dado el tamaño de la pavera y del horno, y aderezarla con montes secos, sal, ajos y cebollas en rodajas gruesas, un vaso de cerveza y una cucharadita de salitre (hoy, sal de praga, que por cierto empezaba a escasear dado su uso en la fabricación de bombas clandestinas); buscar las flores y las ramas de cafetal para hacer las coronas, no mucho antes porque se marchitaban ni muy después porque ya no habían, esos días eran de salir corriendo. Pero no. Ahí debíamos estar, colaborando para perpetuar el sentido de tradición familiar del Dia de Santos.

La tarde noche del 31, finalmente, hacer el caldillo. Por supuesto, conseguir aquel pollo era otra odisea, pues eran escasos. No recuerdo si ya existía el consomé, pero de haberlo, seguramente mexicano, aunque se usaba apenas una uña. Los montes frescos y las especias para dotar aquel caldillo del sabor de madre eran esenciales. Aunque se le agregaba, de haber encontrado en el mercado, trozos de coliflor, chile pimiento y arvejas. Todo a su tiempo para lograr la cocción equilibrada. Y vámonos para el poyo, pues se cocinaba con leña. Luego, desmenuzar el pollo, cortar en trocitos esto y aquello, y en fin, largo, complicado y no con la abundancia de sabores, muchos artificiales, de hoy día.

Es importante señalar que en ese tiempo la electricidad se generaba en cada pueblo, aldea o finca a partir de ruedas Pelton movidas por caídas de agua, sin embargo, empezaban a ya no darse a vasto, con lo que no había energía segura, y por ende, tampoco refrigeración. Así, el 1 de noviembre, una vez las tumbas pintadas 5 o 6 días antes, si no había llovido, era de cargar flores, coronas, adornos y baldes para acarrear agua y salir temprano, tipo siete, hacia el cementerio. 

Luego, si por fortuna hubo electricidad y buena refrigeración durante la noche y nada se echó a perder, sacar del refrigerador lo menester: las carnes esencialmente y el caldillo preparado desde la noche anterior y hacer la mezcla, con paleta de madera y con cuidado. 

Dar unos bocadillos por si faltaba sal, vinagre o esto o aquello, hasta que ella, complacida, sabía que complacería.

Buscar entonces el azafate más bonito, el de presumir, colocar las hojas frescas de lechuga previo lavadas simplemente, pues ni por asomo se sabía del asunto de agua con hielo. Con el cucharón, ir pasando de la olla hacia el azafate el fiambre finalmente preparado. Que quedara con loma en medio, pero no muy alta, ni muy bajita. Tiras de pacaya, huevos duros y rabanitos en mitades con picos para adornar y listo. Listo el fiambre.

Buen provecho. 

MUY AGRADECIDO CON SUS LECTURAS, SUS COMENTARIOS Y SU AYUDA COMPARTIÉNDO. 

INCENTIVA. 

GRACIAS.  


Comentarios

  1. Fiambre a la perfeccion! Cuanto esmero, dedicacion y amor. Bella tradicion

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  2. Bello rlato mentalmente me transporte a cada uno de los pasos para hacer el delucioso fiambre. Gracias por tu relato

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