Lo sabía!


Sebastián lo sabía. 

Así me lo expresó finalmente cuando tomamos aquel chocolate con galletas de jengibre, aquella tarde lluviosa de octubre en las inmediaciones de Patzicía, al cobijo de las endebles paredes de lepa de pinos y cipreses, y el techo de onduladas láminas oxidadas y torcidas que distribuían armónicamente sus gotas entre los cantaros de barro que doña Tencha habría ubicado justo al pie de cada goteo, impidiendo con ello se mojara la mesa al punto de estorbar. Sin embargo, el trapo estaba ahí, al lado, para pasarlo sobre la superficie cada tres o cuatro sorbos de chocolate y así secar la pequeña poza extendida que gota a gota se extendía.

El piso, de tierra, mostraba pequeños hilos de agua corriendo bajo la mesa, bajo nuestros pies, aunque sin llegar a incomodarnos. Incluso el chucho estaba echado ahí, al lado, justo entre dos de aquellas corrientes que silentes atravesaban esa parte de la cabaña. También son ríos que van a la mar, como dijo el poeta, pensé.  

El retazo del bosque de pinos, encinos, cipreses y casuarinas que la ventana enmarcaba era envidiable para cualquier paraje alpino, una vez ostentaba su verdor, aunque no con aquel tono de verano, aburrido y quejumbroso, sino el verde de invierno, verde, verde, verde de vida y entusiasmo, permaneciendo los árboles incólumes a pesar que el agua doblegaba sus ramas; sin embargo, los erguidos y gruesos troncos de los más altos, con su rugosa corteza, se enseñoreaban como los amos y señores de ese mundo. Poco arriba, ocho a diez metros quizá, las nubes empezaban a querer seducirlos metiéndose entre ellos y sus ramas con tal de parecer ellas también bosque.

La lluvia, aunque no estrepitosa, se escuchaba esparciéndose por finas ráfagas sobre las láminas, sobre las ramas, sobre la tierra. Y ocasionalmente golpeando sobre los vidrios de la otra ventana. El agradable fresco de la montaña invitaba a otra taza de chocolate y quizá a dos galletas de jengibre más; además, el auto lo habíamos dejado al otro lado del puente, sobre la pradera al pie de la montaña, cerca de trecientos metros antes, lo cual era aún muy lejos para llegar con esa lluvia.

Intentado disimular, pedimos esa segunda taza de chocolate y dos galletas para cada uno; pero doña Tencha ya solo tenía tres. Compartiríamos esa tercera, no sin antes pasar el trapo por enésima para secar la mesa.

El olor a leños ardiendo que de rato flotaba en el aire, ahí dentro de aquel pequeño cuarto, adquirió de pronto un aroma diferente. Doña Tencha había echado al fuego ramitas de lavanda y de albahaca que recogió del bosque durante la mañana. El aroma era sensacional, además, los troncos estrepitaban con furia, quizá algún trozo de leña aún húmedo, pero desde nuestra mesa observábamos en la esquina donde estaba el poyo, el chisperío anaranjado saltando una y otra vez. No podía ser más mágico.

Pero bueno, Sebastian lo sabía. Y por eso me llevó a ese lugar. 



Comentarios

  1. Que hermisa lectura, me transporto a ese lugarcito tan acogedor.... chocolate espumoso y caliente,galletitas de gengibre mezclado al aroma de lavanda y albahaca. Hermoso el campo. Fresco.

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  2. Hermosa y vivencial lectura

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  3. Gracuas por su escrito señor autor

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  4. Que bonita escena que nos describes...un cuento encantador

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  5. Una escena encantadora de los cuentos de Güicho...

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