El reino!!!

Esa mañana, el cielo celeste por lo doble y despejado por lo doble resultó propicio para que sus majestades, el rey y la reina, decidieran descender de aquel reino suyo de anacrónicas fantasías inexistente en la realidad y, tomados del brazo, acercarse y codearse con la plebe. Con aquel pueblo de plebeyos y plebeyas y doncellas y doncellos asentado en el valle, aunque con la clara convicción de no arriesgar un segundo la posibilidad de mezclar su sangre azul Klein Internacional con la roja municipal de aquellos.

Así, caminando, se dirigieron a la parada de la carroza verde, que ciertos aunque mentirosos funcionarios lejanos habían instaurado en las inmediaciones de aquel reino que, sabemos, no existía. 

Pacientemente esperaron ahí, en aquella parada, a que aquella espléndida carroza verde de amplios ventanales y silenciosa cadencia de imaginarios caballos tirando de ella se aproximara. Al verla llegar, el júbilo se apoderó de la reina, quien no pudo ocultar su alegría de acercarse a aquellos viles mortales que seguramente iban a bordo.

Oh, —dijo ella —ahí viene. Levanta tu brazo, majestad, y detenla. 

El rey, como todos los reyes, noble y obediente, levantó de inmediato su brazo y aquella elegante carroza aminoró su marcha y finalmente se detuvo justo frente a ellos.

—Su majestad, saca tu tarjeta de adulto mayor, por favor. He aquí, yo tengo la mía preparada. —El rey, azuzado, hurgó entre sus enormes enaguas donde rápidamente encontró aquel documento que en ese momento estrenaría. Sin embargo, el ayudante del cochero le indicó que aún ese pasaje era gratuito, a lo que el rey, no sin bochorno ante la poca plebe que ahí había, guardó de inmediato su tarjeta de adulto mayor entre sus amplias enaguas; la reina solo espetó un delicado ¡oh! Y de inmediato entraron a la carroza.

—Oh, —volvió a enunciar ella, pero con oh de sorpresa alegre y no con oh de bochorno como el anterior, agregando —su majestad, mira... hay sillas para sentarse y ganchos para colgarse —

—Sí, los veo con claridad —respondió él, en tanto caminaba por el corredor hacia atrás, arrastrando con su mano la mano y el cuerpo de la reina, ya que plebeyos sin inmutarse ante sus majestades ocupaban los primeros lugares. Finalmente, bamboleándose y a punto de caer en el medio del corredor una vez la carroza ya avanzaba y frenaba dado el caótico tránsito, encontraron dos asientos juntos y se sentaron.

Aquel cielo celeste por lo doble los había incitado a visitar a la Virgen del Rosario en la iglesia de Santo Domingo para agradecerle por poder ellos conservar aún su inexistente reino, aunque de paso, sentarse en alguna de las tabernas circundantes a las orillas y degustar ricas viandas, tal elotes locos, buñuelos o simples tostadas con guacamol, con una agüita o un fresco de Jamaica, tal el vulgo lo hacía. Ya verían que encontraban. Pero la aventura de descender desde su sacro reino inexistente hasta esas llanuras de gente pecadora y sin alcurnia que apenas les tributaba, les resultaba toda una fantástica odisea. Aunque de primas a primeras notaron que el reino era sucio, con basuras desperdigadas en sus jardines e incluso entre los árboles, en comparación con el pueblo de doncellas y doncellos. 

Ingresaron rápidamente a la amplia iglesia de hermosas cúpulas, donde luego de ambos confesar sus pecados en silencio a aquella virgen de madera finamente trabajada y pintada siglos atrás, salieron en búsqueda de aquellas ricas viandas que en el palacio, por demás inexistente también, siempre les eran vedadas, una vez no era comida digna de reyes.

Pero antes de salir del templo, el rey, en un descuido de la reina, pudo detenerse y voltear a ver hacia la imagen del Señor en su cruz ahí, al lado de la virgen, y, cerrando sus ojos, en comunión con Él, le ofreció abdicar al trono y renunciar a su pluma, aunque implorando le fuese concedida una lámpara, sin importar fuera a simple gas, para poder escribir mejores líneas. Cuando presintió que la reina ya estaría a punto de recriminarle, salió corriendo. Aunque aún recibió la contundente respuesta del Señor, que le decía: la mejor ofrenda a los ojos de mi padre es que sean felices.

Se dieron un festín, muy felices claro; sin embargo, cuando el rey le confesó a su alteza, su majestad la reina, que había abdicado al trono y renunciado a la pluma, ya no encontró palabras para describir lo que sucedió. De hecho, ya ni la carroza de regreso abordó, a pesar que el servicio de la misma agradó.

Buen provecho!!!


Capítulo I está muy próximo a las 200 lecturas. Tooot, tooot... shiki, shiki, shiki.... váaaamonos!!!  







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